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¿Nieve? Linnea jamás había visto una nieve como esa. Los castigaba como si estuviese formada por miles de puños, envolviéndolos en un vacío incoloro, trayendo consigo un viento feroz que tiraba de las raíces del cabello y apretaba la ropa contra el cuerpo.

Dos niños gritaron al quedar repentinamente aislados de la vista de todo lo que los rodeaba. Linnea tropezó con un cuerpo tibio y lo hizo caer, provocando un grito de susto. ¡Dios querido, no podía ver a un metro y medio delante de sí! Ayudó al niño a ponerse de pie y tanteó, buscándole la mano.

– ¡Niños, tomaos de las manos! -gritó-. ¡Rápido! Aquí, Tony, sujétate de mi mano -ordenó al niño que estaba detrás de ella-. Colocaos todos detrás de mí, orientándose por la voz, y agarraos de la persona que tengáis más cerca. ¡Correremos todos juntos! -Tuvo la presencia de ánimo para pasar lista antes de avanzar-. Roseanne, ¿estás ahí? ¿Sonny? ¿Bent?

Pronunció los catorce nombres.

Todos dieron el presente, y luego siguieron por entre las filas de trigo, y los más pequeños, que iban descalzos, lloraban. Pasaron sólo unos minutos y ya no tenían el trigo para guiarse, y Linnea rogó para sus adentros que estuviesen yendo en la dirección correcta. En medio de ese torbellino blanco se perdía todo sentido de perspectiva, pero se mantuvieron aferrados unos a otros, en una fila un poco caótica de seres aterrados, y lucharon por atravesarlo. Estos copos de nieve no eran como los habituales a fines de la primavera, gordos y saturados, de esos que aterrizaban con una salpicadura y desaparecían de inmediato. Estos eran duros y secos como los de pleno invierno, acarreados por un espantoso frente de aire gélido.

No tuvieron ni idea de que estaban cerca de la escuela hasta que Norna se topó de cabeza con uno de los álamos que formaban la Linnea de protección. Rebotó contra el árbol y cayó sentada con fuerza, arrastrando a otros dos con ella.

– Vamos, Norna.

Ya estaba Raymond ahí para ayudarla a levantarse y seguir andando, mientras Linnea, Kristian, Patricia y Paul dirigían a los pequeños que quedaban, y cruzaban juntos el patio. Era increíble pensar que, hacía sólo unas horas, habían estado allí, despreocupados, rastrillando.

No tenía sentido intentar, siquiera, encontrar los zapatos que habían dejado sobre la hierba, pues ya estaban sepultados. El tembloroso grupo subió pesadamente los escalones, y los que iban descalzos lloraban porque se lastimaban los pies.

Una vez dentro se quedaron arracimados temblando, recuperando el aliento. Roseanne se dejó caer, gimiendo, para revisar el pie lastimado.

Linnea los contó, comprobó que estaban todos presentes, y de inmediato procedió a dar órdenes.

– Kristian, ¿estás en condiciones para hacer un viaje más afuera?

– Sí, señora.

– Ve a traer el carbón.

Antes de que terminase de decirlo, el muchacho ya iba hacia la carbonera.

– Raymond, tú ve a buscar agua.

Allá fue Raymond, pisándole los talones a Kristian, recogiendo el balde para el agua de paso,

– ¡Espera, Raymond! -le gritó. Se conocían casos de ventiscas como esa en que se habían perdido personas entre la casa y el cobertizo, cuando salían a cumplir las tareas vespertinas-. Kristian puede guiarse por el contorno del edificio, pero tú no. Súbete a la escalera y desata la cuerda de la campana.

– Sí, señora.

Sin vacilar, Raymond se dirigió hacia el guardarropa.

– Paúl, acompáñalo y sostén la punta de la cuerda mientras él llega hasta la bomba. Los que estéis descalzos, quitaos la ropa interior y secaos los pies. Chicas, compartid las enaguas con los varones. No os preocupéis si se ensucian: después, cuando volváis a vuestras casas, las madres podrán lavarlas. Ya sé que se os están congelando los pies, pero, en cuanto Kristian traiga el carbón, estaréis calientes como tostadas. ¿A quiénes les queda algo del almuerzo en las marmitas?

Seis manos se levantaron.

Una vocecilla chilló:

– Yo perdí la mía. Mamá va a darme una paliza.

– No, no lo hará, Roseanne. Te prometo que le explicaré que no fue culpa tuya.

Aun así, Roseanne rompió a gemir, y fue necesario consolarla para que se calmase. Encargó a Patricia y a Frances que se ocupasen de los más pequeños y, de paso, olvidasen sus propias aflicciones.

Kristian regresó y encendió el fuego. La maestra asignó a Alien y a Tony la tarea de quitar, cada tanto, la nieve de los peldaños para mantener despejada la puerta.

Cuando al fin todos estuvieron instalados lo más cómodamente posible, Linnea llamó aparte a Kristian.

– ¿Cuánto carbón tenemos?

– El suficiente, creo.

– ¿Crees?

Estaban en mitad de la primavera. ¿Cómo podían imaginar que se haría necesario preocuparse por el carbón, cuando ya había flores silvestres esparcidas por la pradera? ¿Cómo era posible que hiciera frío tan avanzado el año? ¿Y cuánto tiempo podía azotar la nevisca, teniendo en cuenta que faltaba tan poco tiempo para el Primero de Mayo?

Kristian le oprimió el brazo.

– No se preocupe. Esto no puede durar mucho.

Pero Linnea no podía quitarse de la cabeza el año 1888; fue hasta el escritorio, tomó de allí un libro y registró la primera anotación esperando -rogando- que nadie necesitara leerla: 27 de abril de 1918, 3:40 de la tarde. Atrapados en una nevisca cuando regresábamos de la cañada, donde habíamos ido a buscar un renuevo para el Día del Árbol y hacer nuestro almuerzo al aire libre. El día comenzó con temperaturas de alrededor de 21 grados, tan cálidas que por la mañana los niños hicieron la limpieza del patio descalzos.

De repente, la mano que escribía se detuvo y alzó bruscamente la cabeza.

¡Theodore y John!

Clavó la vista en las ventanas, que parecían haber sido pintadas de blanco, y escuchó el viento que aullaba por la chimenea de la estufa y sacudía las tejas.

Con el corazón en la garganta, echó una mirada a Kristian. Estaba acuclillado cerca de la estufa con los otros niños, y todos hablaban en voz baja. Se puso de pie, sintiendo el miedo por primera vez desde que la tormenta se abatiera sobre ellos. Se acercó a la ventana, tocó el alféizar y contempló la furia blanca que azotaba los cristales. Ya había acumulaciones triangulares en los rincones, pero más allá todo era un misterio impenetrable. Procurando mantener un tono sereno, se dio la vuelta.

– Discúlpame, Kristian. ¿Podrías acercarte un momento?

El chico miró sobre el hombro, se levantó y atravesó el salón en dirección a ella.

– ¿Sí, señora?

Linnea trató de dar a su voz un tono despreocupado.

– Kristian, cuando todavía estábamos limpiando el patio, ¿viste pasar a tu padre y a John, de regreso del pueblo a la casa?

Kristian miró por la ventana, y luego otra vez a la mujer. Con gestos lentos, sacó las manos de los bolsillos traseros y la preocupación se acentuó en sus facciones.

– No.

El tono de Linnea pareció aún más despreocupado.

– Bueno, es probable que todavía estén en el pueblo, tal vez en la herrería, cómodos y abrigados, junto a la forja.

– Sí… -respondió Kristian, ausente, mirando otra vez a la ventana-. Sí, claro.

Con esfuerzo, Linnea dejó pasar cinco minutos después de que Kristian se reintegrara al grupo, y entonces se acercó al borde del círculo.

– Raymond, ¿podrías subir otra vez a la torre, por favor, y atar nuevamente la cuerda a la campana? Se me ocurre que, en semejante día, no debemos ser los únicos atrapados por la nevisca. Sería conveniente tañer la campana a intervalos regulares.

Era terriblemente difícil mantener la voz firme y el rostro plácido.

– Pero ¿para qué vamos a hacer eso? -preguntó Roseanne, inocente.

Linnea apoyó la mano sobre el cabello castaño de la niña, miró la cara vuelta hacia arriba y vio que esos enormes ojos castaños eran demasiado jóvenes para entender el alcance del peligro.