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Sir William parecía a punto de desmayarse. -¿Cuándo se convirtió usted en la amante de Lord Wolverton? -preguntó con incredulidad-. Usted se convertía en hielo cada vez que yo intentaba tocarla.

– ¿Su amante? -repitió, horrorizada. Por esa calumnia podría desafiarle ella misma.

Adrian caminó hacia él, empujándole contra la pared. Sir William rodeó una de las dos sillas con emblema que flanqueaban el hueco. -¿Por qué no nos sentamos y hablamos sobre eso? -sugirió a Adrian.

Emma se alejó, casi resignada a un siniestro final. Su hermano Heath acababa de aparecer en el pasillo de abajo. Cada vez menos esperanzada, pensó que si podía atraer su atención a tiempo, podría ser capaz de evitar un resultado escandaloso.

Un llanto de mujer vagamente familiar, una contestación grosera de un hombre desconocido desde el pasillo superior la distrajo nuevamente. Echó un vistazo con repugnancia, reconociendo a la atractiva sirvienta a la que Sir William había acosado, y pisándole los talones, a un robusto joven con librea de lacayo. El recién llegado era, obviamente, su enfurecido novio, convocado por la chica para satisfacer la afrenta a su honor.

– ¿Dónde está? -murmuró el lacayo-. Aristócrata o no, voy a enseña´le una cosa o dos.

Emma apretó el abrigo de Lord Wolverton en sus manos. Distraídamente notó que olía agradablemente a vetiver. Y el dueño… bueno, su caballerosa conducta había sido aparentemente descartada.

Estaba inclinado sobre la silla en la que Sir William, o había sido empujado, o se había desplomado. Los amplios hombros de Adrian lo bloqueaban todo, excepto los zapatos de William de la vista.

– ¿Lo ha hecho usted? -le preguntó horrorizada.

Adrian se enderezó, y su frente se elevó, desconcertado. -Creo que el infeliz calavera ha fingido desmayarse simplemente. No le he tocado.

Ella bajó la mano alarmada. El lacayo había levantado la otra silla en el aire y la alzaba con determinación sobre Adrian, como un toro enfurecido. -Detrás de usted, milord -gritó advirtiéndole.

Sir William eligió ese inoportuno momento para intentar levantarse. Adrian, echándole apenas un vistazo, se inclinó para empujarle de regreso al asiento.

En el instante en que se giró, el agitado lacayo le estrelló el respaldo con forma de balón en la nuca. Emma hizo un inarticulado sonido con la garganta. La sirvienta jadeó, tambaleándose hacia atrás, horrorizada.

– ¡Ese es el hombre equivocado, condenado idiota! -gritó al lacayo-. Él no. El otro.

Adrian levantó una mano hasta su cara.

Por un momento Emma pensó que había aguantado el golpe. Entonces él colocó la otra mano en la pared para apoyarse y lentamente cayó al suelo inconsciente.

– Es el hombre equivocado -gritó otra vez la criada-. ¿Qué has hecho, Teddy? ¿Qué has hecho?

El hombre equivocado, pensó Emma con desesperación, dejando caer el abrigo de Adrian. Los hombres se equivocaban generalmente, o así lo creía en ese momento. Orgullo masculino e imprudencia. ¿Sería así toda su vida? ¿No habría paz?

Echó un vistazo escaleras abajo y vio a su hermano Heath mirándola fijamente alarmado. Un buen hombre, pensó. Un ejemplo de uno que raramente se equivocaba. Le hizo una pregunta, pero sus palabras no se entendían.

Ella no podía articular una respuesta, de todos modos. Sacudiendo la cabeza en muda súplica de ayuda, se abalanzó sobre el hombre derrumbado en el pasillo. Cayó al suelo y deslizó el brazo bajo sus hombros, levantándole contra ella.

Hombre equivocado o no, Adrian solo había querido protegerla.

Adrian la sintió inclinarse sobre él, sintió su mano sobre la suya. Tenía huesos ligeros y una actitud fuerte y segura de sí misma, una peculiar pero atractiva combinación en una mujer. Sabía que había ofendido su sensibilidad peleando en una boda, pero desde su punto de vista, no había habido otra opción.

No había pasado tanto tiempo lejos de Inglaterra como para olvidar que había reglas que seguir. Supuso que las distinciones más sutiles regresarían a su memoria, tarde o temprano. No era que quisiera impresionar a nadie. Había hecho el mayor escándalo posible para distanciarse de su herencia.

Emma Boscastle le había causado una gran impresión, pensó. Inesperada, eso es. No podía recordar a Heath mencionándola, excepto en los términos más vagos. Pero por entonces Heath era una persona reservada, como Adrian solía serlo, y guardaba sus asuntos personales en silencio.

Como el patán del lacayo había conseguido atacarle con una silla, era beneficiario de los encantos de una dama. Si Adrian no hubiera estado intentando protegerla, no estaría aplastado contra sus suaves y tentadores pechos en ese momento.

– Su cabeza está sangrando -dijo alarmada, acariciando su sien-. Por favor, que no esté seriamente lastimado. No lo permitiré -agregó, y él sonrió para sí mismo, imaginando a su ángel del renacimiento presentando su causa en la corte celestial.

O en el fuego del infierno. No había vivido exactamente una vida ejemplar.

Tendría que decirle que no tenía intención de renunciar a su existencia terrenal en absoluto. Pero una agradable oscuridad le hizo señas.

Algo caliente tocó su mejilla. ¿Sus labios? -¿Le parece justo besarme? -preguntó con una media sonrisa.

– De hecho, no lo hice -dijo ella suavemente-. No entendiendo por qué lo pregunta.

El lacayo que le había golpeado, la criada, y Sir William se veían como si estuvieran al final de un oscuro túnel. Sus caras se desvanecieron. -Mi Dios, Emma -dijo Sir William débilmente-. ¿Cómo ha ocurrido?

Ambos le ignoraron.

– Siento tu beso como la caricia del ala de un ángel sobre mi rostro -murmuró Adrian.

– Que idea tan extravagante -murmuró ella-. Debe ser su herida.

Él suspiró. -Creo que estoy… cansado. ¿Qué sucedió con el tontaina que me partió la crisma?

– No vaya a dormirse -le dijo con pánico-. Nos ocuparemos del lacayo después. Manténgase despierto.

– Sólo me mantendré despierto si me besas otra vez.

– Yo nunca… ¿Lord Wolverton? -levantó sus hombros con el brazo izquierdo y presionó su cabeza aterrada contra su pecho.

Sintió el tranquilizador latido de su corazón. Era un hombre en la flor de su vida, bien constituido, con el físico de un soldado. ¿Se necesitaba más que un golpe en la cabeza para acabar con la vida de un hombre de su tamaño, verdad? Aunque el respaldo de la silla que le había caído encima mostraba profundas fisuras que sospechaba no podrían ser reparadas nunca.

– Lord Wolverton -exclamó con el tono que nunca fallaba para exigir obediencia, no solo de sus estudiantes, también de su familia-. Usted se pondrá bien. No tiene permitido morir. O caer en el sueño todavía. Deje de asustarme. No es agradable. Despierte.

Los latidos de su corazón parecían haberse enlentecido. ¿Estaba respirando todavía? Frenética, acercó el oído a su rostro y escuchó su respiración.

Sin previo aviso, él se movió. Su ancha boca capturó la suya en un tentativo pero deliberado beso, que demostró sin lugar a dudas que estaba más que vivo.

– Alguien debería haberte advertido -susurró con voz apenas audible.

Durante el intervalo de varios latidos de corazón ella no pudo pensar.

Y cuando finalmente lo hizo, se dijo que aunque estuviera vivo, podría haber sufrido una lesión duradera. Por haberla defendido. Un caballeroso lobo. Peinó un mechón de pelo dorado oscuro de su ensangrentada sien. -¿Advertirme de qué? -preguntó distraídamente.

Él lanzó un suspiro contra su pecho. -Que un ángel no tiene nada que hacer besando a un diablo.

– Nunca le he besado. -Él suspiró y giró la cabeza en su regazo.

Su regazo.

Sí, las apariencias importaban. Su reputación importaba, pero no tanto como la vida de un hombre que había llegado en su defensa en un abrir y cerrar de ojos… de hecho, Emma no pudo evitar pensar que toda la situación podría haber resultado bastante mejor si Lord Wolverton no hubiera sido tan precipitado al jugar al héroe. -Se pondrá bien -dijo, tanto a sí misma como a él. ¿Cuántas veces sus temerarios hermanos se habían caído de árboles, ventanas, carruajes con exceso de velocidad, para aparentemente morir? Más de una vez, los jóvenes demonios se habían encontrado a las puertas de la muerte. Y Emma, siendo una de los dos únicos niños Boscastle de los que todo el mundo estaba de acuerdo en que mostraban un mínimo de sentido común, y que se preocupaban por la mayoría de su familia, era la única en desesperarse por ellos.