– ¿Estás bien? -le preguntó Teddy, volviéndose hacia ella.
Asintió, temblorosa.
– Sí.
Le abrió los brazos y Linnea se refugió en ellos como un hijo con su madre.
– Me alegro mucho de que estés aquí -susurró contra su pecho.
La camisa de Theodore estaba manchada bajo los brazos y olía a sudor y a caballos, pero nunca lo había amado tanto ni estaba tan agradecida por su apoyo.
– Esta vez vamos a clavar a ese pequeño canalla -prometió con la boca pegada a su pelo. Pocas veces usaba términos duros y jamás delante de Kristian y, al oírlo, Linnea comprendió el grado que alcanzaba su preocupación-. He traído la carreta -añadió-, pues me imaginé que necesitarías que te lleve a la casa de Dahí.
Linnea alzó la vista y le sonrió con ternura:
– Si acepto, ¿me tendrás por una flor de invernadero?
Entonces, Theodore hizo algo que jamás había hecho hasta ese momento: la besó en los labios delante de todos.
Raymond y Kristian se negaron a que los dejaran al margen de la discusión del tema y, además, insistieron en contar la historia tal como la habían visto. Tenían edad suficiente para participar y no se moverían hasta que les aseguraran que Alien Severt recibiría su merecido.
Llevó lo que quedaba del día y antes de anochecer ya se había llegado a un resultado. Alien Seven quedó oficialmente expulsado de la escuela y no se le permitiría asistir a la ceremonia de graduación. En la siguiente reunión del consejo escolar se decidiría si iba a permitírsele asistir al año próximo.
Los chicos rieron al saber que, si a Alien se le permitía volver, sin duda estaría no sólo mucho más sumiso sino también más delgado porque el primer puñetazo de Kristian le había roto la mandíbula y tendrían que cosérsela con alambre durante seis semanas.
La ceremonia de graduación se realizó en el patio de la escuela la noche del último viernes de mayo. Dolientes palomas arrullaban sus tiernas vísperas. El sol pasaba, oblicuo, entre las hojas de los álamos y moteaba la escena de gris y oro. El olor de la tierra fecunda se elevaba desde los campos vecinos, donde el trigo brotaba como la primera barba de un joven.
Los padres llegaron en carretas, llevando otra vez las sillas de cocina, que instalaron sobre la hierba pisoteada del jardín de la escuela en pulcras filas. Los chicos de cuatro y cinco años correteaban entre los primeros bancos, imaginando que eran tan mayores como sus hermanos.
Kristian pronunció el discurso de los que se graduaban, con la debida gravedad. Habló de la guerra en Europa, y de la responsabilidad de la nueva generación en la búsqueda y aseguramiento de la paz para toda la humanidad. Cuando acabó Linnea, con los ojos velados, dirigió a los niños que cantaron "América, la Bella".
El inspector Dahí pronunció un ampuloso discurso y, al terminar, sorprendió a Linnea declarando que ella había ejercido un liderazgo superlativo, que hizo innovaciones dignas de tener en cuenta y que su conducta personal fue ejemplar. Y siguió diciendo que, tanto había sido así, que el Consejo de Educación del Estado le había pedido, en nombre de ellos, que le concediera un premio por haber sido la primera en todo el Estado en organizar una clase oficial de "Tareas domésticas" en una escuela de esas dimensiones; además, por su habilidad para organizar los esfuerzos de guerra, por mantener la cabeza fría durante la nevisca y su previsión en haber tenido raciones de emergencia preparadas de antemano. El señor Dahí agregó, con una sonrisa maliciosa:
– Pese a lo que opinen algunos de los niños con respecto a las pasas de uvas como raciones de emergencia. -Una oteada de risas atravesó al publico y el inspector continuó, entusiasta-: Y por último, aunque no por ello menos importante, el Consejo Estatal de Educación felicita a la señora Westgaard por haber logrado lo que ningún otro maestro había hecho hasta ahora. Persuadió a los padres de los alumnos de esta escuela de extender el año escolar a nueve meses completos, tanto para niñas como para varones de todas las edades.
Linnea se sonrojó, pero trató de ocultarlo cuando se levantó para ocupar el estrado. Contemplando los rostros familiares, evocando las recompensas y las penas de los últimos nueve meses, sintió que se le hacía un nudo en la garganta. No había muchos, entre los presentes, de los que no pudiese decir que los amaba. También eran pocos los que no devolvían ese amor.
– Mis queridos amigos -comenzó, haciendo una pausa para mirar los rostros iluminados por el sol-. ¿Por dónde empezar? Les agradeció ese año de maravillosas experiencias, su apoyo, su amistad. Les dio las gracias por abrirle sus casas y sus corazones y por entregarle a uno de ellos para que fuese suyo. Anunció que, si bien volvería con gusto al otoño siguiente para enseñar otro año más, se quedaría en la casa para tener a su hijo. Si no terminaba la guerra, en el otoño podría trabajar junto con el nuevo maestro y organizar una subasta, en la época de la cosecha.
Por último, con un nudo en la garganta, les pidió que orasen todos por la paz mundial y les dijo que al día siguiente Kristian partiría para Jefferson Barracks, en Missouri, como voluntario del ejército.
Les dio las gracias por última vez, con lágrimas en los ojos y devolvió el programa al inspector Dahí para que entregase los certificados de grado y los diplomas de octavo grado.
Después, sirvieron sidra de manzanas y bizcochos y Linnea recibió abrazos de casi todos los padres presentes y todos sus alumnos le dijeron que ojalá volviera al año siguiente. Cuando llevaron los bancos de nuevo adentro y los apilaron contra las paredes laterales, ya atardecía.
Kristian se había ido con Patricia, pero Nissa y Theodore la aguardaban en la carreta.
De pie en la entrada del guardarropa, mirando el salón a oscuras con los pupitres contra las paredes, la bandera envuelta en papel, la pizarra limpia y el tubo de la estufa limpio, Linnea tuvo la impresión de que dejaba ahí una pequeña parte de su corazón. Ah el olor de ese salón… Jamás lo olvidaría. Un poco polvoriento, un poco mohoso… como cabezas sudadas y tal vez un toque del aroma a calabaza de la sopa del viernes.
– ¿Lista? -le preguntó Theodore desde atrás.
– Creo que sí.
Pero no se volvió y los hombros descendieron un poco.
El hombre se los oprimió y la estrechó contra su pecho.
– Los echarás de menos, ¿eh?
Asintió, triste.
– Crecí mucho aquí.
– Yo también.
– Oh Teddy…
Buscó la mano de su esposo y se la llevó a los labios. El crepúsculo cayó sobre los hombros de los dos. Afuera esperaban los caballos, que ahora eran Nelly y FIy. Dentro, llegaron flotando desde el pasado las voces del recuerdo: las de los niños, la de John, la de Kristian, las de los peones, las de ellos mismos.
– Dentro de seis años, uno de los nuestros estará acudiendo aquí -reflexionó Theodore-. Y podremos hablarle de cuando su madre era la maestra.
Linnea le sonrió por encima del hombro y se puso de puntillas para besarlo.
Theodore le apoyó las manos en la cintura.
– Sé cuánto te gustaría volver… y me parece bien. Porque sé que también quieres a nuestro niño.
– Oh, te amo, Theodore Westgaard.
Entrelazó los dedos en la nuca del esposo.
– Yo también te amo, pequeña señorita. -Le besó la punta de la nariz-. Y mamá está esperando.
Tras una última mirada, cerraron las puertas y fueron del brazo hasta la carreta.
Era una noche sin viento. La Osa Mayor derramaba su luz en el cielo septentrional y la luna en cuarto creciente iluminaba el mundo como una llama azul. Habían llegado los primeros grillos, que aserraban disonantes desde las sombras y se callaban por un instante cuando pasaba un caballo para luego reanudar sus chirridos.
Clippa andaba sin prisa por un retazo herboso entre dos trigales, con la cabeza gacha, balanceando la grupa. Sobre su cuero desnudo y tibio Kristian sujetaba las riendas flojamente entre los dedos y Patricia apretaba la mejilla en su espalda y se abrazaba a su cintura con las manos. Asi, sin rumbo, andaban desde hacia una hora, remisos a afrontar la despedida final.