– Teddy, John…
– Lo sé -dijo con voz amortiguada contra el pecho de la mujer-. Lo sé.
Lo sacudió una convulsión, y luego sus manos aferraron el suéter de Linnea y la atrajo con fuerza hacia él, mientras ella acunaba su cabeza, con los labios posados en su cabello. No hallaba palabras que decirle, y no lo intentó. Lo dejó inhalar su cuerpo tibio y vivo, aferrarse a él, extraer fuerzas de él, hasta que pasó lo peor. Cuando, al fin, Theodore habló, lo hizo por los dos:
– Si es un varón, lo llamaremos como él.
Una vida por otra… en cierto modo, encontraron consuelo en esa idea.
24
El funeral de John se celebró el Primero de Mayo, con una temperatura que alcanzó la insólita marca de veintiséis grados. No quedaban rastros de la nevisca que había asolado el campo, a no ser por el ataúd del hombre que había perdido la vida por causa de ella. Los lirios silvestres y los ranúnculos florecían como en una especie de euforia. En el cementerio que estaba junto a la pequeña iglesia rural, entre las lápidas, se veía multitud de flores primaverales.
En cambio, qué triste la escena junto a la sepultura. En un día como ese, cuando los niños debían estar recogiendo esas flores para los cestos de primavera, estaban rodeados por ellas formando un torcido flanco, cantando un himno de despedida con sus claras voces, dirigidos por la maestra, que tenía los ojos arrasados de lágrimas. Junto a ellos estaba la familia, rodeándolos, con los codos tocándose.
Cuando acabó la canción, Linnea reasumió su lugar junto a Theodore, que todavía estaba demasiado agotado para estar de pie durante toda la ceremonia y, por eso, estaba sentado en una silla de madera. La silla, con sus patas ahusadas hundidas en la hierba primaveral, parecía fuera de lugar. Era de esas a las que solían subirse los pequeños cuando aprendían a caminar, o que los hombres equilibraban sobre dos patas mientras decidían qué carta jugar, o que se veían con una chaqueta de trabajo colgada con descuido sobre el respaldo. Verla junto a la tumba arrancó nuevas lágrimas de los ojos de Linnea.
Pero no se trataba de la silla. Era Theodore el que la hacía llorar, sentado allí tan débil y macilento, formal en su duelo, sin cruzar las piernas en los tobillos ni en las rodillas. La brisa suave le ondulaba los pantalones y le apartaba el cabello de la frente. Todavía no había derramado una lágrima, aunque Linnea sabía que su dolor era mucho mayor que el de ella. Pero lo único que podía hacer era permanecer a su lado y oprimirle el hombro.
Y ahi estaba Nissa, escuchando al reverendo Severt hacer el elogio del hijo, hasta que al fin se quebró y se volvió hacia el ancho pecho de Lars en busca de apoyo, hasta que una segunda silla de cocina apareció desde algún sitio y la hicieron sentarse.
Los semblantes de los hermanos de John parecían vacíos; sin duda cada uno revivía recuerdos privados de ese hombre tierno y discreto al que habían protegido durante toda la vida.
El elogio fúnebre se prolongaba. A Linnea le extrañó que no reflejara ninguna de las cosas importantes: John removiendo los pies, tímido, mientras se asomaba por la puerta del guardarropa con el árbol de Navidad escondido a la espalda; John, ruboroso y titubeante, invitando a bailar a la maestra; John, guiñándole el ojo a su compañera antes de jugar el naipe ganador; John, plantando campanillas azules junto a su molino; John diciendo:
– Teddy nunca se enfada conmigo, ni cuando soy lento. Y soy bastante lento.
Oh, cuánto lo echarían de menos. Cuánto lo echarían todos de menos…
La ceremonia terminó cuando Ulmer, Lars, Trigg y Kristian bajaron el ataúd a la sepultura. Cuando cayó una palada simbólica de tierra sobre él, Nissa sufrió un ataque de llanto, repitiendo acongojada:
– Oh, hijo mío… hijo mío.
Theodore, en cambio, siguió sentado como hasta entonces, como si John se hubiese llevado consigo una parte de su vida.
En las horas que siguieron al servicio, mientras los dolientes se reunían en la casa para compartir la comida, Theodore habló poco y tenía aspecto de agotamiento. Cuando la casa, al fin, se vació y el silencio se hizo demasiado denso, Nissa se sentó ante la mesa de la cocina, tamborileando distraída sobre el hule. Kristian fue a pasear con Patricia y Raymond. Linnea colgó los trapos de cocina en la cuerda y volvió a la casa silenciosa.
Nissa tenía la vista fija en el cielo del atardecer, en los arbustos en flor, en el molino que giraba suavemente. Linnea se detuvo tras la silla de su suegra y se inclinó para darle un suave beso en el cuello. Olía a Jabón de lejía y a sales de lavanda.
– ¿Quiere que le traiga algo?
Nissa salió de su abstracción.
– No… no, hija. Creo que he tenido casi todo lo que un cuerpo tiene derecho a esperar.
Las lágrimas volvieron a manar. Linnea cerró los ojos, se echó hacia atrás y contuvo el aliento. Nissa suspiró, enderezó los hombros y preguntó:
– ¿Dónde está Teddy?
– Creo que se ha metido en el cobertizo para estar un rato solo.
– ¿Crees que estará bien ahí afuera?
– Si eso la preocupa, iré a ver.
– Todavía está muy débil. Hoy no lo vi comer demasiado.
– ¿Estará usted bien si la dejo sola unos minutos?
Nissa lanzó una carcajada seca.
– Uno empieza solo y termina solo. ¿Por qué será que la gente cree que, entre tanto, uno necesita compañía?
– Está bien. No tardaré mucho.
Sabía dónde lo hallaría: seguramente sentado en la silla, agobiado, lustrando ameses que no necesitaban lustre alguno, Pero cuando se asomó a la puerta de la talabartería, lo vio con las manos ociosas. Sentado en la vieja silla, de cara a la puerta, tenía la cabeza apoyada en el borde de la mesa de herramientas con los ojos cerrados. Sobre el regazo, lavándose el pecho, estaba Rainbow, la gata de John, y las manos de Theodore se posaban inertes sobre su lomo. A primera vista parecía dormido, pero Linnea vio que sus dedos se movían sobre la piel suave, y que las lágrimas manaban de las comisuras de los ojos. Lloraba tal como se había despertado, de manera apacible, discreta, dejando que las lágrimas rodasen por su rostro sin molestarse en enjugarlas.
Hasta entonces, Linnea nunca lo había visto llorar, y era un espectáculo devastador.
– Theodore -dijo con ternura-, tu madre estaba preocupada por ti.
Abrió los ojos, pero no levantó la cabeza.
– Dile que quiero estar solo, nada más.
– ¿Estás bien?
– Estoy bien.
Lo observó tratando de contener el temblor de los labios, el escozor en los ojos. Pero lo veía tan abatido y solitario…
– ¿Rainbow vino por su cuenta?
Con esfuerzo. Theodore alzó la cabeza lo suficiente para ver cómosus dedos manoseaban la piel del animal, con una expresión tan desolada y despojada de vida, que a Linnea se le desgarró el alma.
– No. Kristian fue a buscarla. Supuso que estaría en el umbral de la casa de John maullando, pidiendo comida… hasta que…
No pudo terminar. De repente, su cara se contrajo en surcos de dolor. Un solo sollozo áspero sonó en el ambiente y, dejando caer la cabeza, se tapó los ojos con una mano. Rainbow se sobresaltó y se bajó, y Linnea corrió para acuclillarse ante él, tocándole las rodillas.
– Oh, Teddy -se desesperó-, no sabes cuánto necesitaba estar contigo en este momento. Por favor, no me dejes fuera.
Al mismo tiempo que un sollozo estrangulado escapaba de la garganta de Theodore, sus brazos se abrían para estrechar a su esposa. Y allí se quedó Linnea, en el abrazo, sobre el regazo de su marido, estrechándolo con fuerza, sintiendo los sollozos desgarrados que exhalaba contra su pecho. Así abrazados, se mecieron. Con la boca apoyada en el vestido de ella, pronunció su nombre, mientras ella lo apretaba contra sí, consolándolo, consolándose.
Cuando el llanto se agotó, quedaron flojos, vacíos, pero se sintieron mejor e infinitamente más cercanos. Se oyó un paso en la parte exterior del cobertizo y Teddy se enderezó pero Linnea se quedó donde estaba, rodeándole el cuello con los brazos.