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Cuando llegaron al espacio abierto de su cima, Claudia reconoció el carro que había transportado el cuerpo de Breno. Allí estaba, aún bajo vigilancia, pero ahora vacío; un alto montón de leña se alzaba a un par de yardas y se podía ver su cuerpo colocado en lo alto. Ambos se detuvieron en silencio para un momento de silenciosa oración, antes de que uno de los soldados trajera una antorcha para Áquila. Él intentó pasársela a Claudia, pero ella la rechazó.

– Corresponde a un hijo cumplir con los rituales funerarios de su padre, tanto en la religión celta como en la romana.

Él se adelantó e introdujo la antorcha encendida entre la leña seca. Ardió enseguida y las llamas se elevaron para rodear el cuerpo. Empapado como estaba de aquel potente destilado de grano que lo había preservado durante todo el camino de vuelta desde Hispania, el cadáver se inflamó en una gran bola de fuego que hizo retroceder de un salto a los hombres de Áquila.

– Sigue lanzando hechizos aun después de muerto -dijo Claudia maravillada.

Áquila se volvió hacia su madre. En la mano llevaba el águila de oro que le habían entregado aquellos espantajos ante las murallas de Numancia.

– Es hora de que se te devuelva lo que es tuyo.

Después intentó pasar el amuleto de oro, con aquellas alas que lo hacían parecer como un águila al vuelo, por encima de la cabeza de su madre. Claudia alzó una mano para detenerle, luego lo cogió, manteniéndolo en alto para que el metal precioso reflejara la luz oscilante de las fervorosas llamas.

– No. Dejemos que Breno se lo lleve consigo. Siempre creyó que conquistaría Roma. Ahora lo harán sus cenizas. No debe marchar a su lugar de reposo sin algún símbolo de su sueño.

Claudia besó el águila, después la arrojó a las llamas.

Jack Ludlow

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