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Ella forzó su voz a un tono paciente, pese a estar apretando los dientes. -Por una cosa: parecía perfectamente razonable hoy, antes de su temerario acto de bravura. Ahora espero que se arrepienta.

– Al contrario. Me hubiese gustado haber golpeado al otro hombre antes que se fuera.

– No tiene que ponerse así.

– Me pongo como me da la gana, y tú no vas a impedirlo.

Su bonita boca se apretó. -El médico dijo que había que atarle si no descansaba.

– Se necesita mucho más que esa bolsa de cebada barbuda para retenerme en la cama.

– Tengo hermanos -dijo ella estrechando los ojos.

Eso le interrumpió.

Pero no por mucho tiempo. No era un hombre que se quedara parado por los obstáculos, solo los superaba.

– ¿Has atado a un hombre alguna vez? -le preguntó, mirando dudoso la menuda figura.

– Sí. A esos hermanos que mencioné.

– ¿Recientemente?

– No seas ridículo. Ya son todos adultos, aunque no siempre actúen como tales. -Las miradas se encontraron. En realidad tenía un espíritu bastante despiadado, bajo su apariencia de dama. -¿Tu familia continúa en Inglaterra? -preguntó inesperadamente.

Él pensó en el diario que acababa de leer. Allí se decía que ella quería una familia propia. -Sí.

Ella esperó. -Bueno, ¿hay alguien a quién pueda contactar para informarle de tu estado?

– He estado a las puertas de la muerte más veces que una docena de hombres -dijo secamente-. Lo de hoy no es alarmante.

– Tu familia puede no estar de acuerdo.

– Tengo un hermano y una hermana en Berkshire -le dijo con una especie de sonrisa.

Ella esperó otra vez, consciente que él había evadido deliberadamente una respuesta clara. Lo poco que ella sabía por rumores, era que había sido rechazado por su padre, el Duque de Scarfield, que había creído erróneamente, que Adrian era el producto de un amorío adúltero de su joven esposa. Ahora, aparentemente el duque había admitido que había juzgado mal a su esposa ya fallecida, y le había pedido a su hijo que volviera a casa.

La vuelta de Adrian después de una temporada aventurera como oficial de la Compañía de las Indias Orientales y otras irregulares empresas privadas, había sido tomada por la sociedad como un signo de reconciliación.

Sus palabras sugerían otra cosa.

– Creo que tendría que dejarle para que pueda descansar, Su Señoría.

– No.-Su voz era imperiosa, pero sus ojos se oscurecieron, revelando su vulnerabilidad.

Ella negó con la cabeza, perpleja. -Perdió el sentido con el golpe hoy.

Él se quedó mirándola fijamente.

Nunca antes había querido tanto desvestir a una mujer, como quería desvestir a Emma Boscastle. Desnudarla desde su gracioso cuello blanco a sus pequeños pies. Darle una razón de verdad para que lamentara su falta de buenas maneras.

– Si crees que me voy a quedar en cama dos días, vete pensando otra cosa-agregó él.

– Rara vez sufren los caballeros sus indisposiciones de buen humor.

– ¿Tengo que sufrir solo? -preguntó con una voz baja y sensual.

– ¿Quiere que Devon y Drake duerman a su lado? -lo miró con expresión impávida. -Estoy segura que se puede arreglar si no quiere dormir solo.

Su boca se curvó en una encantadora sonrisa. -Tenía otro arreglo en mente. Dame un beso antes de irte.

– ¡Por Dios Santo!

– Estás tentada. Puedo verlo.

Ella bajó su cara a la suya. -Y usted delira. Al menos esa es la excusa que estoy usando por su conducta.

Él la miró calmadamente. -Soy un hombre muy tolerante, Emma.

Ella tomó aire con asombrosa confianza. -Entonces acéptelo, se queda en la cama. Solo.

– Es vergonzoso.

Sus miradas quedaron fijas en una silenciosa batalla de voluntades, hasta que Emma se dio cuenta lo absurdo que era permitir que la alterara. Él había nacido con la arrogancia de un duque, a pesar de los rumores, aceptase o no la responsabilidad de su título. Bueno, Emma era la hija de un no menos arrogante marqués. Si ella podía manejar a los Boscastle, podía mantenerse firme frente a su amigo.

Y también había que considerar la lesión de su cabeza. Tal vez la ayudaría pensar en Lord Wolverton como una de sus pupilas, una persona con potenciales no realizados que solo necesitaba pulirse rigurosamente para que brillara.

– Ahora -dijo ella, severa pero amable-, quiero que se quede en esta cama y tenga un buen descanso. Todo se verá mejor por la mañana

– No, no lo será.

Ella suspiró. -Entonces no lo será.

– ¿Y si necesito tu ayuda durante la noche?

– Parece bastante improbable, pero hay una campanilla en la mesita para pedir ayuda.

Él la agarró por los codos. -¿Y ahora qué está haciendo? -preguntó ella indignada.

– Pidiéndote ayuda.

Él la arrastró a su lado, en la cama, probando los límites de su paciencia. Por un intervalo humillante, se sintió demasiado abrumada con la inesperada intimidad de su duro cuerpo, musculoso y flexible contra el suyo, como para hacer otra cosa que respirar. -¿Qué está haciendo? -volvió a preguntarle.

Su boca presionó en su oído.

– Pensé que te ibas a caer -le dijo en voz baja, desplazando su cuerpo de acero, para acomodarla a su lado.

– Sí. Saltar de la olla al fuego.

Sus ojos resplandecían a la luz de la vela. ¿De fiebre? ¿De dolor? ¿O de algo que sería mejor que ella no identificase?

– Lord Wolverton -dijo suspirando-. Está haciendo esto muy difícil.

– Ese hombre estaba equivocado hoy -dijo él en voz baja.

El corazón de Emma reaccionó fieramente contra sus costillas. La emoción de sus ojos la desarmó. Con la excepción de sus hermanos, los hombres que conocía raramente se mostraban con tal candor. -No sé de qué estás hablando. No creo que quiera saberlo. Ese golpe en la cabeza…

– Tú no eres fría. -Su mirada conocedora la recorrió.- Tienes fuegos secretos dentro de ti, Emma.

Se sonrojó por la tontería. -No sea…

– ¿…Honesto? -Se inclinó y le tomó la cara entre las manos-. Bésame una vez y te lo probaré. Compláceme, aunque solo sea eso.

CAPÍTULO 04

Fuegos secretos, en efecto. Un beso para complacerle. Aquel horrible insulto. Había sido más que suficiente para un día. Sin embargo mientras sus pulgares callosos le moldeaban los pómulos para continuar trazándole la mandíbula, las llamas que él evocaba crecían en su interior. Su cuerpo ardía. Sus pezones se contraían, y una placentera vulnerabilidad se expandía por sus miembros.

– Ardiente -dijo, acercando su rostro duro y serio al suyo-. Y puedes arder aún más. Si te volviste de hielo cuando trató de tocarte, el problema es suyo, no tuyo.

¿Cómo podía saberlo? ¿Cómo se atrevía? Ella bajó la mirada, contuvo la respiración, y esperó.

Dolorida por la vergüenza, la sorpresa y el hambre anticipada. En cualquier instante se acabaría. Se libraría de esta hermosa tentación. Le sorprendió darse cuenta de cómo le había dolido el comentario cortante de Sir William. No le gustaba que pensaran que era fría, y sin embargo, a menudo lo parecía.

Pero, fuegos secretos. Oh, ¿por qué las mujeres disfrutaban de los piropos? ¿Por qué algo en ella respondía a este hombre?

– Pareces aún más un ángel con el pelo suelto, -reflexionó él-. No pude quitarte los ojos de encima durante la boda.

Ella tragó, la garganta le dolía. -Ahora estoy… desastrada.

– Tú me hiciste -Titubeó.

– ¿Le hice qué? -susurró ella.

– Me hiciste reír hoy -respondió en voz baja.

– ¿Yo hice qué? -preguntó, sobresaltada.

– Quise decir que me hiciste sentir bien, y disfruté de tu compañía.