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Por todas partes se oía el clamor para derrotar a Alemania, pero, mientras a finales de enero se anunció que las primeras tropas de Estados Unidos ocupaban trincheras en la Linnea del frente, todavía había campamentos militares en el propio territorio nacional que bullían de soldados inquietos, que debían entrenarse con ropas civiles y con palos de escoba en lugar de rifles. El fervor democrático no bastaba para ganar la guerra. Hacían falta suministros y estos, a su vez, exigían materia prima y esta última escaseaba. El consejo de Guerra se formó para determinar prioridades de producción, y Norteamérica aceptó con alegría el ajuste, los recortes y entonó fervientes canciones patrióticas. De la noche a la mañana brotaban nuevas fábricas que producían abrigos, zapatos, rifles, máscaras de gas, mantas, camiones y locomotoras, y todos los negocios que no tenían contratos para producción bélica cerraban los lunes. Se prohibió utilizar automóviles los domingos. Se instaba a la gente a usar más suéteres y menos carbón, a comer más salvado y menos trigo, más espinacas y menos carne y a adoptar "el credo del plato limpio". Pero, sobre todo, se les pedía a los norteamericanos que fueran generosos.

Miles de hombres se ofrecían a sí mismos. Para la primavera de 1918 habían llegado a Francia medio millón, y uno de esos voluntarios era Bill Westgaard. La iglesia celebró un servicio especial para él el sábado anterior a su partida y, desde ese día, colgaba sobre la nave una bandera con una sola estrella azul, inspirando innumerables plegarias para que jamás fuese cosida sobre ella una estrella amarilla. Poco después, llegó carta de Judith contando que Adrián Mitchetl había recibido orden de alistarse y que ya se había marchado.

Que Bill y Adrián fuesen pretendientes rechazados le importaba poco a Linnea. La guerra ya la había tocado en persona y sentía el impulso de participar de todas las maneras posibles.

Eran muchas las cosas que podían hacer los chicos para ayudar en el esfuerzo de guerra; lo único que necesitaban era organizarse. Tejer en el recreo de mediodía se convirtió en el pasatiempo preferido. Linnea misma recurrió a la ayuda de Nissa para que le enseñase, y se les pidió a las madres que enseñaran a sus hijas. En la escuela se fijó una cartelera donde se pegaba una estrella cada vez que quedaba terminado un calcetín o un mitón. Para su asombro, un día Kristian y Ray aparecieron con un ovillo de lana y un par de agujas cada uno. Cuando los chicos se pusieron, con torpeza, a la tarea, provocaron grandes oleadas de carcajadas, pero pronto cada uno de los varones estaba imitándolos. La única excepción fue Alien Severt, que se negó terminantemente, calificando al tejido como "cosa de afeminados", actitud que le valió ser discriminado.

Pero todos los demás estaban dispuestos y ansiosos de colaborar en todos sus planes. A Patricia Lommen se le ocurrió la idea de hacer una manta y todos accedieron, entusiastas, a traer retazos de tela de las casas.

Al mismo tiempo que los chicos veían cómo iba tomando forma, empezaron a trazarse planes para venderla por medio de una subasta, cuyo producto sería donado a la Cruz Roja. Como se difundió la noticia, el guardarropa empezó a llenarse de una abigarrada colección de donativos, entre los que figuraban varios cueros sin curtir de ratas almizcleras, aportados por Ray y Kristian. Libby Severt, que mostraba un talento prometedor para el arte, confeccionó dos grandes carteles anunciando el acontecimiento: uno de ellos lo colgaron en la iglesia, el otro en el Almacén de Ramos Generales de Álamo, que funcionaba también como Oficina de Correos. Un granjero de un ayuntamiento vecino ofreció una pianola, e incluso se ofreció a entregarla. Desde entonces hasta el día de la subasta, en la escuela sonaba constantemente la música.

Fue Nissa la que sugirió que hubiese también un baile, al tiempo que Frances, la del corazón tierno, que se había enterado por el periódico de una campaña de recolección de ropa para los refugiados, propuso con timidez que se sumaron a la campaña junto con las demás cosas.

El gran día fue bautizado como "Día de Guerra" y, a medida que se aproximaba, la excitación iba creciendo y los artículos para subastar desbordaban el salón principal de la escuela. Un subastador de Wildrose ofreció sus servicios, y el viejo Tveit llevó, cuando nadie lo esperaba, una carreta cargada de carbón para que fuera subastada. Al terminar la jornada, la escuela había reunido setecientos sesenta y ocho dólares para la noble causa.

Ese invierno, Theodore vio que Linnea florecía. Abordó el proyecto de guerra con su característico entusiasmo y lo llevó a cabo hasta el fin, sólo para iniciar otro: un libro de campaña para los soldados que estaban en ultramar. Fue un éxito tan grande como la subasta. Después del libro llegó la propuesta de hacer álbumes de recortes para los soldados que estaban en los hospitales europeos y la formación de una Liga Juvenil para vender bonos de libertad. Y, cuando el consejo escolar del Estado difundió el anuncio oficial de que se había eliminado la enseñanza del idioma alemán de los programas de estudio, un domingo Linnea se puso de pie en la iglesia y pidió que, de acuerdo con esa corriente fervorosa de americanización, las plegarias se dijeran en inglés y no en noruego. ¿Cómo podía alguien negarse a la petición de una mujer que, casi por su sola cuenta, había reunido tanto dinero en nombre de la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad?

Y, si aportaba un ferviente entusiasmo con sus habilidades organizativas, no menos aportó al matrimonio. Cumplió diecinueve años en febrero y le gustaba susurrarle a Theodore en el oído, cuando yacía sobre ella por las noches, que estaba aprendiendo más en su decimonoveno año de vida que en todos los demás. Y que era mucho, mucho más divertido.

Era una amante ardiente, desinhibida e insistía en "probar" cosas que ni Theodore había probado antes.

– ¿Cómo sabes eso? -le preguntó una noche, cuando ya habían apartado las mantas y la lámpara ardía como de costumbre.

– Me lo contó Clara.

– ¡Clara!

– ¡Shh!

Le tapó los labios y ahogó la risa.

Theodore bajó la voz y susurró:

– ¿Te refieres a mi hermana pequeña Clara?

– Por si no lo habías notado, tu pequeña hermana Clara es una mujer y ella y Trigg lo pasan de maravilla en la cama. Pero si alguna vez averiguara que te lo he dicho, me mataría.

– Hmm, tendré que recordar darle las gracias la próxima vez que la vea.

Linnea le asestó un buen puñetazo.

– ¡Teddy, no te atrevas!

Él la sujetó por las muñecas, la puso debajo de él y le mordió el labio inferior.

– Señora Westgaard, ¿quiere que hablemos toda la noche de ello o quiere probar?

Al instante, estaban intentándolo.

En otra ocasión, después de haber hecho el amor, Linnea tenía la cabeza apoyada en el hueco del hombro de Theodore recordando cómo solía imaginar cómo sería hacer el amor.

Riendo en sordina, admitió:

– Yo pensaba que tú me aplastarías como a un insecto si alguna vez hacíamos el amor.

Sintió bajo la oreja el retumbar de la risa.

– Ah, ¿así que solías pensar en eso?

– A veces.

– ¿Cuántas veces? Vamos… ¿cuántas?

– Oh, está bien. Muchas.

– ¿Cuándo?

– ¿Cómo que cuándo?

– Quiero decir cuánto tiempo antes de que nos casáramos.

– Ehh… por lo menos cuatro años.

– ¿Cuatro…? Bah, en aquel entonces ni siquiera me conocías.

– Sí, te conocía. Pero en aquella época te llamabas Lawrence.

– ¡Lawrence!

– Oh, acuéstate otra vez y no te enfades. Tenía que llamarte de algún modo puesto que todavía no sabía quién eras.

Un brazo fuerte la enlazó por el cuello, en una llave de cabeza.

– Muchacha, estás un poco loca, ¿lo sabes?

– Lo sé.