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– Es ligeramente grande para esconderlo.

Emma negó con la cabeza. -Tendremos que mantener a las niñas alejadas de él, y continuar como si nada hubiera pasado. Gracias a Dios, su ala queda al otro lado de la casa.

– Deberíamos ser capaces de manejarlo.

– Es solo por dos días. -murmuró Emma. -Cielos, si soy capaz de domar a las leonas, seré más que capaz de cuidar a un caballero herido.

Adrian se hizo el dormido las tres veces que Heath entró de puntillas al dormitorio para ver cómo estaba. Sospechaba que sus suaves ronquidos no le engañaban ni un momento. Pero tenía un dolor de cabeza terrible y no estaba con ánimo de charla.

Estaba casi dormido cuando Julia, la esposa de Heath, entró con una vieja criada a ponerle una compresa fría en la cabeza. Y después de eso, con el ungüento de hierbas corriéndole por el cuello, no pudo dormir nada. Molesto, retiró las cobijas, encontró cerillas, encendió una vela, y contempló el diario de una dama encuadernado en piel sobre la estantería a los pies de la cama.

– Vaya, vaya -murmuró-. Todo lo que necesito es un gorro de encaje, y un par de dentaduras postizas, para pasar por mi abuela.

Abrió el libro, bostezando, y volvió a la cama a leerlo. Podría haberle dicho al viejo escocés aserrador de huesos, que se necesitaba una botella entera de láudano para noquear a un hombre de su tamaño. No necesitaba un sedante, de todas maneras. No había nada malo con su cabeza, excepto un gran cardenal. Había sufrido cosas peores.

Empezó a leer. Era un diario escrito con letra femenina cursiva, prolija, sobre…

Parpadeó, las palabras saltaban en la página y no las podía ver bien. Ah.

Invierno, 1815.

La adivina gitana del baile de anoche me predijo que encontraría el verdadero amor durante el año. Por supuesto no era una Romaní genuina. Solo era Miranda Forester vestida otra vez de gitana, y dudo que pudiese predecir mi siguiente baile, menos aun a quién amaría.

Pero puedo predecir que será la querida Emma la que se case antes que termine el próximo año He visto como adora al bebé de Grayson, y recuerdo como soñaba con tener sus propios hijos.

La puerta del vestidor que conectaba con el dormitorio se abrió. Maldición, si era Heath otra vez actuando de mamá gallina, y pillaba a Adrian leyendo los secretos de amor de una jovencita, no pararía de reír nunca. Saltó de la cama tirando el libro con la cubierta bordada con rosas por el aire.

Con solo un momento para actuar, saltó por encima de un taburete, y lo encajó entre los otros libros apilados en el escritorio. Enseguida, mostrando una expresión de inocente asombrado, se enfrentó a la figura vacilante, a su espalda. Por un momento ninguno de los dos dijo una palabra. Él simplemente saboreó el extraño estremecimiento que le bajaba por la columna.

Era ella. Por fin. La miró fijamente, esperando con anticipación. Su pequeña protectora, con una bata gris azulada abotonada hasta el cuello, pero con el pelo suelto albaricoque dorado cayendo por sus hombros como una cascada de nubes, como un halo celestial.

¿O eran dos halos? se preguntó. Súbitamente le pareció que a su ángel compasivo le brotaba otra cabeza. Otra cara. Sin embargo, aunque su visión era borrosa, no había ninguna equivocación con el ceño fruncido por la preocupación en su rostro de finos huesos.

Ni en la cálida familiaridad de su voz. Las notas cultivadas penetraron hasta los recesos más profundos de su pulsante cráneo. -Lord Wolverton, ¿Qué locura es esta? -preguntó exasperada-. ¿Qué está haciendo? No debe caminar en su condición.

– Estaba… -miró con culpabilidad el diario que asomaba de la pila de libros mal amontonados donde lo había metido-…buscando un orinal.

– Por supuesto, no tenemos uno en el escritorio. -Ella se adentró en la habitación, indicando con un dedo la cama con dosel-. Vuelva a la cama, para que pueda llamar a un lacayo que le ayude con sus necesidades privadas.

Bueno, eso era embarazoso. -Me puedo arreglar solo. -dijo – Se balanceó unos pasos y se vio forzado a agarrarse a un poste de la cama para mantener el equilibrio.

– Le aseguro que no. -Ella corrió a su lado, ofreciéndole el hombro para que se apoyara. -Caminas aleteando como una mariposa herida.

– ¿Una mariposa? -preguntó él, resoplando.

– Y con una vela encendida -lo regañó-. En su condición. ¿Quiere incendiar la casa?

Lo llevó a la cama, una humillación que solo toleró porque le daba la oportunidad de estar cerca de ella. Pero se negó a sentarse cuando ella se lo ordenó. Él era un hombre adulto, no una maldita mariposa. Él no había respondido en su vida privada a las órdenes de nadie desde hacía años. No iba a permitir que este pedacito de seda y satén le diera órdenes, aunque fuera una Boscastle.

– No quiero volver a la cama.

– Métase a esa cama- dijo ella.

– Lo haré cuando, y si yo quiero.

Emma enderezó la espalda. Sabía de qué se trataba. Encantador cuando quería, y beligerante cuando no conseguía lo que quería. Y pensar que iba a representar a la aristocracia como par del reino, y no importaban las circunstancias de su vuelta. Por ley era el primogénito de un duque y el título era hereditario.

– La tensión física y mental no le sanará la herida de la cabeza- le dijo enérgica. -Métase debajo de las mantas ahora mismo.

Él se quedó quieto, sonriéndole desafiante. ¿La mujer creía que iba a mandarle?- ¿No escuchaste lo que acabo de decir? -le preguntó él.

– Es difícil no hacerlo cuando me está gruñendo a la cara -respondió ella con calma.

Súbitamente él se reclinó en la cama. No porque esta gentil mujer, que parecía engañosamente recatada, se lo ordenara, sino porque le venció una inesperada oleada de vértigo.

– ¿Gruñendo? -él le frunció el ceño amenazadoramente. -Apenas estoy hablando más alto que un susurro. Si realmente quisiera gruñir, podría echar abajo estas paredes.

– No me cabe la menor duda -dijo ella echándole la colcha sobre los hombros, aparentemente nada intimidada por su aseveración-. ¿Pero qué probaría con esa muestra de malas maneras? Solo conseguiría que le doliera más la cabeza. No es a mí a quién castigaría sino a sí mismo.

No estaba seguro de cómo había sucedido, pero de pronto se encontró de vuelta en la cama, con Emma a su lado con aspecto satisfecho y poco caritativo, y más irresistible por todo lo que había logrado. Lo más desconcertante, o humillante de la situación, era que disfrutaba de como se preocupaba por él. No era esa la atención habitual que conseguía de las mujeres, pero de todas maneras, le gustaba. Naturalmente eso también inducía a su mente a pensar qué otros placeres podría ofrecer para consolarle.

– ¿Por qué tú y tu hermano insistís en despertarme cada hora? -preguntó, estudiándola de cerca.

– El médico nos dio instrucciones de que te observáramos.

– ¿Por qué? -preguntó en tono hosco, curioso por ver si podía amedrentarla. Las pocas mujeres que había encontrado en Londres que no estaban asustadas por relacionarse con él, parecían intrigadas por su pasado, por no hablar de su herencia.

Emma era una mujer más difícil de descifrar. -Estamos vigilando si tiene signos de confusión. -respondió ella-. Cambios de temperamento y cosas así.

Él gruñó. -¿De verdad? ¿Puedo preguntar cómo diablos vas a saberlo?

Ella le arregló las almohadas detrás de los hombros. Después lo alimentaría con una cuchara y lo sacaría en silla de ruedas al jardín. -¿Cómo voy a saber qué?

– Si me cambia el temperamento o no. -Hundió los hombros más en las almohadas, forzándola a que continuara arreglándolas. Ella le miró, enojada, y se inclinó sobre su pecho para terminar. Él contuvo el aliento y sintió endurecerse al maldito pene con su cercanía. No había tenido sexo con una mujer, y ni hablar de haber encontrado una atractiva, desde hacía tanto tiempo que se había preguntado si algo le funcionaba mal. Emma Boscastle, bendita fuera, lo había liberado de esa perturbadora preocupación.