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– Chicos, podéis iros -les dijo a los otros en tono que distaba de ser sereno. Alien se apartó de la pared y la apartó con rudeza con el hombro, camino de la puerta-. Tú no. Alien. Quiero hablar contigo… ¡Alien vuelve aquí!

El muchacho se dio la vuelta al llegar al último escalón y la atravesó con una mirada venenosa.

– Haré que lo lamente, maestra -le aseguró, en voz lo bastante baja para que sólo lo oyese ella.

Luego se volvió y se alejo, sin mirar atrás.

Linnea se quedó mirándolo y sólo entonces advirtió que sentía las rodillas flojas. Se dejó caer en el banco del guardarropa, abrazándose el estómago, que le temblaba. "Ha vuelto a arrinconarte. ¿Qué piensas hacer, quedarte ahí sentada, temblando como un cachorro, o ir a su casa y decirles qué clase de demonio están criando?"

Fue a la casa de los Severt para decirles qué clase de demonio estaban criando. Por desgracia, Marlin no estaba en la casa a esa hora y la respuesta de su esposa fue:

– Hablaré con Alien al respecto.

Lo dijo con tono seco y condescendiente, con una ceja levantada y los labios apretados en una mueca de superioridad, mientras mantenía la puerta abierta para que Linnea saliera.

"Estoy segura de que hablarás con Alien", pensó, sabiendo que se esfumaba su única esperanza de que le calentasen las orejas de inmediato.

Volvió a la casa sintiéndose más frustrada que nunca y por completo impotente.

Dos días después, encontró al ratón muerto en una trampa.

Se lo contó a Theodore, y él quiso ir de inmediato a la casa de los Severt, para dar un par de golpes más en la cabeza del muchacho, pero Linnea le aseguró que podía manejarlo, y él, que si estaba segura, y ella que sí, y de todo ello salió algo bueno porque hicieron otra vez el amor como solían hacerlo y después Linnea le rogó que hablase con Kristian sobre el tema de ir a la guerra, pero esa vez sin ira. Theodore accedió a intentarlo.

El intento fracasó. Al día siguiente conversaron en el cobertizo, pero el temor de Theodore por la vida de su hijo se expresó otra vez, a través de la ira y la sesión terminó con los dos gritando y con Kristian yéndose por el camino sin decirle a nadie a dónde iba.

Fue a la casa de Patricia, pues, en los últimos tiempos, se sentía mejor con ella que con ninguna otra persona de las que conocía.

– Hola -le dijo cuando la chica le abrió la puerta.

– ¡Oh…hola!

Los ojos se le iluminaron y un sonrojo le embelleció el rostro.

– ¿Estás ocupada?

– No, estoy tejiendo. ¡Entra!

– ¿No podrías salir tú, más bien? Quiero decir, bueno… me gustaría hablar contigo. A solas, en algún sitio.

– Claro. Espera que me ponga el abrigo. ¿Ma? – gritó-, ¡salgo a pasear con Kristian!

Instantes después, apareció con un abrigo de lana castaña y una bufanda color herrumbre enrollada en la cabeza, con las puntas colgándole sobre los hombros. Los dos metieron las manos en los bolsillos, mientras se encaminaban hacia el sendero de la pradera, A los lados, la nieve ya estaba endurecida y exhibía profundas huellas. Los vientos del Noroeste tenían aliento cálido… pronto florecerían las margaritas en las zanjas. Los días se hacían más largos y el sol del final de la tarde les daba, libio, en los rostros.

Necesitaba hablar, pero no en ese momento. Lo que necesitaba en ese momento era caminar, sencillamente, junto a Patricia, dejando que los codos de los dos chocaran suavemente. La muchacha sacó la mano del bolsillo y Kristian la imitó. Los nudillos se rozaron una vez… y otra… y él la tomó de la mano. Patricia la estrechó con fuerza y lo miró con algo más que una sonrisa: una expresión de conciencia y de confianza que cada vez eran mayores. Por el lapso de dos pasos, inclinó la cabeza sobre el hombro de él y siguieron caminando sin pronunciar palabra,

Sólo habló cuando ya habían dado la vuelta:

– ¿No te sucede que, a veces, se te revuelve el estómago de sólo mirar siempre el mismo camino, los mismos campos?

– A veces.

– ¿Nunca pensaste en cómo será más allá de Dickinson?

– He estado más allá de Dickinson. Es parecido a como es acá.

– No, quiero decir bien lejos de Dickinson. Donde están las montañas. Y el océano. ¿No piensas en cómo serán?

– A veces. Pero, aunque los viese, estoy segura de que volvería aquí.

– ¿Cómo puedes estar segura?

– Porque tú estás aquí -respondió ella con candor, mirándolo.

Kristian se detuvo. Los ojos azules de la niña eran claros y seguros, la boca, grave. El echarpe rojizo se había caído, y el viento primaveral le agitaba el cabello. En su mano ancha, la de Patricia parecía frágil. Por un instante dudó de la prudencia de ir a la guerra.

– Patricia, yo…

Tragó con dificultad, y no supo cómo expresar lo que sentía.

– Lo sé -respondió la muchacha a lo no dicho-. Yo siento lo mismo.

Kristian se inclinó hacia ella y la besó. Patricia se alzó de puntillas y elevó la boca, apoyándole las manos contra el pecho. Aunque fue un beso casto, les llenó los corazones con la esencia del primer amor, mientras que alrededor de ellos la tierra se preparaba para la primavera, para la estación de la renovación explosiva.

En un momento dado reanudaron la marcha, de regreso al patio de ella, aunque todavía se resistían a separarse.

– ¿Quieres que vayamos al granero del maíz? -le propuso-podríamos desgranar un poco de maíz para las gallinas.

Mientras seguía a Patricia hacia el extremo más alejado de la granja, Kristian sonrió. Patricia tomó varias mazorcas, y Kristian la siguió a ese ámbito donde podían gozar de cierta intimidad. Dentro, el sol entraba oblicuo por las paredes apoyadas contra la empinada colina de duras mazorcas amarillas. En la base del montículo había una caja de madera tosca que llevaba adosado un descortezado manual y al lado había un asiento formado por un viejo bloque de cortar. Kristian se sentó, metió una mazorca en el descortezador y empezó a hacer girar la manivela. Patricia alisó los granos y se sentó sobre las mazorcas, con las piernas cruzadas, observando. En el granero hacía calor, protegido como estaba del viento, y el sol daba sobre el muro amarillo que tenían a sus espaldas. Se quitó el echarpe y desabotonó el abrigo. Kristian terminó con la primera mazorca y, en cuanto el centro desnudo cayó, la muchacha le entregó otra. El muchacho vio cómo giraba la mazorca y la muela giratoria iba arrancando los dientes; Patricia, a su vez, observaba cómo se flexionaban los hombros del joven mientras hacía girar la ancha rueda. Cuando la mazorca estaba a medio desgranar, soltó la manivela y giró para mirar a la muchacha. No habían ido al granero a desgranar maíz y los dos lo sabían.

– ¿Qué diría tu madre si supiera que estamos aquí?

– Es probable que lo sepa: pasamos delante de la casa.

– Ah.

Si bien deseaba que Patricia estuviese más cerca, lo inquietaba la idea de acercarse a ella, pensando que estaban en un almacén donde cualquiera podría verlos a través de las paredes enrejadas.

La vacilación que los dos sufrían pareció pesar entre ellos por un instante, hasta que Patricia lanzó una carcajada y recogió un trozo de barba de maíz, ya oscurecida.

– Quiero ver cómo estarías con bigote.

Las mazorcas rodaron cuando se movió para arrodillarse delante de él y le puso el manojo de barbas entre la nariz y los labios.

Como le hizo cosquillas, Kristian se apartó, frotándose la nariz con el dedo.

Patricia rió y lo atrajo hacia ella por la pechera de la chaqueta.

– Ven, no seas tan cosquilloso. Quiero verte.

Se sometió, dejando que sujetara las barbas en su lugar otra vez y lo observara atentamente.

– Bien, ¿qué aspecto tengo?

– Magnífico.

El sol trazaba franjas de luz y sombra sobre el rostro de la muchacha arrodillada entre las rodillas de Kristian, y el viento silbaba con suavidad a través de la pared de listones.