Nissa se apretó las rodillas sentada en la dura silla de la cocina. La desteñida falda le colgaba entre los muslos como una hamaca. Daba la impresión de que le hacía mucha falta un buen suspiro, pero habló con mucha severidad.
– Bueno, creo que será mejor que alivie un poco a esas vacas.
– La ayudaré -se ofreció Linnea.
– No creo. Ordeñar las vacas es más pesado de lo que parece.
– Bueno, al menos me gustaría intentarlo.
– Como quieras.
Nissa se puso el abrigo sin dar el más remoto indicio de autocompasión. Su actitud parecía decir: "Si hay algo para hacer, hay que hacerlo." Linnea sentía una gran segundad manteniéndose junto a la empecinada y decidida mujer.
Embutidas en las batas de trabajo de Theodore y de Kristian, que les quedaban inmensas, se abrieron paso entre la nieve hacia el establo. Tal como había dicho Nissa, ordeñar era más pesado de lo que parecía y Linnea era un fracaso total en ello. Por eso, mientras la suegra ordeñaba, ella se ocupó de despejar de nieve con la pala un camino entre el cobertizo y la casa. Cargaron juntas los baldes coronados de espuma, lavaron los tazones de sopa de los niños y luego se enfrentaron a la angustiosa responsabilidad de esperar con las manos ociosas.
Nissa buscó ocupación. Encontró una madeja nueva de lana y se sentó en la mecedora de la cocina a ovillarla. La mecedora crujía cada vez que se movía. Afuera, el cielo se veía del color del ala de un estornino. Salieron las estrellas y una luna delgada como la hoja de una cimitarra. No corría ni una brisa, como si las pasadas veintiocho horas no hubiesen sucedido jamás.
La mecedora seguía crujiendo.
Linnea intentó tejer, pero sus manos carecían de la firmeza necesaria para hacer bien los puntos. Contempló a la mujer de la mecedora: las manos surcadas de venas azules bajo la piel translúcida trabajaban de manera automática, enrollando la lana azul oscuro. Era del mismo color que la gorra que le había tejido a Teddy para Navidad. ¿Estaría pensando en la gorra, guardada con naftalina junto con otras prendas de lana de Theodore y de John?
– Nissa.
La anciana la miró sobre las gafas, meciéndose, ovillando.
– Quiero que sepa que voy a tener un hijo de Teddy.
Las dos sabían por qué se lo decía en ese momento: si Teddy no lo lograba, su hijo lo haría. Pero Nissa se limitó a replicar:
– Entonces no tendrías que haber apaleado toda esa nieve.
En ese momento. Roseannc apareció en la entrada de la cocina, frotándose los ojos y el estómago.
– Abuela, me duele el eztómago. Creo que comí demaziada zopa.
La lana azul perdió toda importancia.
– Ven, Rosie, ven con la abuela.
La soñolienta chiquilla se cobijó en los brazos abiertos de la anciana y se dejó abrazar en el tibio y mullido regazo, acurrucándose bajo la blanda barbilla. Los viejos huesos de la mecedora crujieron quedamente en la cocina.
– Abuela, hablame de cuando eras niña, allá en Noruega.
Durante varios minutos, sólo habló la silla. Luego, Nissa empezó a evocar la historia que, sin duda, había sido relatada infinidad de veces a lo largo de los años, en términos que, por momentos, eran extraños a los oídos de Linnea.
– Mi padre era colono, un hombre fuerte, con manos tan encallecidas como cascos. Vivíamos en un pequeño y hermoso claro. Nuestra casa y el establo de las vacas estaban unidos bajo un tejado de turba verde y, a veces, en primavera, las violetas florecían ahí mismo, sobre el…
– Lo sé, abuela -la interrumpió Rosie-. En el tejado mismo,
– Así es. -Nissa continuó-: Habrá quienes lo considerarían poca cosa, pero tenía un suelo firme que siempre estaba limpio, y mamá me hacía salir a recoger ramas verdes de enebro para esparcir encima después de haber barrido. Y junto a nuestra puerta principal había un Fiordo… -Nissa miró a la nieta-. Recuerdas lo que es un fiordo, ¿verdad?
– Un lago.
– Correcto, es un lago y, al fondo, estaban las montañas moradas.
Subiendo una colina hacia los bosques y las marismas estaba la aldea de Lindegaard. A veces, papá nos llevaba allí y nos vestíamos con telas oscuras, hechas en casa y los hombres usaban sombreros de terciopelo y allá íbamos, a Whitsunlíde por ejemplo, cuando las malezas apenas se teñían de verde claro y los campos desnudos olían a estiércol y lo más oscura que se ponía la noche era azul claro. Por eso, a Noruega se la llama- Nissa esperó.
– La tierra del zol de medianoche -completó Roseanne.
– Otra vez, correcto. Había alisos, abedules y brezos… siempre brezos.
Roseanne alzó la vista y apoyó una mano en el cuello de la abuela.
– Cuéntame la vez que el abuelo te llevó brezos.
– Ah, esa vez- -La anciana lanzó una risa gutural-. Bueno, eso fue cuando yo tenía quince años. Tu abuelo recogió un ramo tan grande que una chica no podía abarcarlo con los dos brazos. Me lo llevó en la caja de un carro de dos ruedas, tirado por un pony todo negro.
– ¡Recuerdo el nombre del pony! -intervino la niña, ansiosa.
– ¿Cómo era? Nissa la miró a través de las gafas ovaladas.
– Elze.
– Así es, Else. Nunca olvidaré cuando vi a tu abuelo conduciendo a esa pequeña yegua, llegando a visitarme. Por supuesto, tuvo que sentarse y conversar con mi familia largo rato. Y mamá sirvió crema agria espesa con galletas dulces horneadas y con azúcar encima, como si para lo único que hubiese ido a casa fuese a comer un postre.
Con aire melancólico, apoyó la barbilla en la cabeza de la nieta, mientras la niña retorcía un botón del vestido de la abuela,
– Era pescador, como su padre. Y la pesca había fracasado cuatro años seguidos allá en Lofotons, y se hablaba de Norteamérica. A veces, cuando por las noches iba a visitarme, nos sentábamos junto a la puerta del jardín y hablábamos de ello, pero, caramba, nunca soñamos que vendríamos.
Oh, esas veladas eran bellas. Había dos gallos negros que gritaban desde los cerezos que estaban en flor y cuando se ponía el sol tras las montañas coronadas de nieve, las ventanas de la cabaña ardían como si estuviesen incendiándose. -Nissa se mecía con suavidad, con expresión nostálgica-. Hacia el Norte, los bosques daban a un turbal y, en primavera, el aire se llenaba con el olor de los fuegos de turba y de granos de café tostados, y siempre se sentía el olor del mar.
– Hablame de la piedra de afilar, abuela.
Níssa pasó de un ensueño a otro.
– Había una piedra de afilar en el fondo del establo, donde mi padre afilaba…
– Lo sé, abuela -la interrumpió otra vez la niña, echando la cabeza atrás para ver el rostro que se inclinaba sobre ella-. Donde tu papá afilaba laz herramientaz y hazía un ruido que parecían zien abejaz: jbz, bz, bz!
Nissa sonrió, indulgente, estrechó más en sus brazos a Roseanne y prosiguió:
– Y tenía un perro de Laponia que…
Esperó, sabiendo que eso era lo que correspondía.
– Ze llamaba King -completó Roseanne-. Y tuvizte que dejar al viejo King cuando te cazazte con el abuelo y vinizte a Norteamérica en el barco.
– Así fue, pequeña.
El tratamiento cariñoso encendió una llama en el corazón de Linnea, pues así era como la llamaba Theodore a veces, y ahora sabía de dónde lo había sacado.
Sonny y Norna se descolgaron de sus nidos y rodearon a la anciana, que sacó fuerzas de las caras adormiladas. Aparecieron uno por uno, como atraídos por una llamada que nadie podía adivinar, de manera similar a como aparecieron los caballos cuando los campos los necesitaban, saliendo de sus camas acogedoras para reunirse a los pies de la abuela, que recurrió al pasado en procura de consuelo. Rodearon la silla, algunos sentándose sobre los brazos de madera, otros arrodillados, apoyando las mejillas en los muslos. Los dedos de Nissa jugueteaban con cabellos sedosos. Contemplándolos, escuchando, Linnea sintió que se le formaba un nudo en la garganta. Como nunca hasta entonces, comprendió los porqué de ta familia, de una generación que sucedía a otra, la carne a la came, el futuro al pasado.