– Lo sé.
– Y no podemos hacer nada.
– Podemos seguir pasándole la esponja húmeda y dándole quinina. Puede ser que, durante la noche, todo cambie y mejore.
Pero los dos sospechaban que no era más que una expresión de deseos. La gripe hacía presa, primero, de los más viejos, los más débiles y los más jóvenes. Y de los que enfermaban, pocos sobrevivían.
Theodore fijó la vista en las manos unidas y frotó la de Linnea con el pulgar.
– Ojalá pudiera sacarte de aquí para que estuvieses a salvo.
– Estoy bien. No he tenido ni un estornudo.
– Pero, el niño…
– El niño también está bien. No tienes que preocuparte por nosotros.
– Has tenido una larga jornada. Quiero que descanses.
– Pero tú también.
– Yo no soy el que está embarazado. ¿Me harás caso?
– Los platos…
– Déjalos. Veo que estás a punto de caerte de la silla. Ven, vamos.
La tomó de la mano, la llevó al dormitorio de los dos, destapó la cama, la hizo sentar en el borde y se arrodilló para quitarle los zapatos. La ternura y la consideración de su esposo le encogieron el corazón y cuando bajó la vista y la posó sobre su coronilla, le pareció que casi no podía contener todo el amor y la preocupación por él. Había sufrido la pérdida de un hermano al que amaba, su hijo estaba luchando en la guerra, ¿también tenía que ver morir a su madre?
Tras quitarle el segundo zapato, Theodore le sostuvo el pie y lo acarició, al tiempo que alzaba la vista hacía ella.
– Linnea, con respecto a Isabelle…
Con un tierno gesto, lo hizo callar.
– No importa. Me comporté como una estúpida infantil y celosa, pero ya tienes bastante de qué preocuparte sin eso.
– Pero yo…
– Después hablaremos de ello… cuando Nissa se mejore.
La arropó con amor, acomodando las mantas bajo la barbilla y luego sentándose al lado, en el borde de la cama. Colocando las manos a ambos lados de la cabeza, se inclinó sobre ella observándole el rostro como si buscara allí la fuerza que necesitaba.
– Tengo tantas ganas de besarte…
Pero mientras hubiese gripe en la casa no podía. Sólo podía mirarla y lamentar la pasada semana de idiotez que los había alejado, que lo había impulsado a hacer tonterías para herirla, sabiendo que era la persona que menos quería herir en el mundo.
– Lo sé. Yo también tengo ganas de besarte.
– Te quiero mucho.
– Yo también te quiero y es muy bueno tenerte otra vez en nuestra cama.
Le sonrió, deseando poder meterse a su lado, acurrucarse apretadamente tras ella con la mano ahuecada sobre el hijo. Pero en la habitación contigua estaba su madre y ya hacía demasiado tiempo que estaba sin atención.
– Ahora, duerme.
– Despiértame si hay algún cambio.
Theodore asintió, apoyó la mano ea el vientre de su esposa, apagó la lámpara y salió.
Los pulmones de Nissa se llenaron de fluido y murió al tercer día.
Antes de que la carreta de la funeraria pudiese ir a buscar el cadáver, se cumplieron los peores miedos de Linnea: Teddy cayó abatido por el temido virus. Se quedó sola para atenderlo, sufrir, preocuparse, encerrada en la casa sin nadie con quien turnarse para velar junto al lecho ni consolarla en su pena. Ya agotada por los tres días de escaso sueño y aplastada por la desesperación, estaba casi exhausta cuando sonó un fuerte golpe en la puerta y se oyó la voz de Isabelle Lawler.
– ¡Señora Westgaard, voy a entrar!
Linnea gritó:
– No puede, estamos en cuarentena.
La puerta se abrió de golpe y entró la pelirroja.
– No tiene la menor importancia para una búfalo dura como yo. Ahora usted necesita ayuda y yo soy la que va a dársela. Por Dios, hija, tiene un aspecto que parece que el enterrador fuese a llevársela a usted también. ¿Ha dormido? ¿Ha comido?
– Yo…
La atrevida mujer no le dio tiempo a responder.
– Siéntese aquí. ¿Cómo está Ted?
– El… la respiración todavía no es muy difícil.
– Bien. Puedo hacerle tragar la quinina tan bien como usted, pero usted tiene que cuidar de ese pequeño y si permito que algo le pase a él o a usted, me temo que perdería mi trabajo de cocinera aquí en los años venideros, así que abra paso, mocosa.
Mientras hablaba, Isabelle se había quitado la pesada chaqueta masculina y Linnea se levantó como para recibirla.
– ¡He dicho que se siente! Necesita meterse una buena comida en el estómago y yo soy la persona justa para lograr que llegue ahí. Soy la mejor condenada cocinera de este lado de las Black Hilis, así que no me replique, hermana. Usted dígame lo que hay que hacerle a él, con qué frecuencia y si lo que la preocupa es que lo vea en cueros, bueno, ya lo he visto así y usted lo sabe, de modo que no voy a ruborizarme como una escolar ni a taparme los ojos. Y si cree que tengo intenciones con respecto a su hombre, bueno, también puede sacárselo de la cabeza. Lo que hubo entre nosotros terminó. Ya no tiene ningún interés en una grandota vocinglera y atrevida como yo, así que, ¿dónde está la quinina y qué le gustaría comer?
Así fue cómo la audaz Isabelle se atrincheró hasta que terminó el conflicto.
Para Linnea fue como una bendición del cielo. La trató como una madre, la consintió con permanente brusquedad y se turno para cuidar a Theodore con la misma rudeza. Era la mujer más atrevida que hubiese conocido, pero su misma franqueza la hacía reír a Linnea y le daba ánimos.
Isabelle circulaba por la casa como un huracán, con el rojizo cabello erizado y la voz masculina retumbante aun cuando susurraba. Linnea estaba profundamente agradecida de tenerla ahí. Era como si forzara al destino a aceptar sus ganas de vivir y a transferir una buena porción de ellas, invirtiéndolas en la curación de Theodore.
Cuando empeoró, las dos mujeres velaron juntas al lado de la cama y, por extraño que fuese, Linnea se sintió completamente cómoda, aun sabiendo que, a su modo, Isabelle amaba a Theodore. El enfermo respiraba con dificultad y la fiebre le hacía brillar la piel.
– Este maldito no va a morirse -afirmó Isabelle-, porque no se lo permitiré. Tiene que cuidaros a ti y al pequeño y no dejaré que rehuya su deber.
– Ojalá tuviese la misma certeza.
Otra mujer hubiese estirado una mano para consolarla, pero no Isabelle. Su mentón adquirió un ángulo más obstinado aún.
– Un hombre que está tan feliz con su hijo por nacer y su nueva esposa, tiene muchas razones para luchar.
– ¿Él, él le dijo que estaba feliz?
– Me dijo todo. Me contó vuestra pelea, por qué estabas durmiendo en la habitación de arriba. Estaba acongojado.
Linnea posó la vista en su regazo.
– No pensé que te contaría todo.
Isabelle separó las rodillas y apoyó las manos en ellas.
– Ted y yo siempre pudimos conversar.
Linnea no supo qué decir. Ya no pudo seguir albergando celos.
Con la vista posada en Theodore, en esa pose masculina, Isabelle prosiguió:
– Lo que Ted y yo hicimos juntos no es nada que deba preocuparte. Todavía eres joven y tienes mucho que aprender sobre las necesidades humanas. Sencillamente, tienen que ser satisfechas. Caramba, él nunca me amó… esa palabra no surgió ni una sola vez. -Se respaldó, sacó del bolsillo los útiles para armar cigarrillos y empezó a fiar uno-. Pero es un buen hombre, un maldito buen hombre. No creas que no lo se… o sea, una mujer como yo… vamos… -Dejó que las palabras se perdieran y lanzó un resoplido despectivo, contemplando el cigarrillo mientras sellaba la abertura y lo alisó. Sacó cerillas del bolsillo del delantal, lo encendió con un chasquido de la uña del pulgar y lanzó una nube de humo fragante a la habitación.
Se respaldó, apoyó los pies cruzados sobre el borde del colchón y sopló en silencio, entrecerrando los ojos para protegerlos del humo. Después de un rato, dijo- Eres una mujer muy afortunada, maldita sea.