Era Kristian… el considerado y cariñoso Kristian.
– No mucho.
– ¿Puedo hacer algo por usted?
– Me temo que ya lo hizo el estofado de corazón.
– ¿Está realmente descompuesta?
Hizo una inspiración profunda.
– Bastante.
Mirando la puerta cerrada, Kristian no pudo menos que sonreír.
– La abuela dice que si se siente muy mal puede tomar un poco de extracto de peperina.
– Gr…Gracias, Kristian.
– Bueno, buenas noches.
– Buenas noches.
Esa noche, tendido en la cama, Theodore no pudo contener la sonrisa al recordar la cara de Linnea cuando se enteró de lo que estaba comiendo. Esas ocasiones en que parecía más joven era cuando más lo atraía: cuando hacía arcadas ante comidas que no conocía, cuando se quedaba mirando un agujero hecho en el hielo con el echarpe atado bajo la barbilla, cuando estaba con ese vestido a media pierna con los brazos cruzados tras la espalda, cuando se sujetaba el cabello con una ancha cinta y lo dejaba suelto sobre el cuello alto. Y, claro, cuando su mirada cruzaba la cocina a media luz y lo miraba con esos inocentes ojos azules que se negaban a admitir las razones obvias por las que los dos debían combatir la atracción mutua.
Desde aquella noche, no hubo más oportunidades de estar solo con ella. Gracias al cielo. Pero, a la hora de dormir, cuando estaba acostado de espaldas contemplando el lecho, imaginaba el cuarto de la planta alta. A veces se permitía imaginar cómo sería si ella tuviese treinta, o incluso veinticinco. Pero esos pensamientos lo hacían desdichado, y terminaba tendiéndose boca abajo, ocultando los gemidos en la almohada y deseando que el sueño librase su mente de deseos prohibidos.
Los pensamientos de Linnea eran bastante diferentes. A medida que pasaban los días, la diferencia de edad le importaba cada vez menos. La madurez de Theodore lo hacía más deseable a sus ojos. El cuerpo ya entrado en carnes, mejorado por años de trabajo arduo, le resultaba mucho más atractivo que los cuerpos esbeltos de los hombres más jóvenes. Las pocas arrugas que le rodeaban los ojos le daban carácter a su rostro atractivo. Y ella sabía hacerlo reír de modo que desaparecieran. Aunque no supiese leer, conocía cosas que importaban más que las palabras escritas: sabía de caballos y cosechas, del clima y las máquinas, y de miles de cosas relacionadas con la vida de la granja y que le parecían fascinantes. Las pocas veces que compartía con él esas cosas, aumentaba su deseo de aprender cosas con él.
Lo imaginó durmiendo en la planta baja y recordó la noche en que la besara. Cerró los ojos y dejó que los sentimientos invadiesen su cuerpo joven y vibrante. Besar la almohada ya no le bastaba como sustituto del beso real, y estaba dispuesta y decidida a obtener más de eso.
Una noche, a mediados de noviembre, la familia Westgaard en pleno se congregó en la casa de Theodore para una partida de naipes improvisada.
En poco tiempo la casa estaba atestada de parientes. Los adultos dispusieron varias mesas en la cocina, mientras que los más pequeños se cobijaron en los cuartos de Kristian y de Nissa y en el vestíbulo de entrada. Los niños reían, jugaban con muñecas de papel u organizaban sus propias partidas de naipes, y Linnea fue invitada a unirse a los adultos en el juego de la "mancha".
En ese juego se anunciaban las apuestas al comienzo de cada mano. Los participantes ocupaban puntos designados: alto, bajo, jick, figura, comodín y el total de puntos de la partida. Linnea quedó como compañera de John, y se sentó enfrente de él en una mesa de cuatro, con Lars a la derecha y Clara a la izquierda.
Cuando se repartieron las cartas, preguntó:
– ¿Qué es un jick?
– Una figura izquierda -respondió John, levantando sus cartas-. ¿Nunca ha jugado?
– Oh, sí, pero nunca tuvimos un naipe llamado "jick".
– Lo contrario de la figura, del mismo color que los triunfos -explicó.
Linnea lo miró parpadeando, sorprendida. Al comenzar el juego, comprobó que, si John era lento para muchas cosas, no lo era para los naipes. Juntos formaron un equipo imbatible. En poco tiempo, ella y John se convirtieron en la sensación, pues ganaron casi todas las manos. La primera partida la ganaron con facilidad y, a medida que avanzaba la velada, confirmaron su calidad de ganadores.
Entre partidas, Ulmer pasaba pequeños vasos de un líquido transparente y ponía uno junto al codo de Linnea, igual que hacía con todos los demás. La muchacha probó un sorbo, jadeó y se abanicó la boca.
– Aquavit -le informó John, sonriendo por encima de las cartas.
– ¿Ah… ah… aquavit? -alcanzó a decir, conteniendo el aliento-. ¿Qué tiene?
– Oh, un poco de patatas, un poco de semillas de alcaravea. Es bastante inofensivo, ¿no es cierto, Lars?
Linnea sorprendió la sonrisa picara que pasó entre los hermanos.
John alzó el vaso, bebió el poderoso licor noruego de un trago y cerró con fuerza la boca unos diez segundos, antes de volver a respirar. Linnea se quedó mirándolo, a ver si se le saltaba la tapa de los sesos. En cambio, cuando al fin abrió los ojos, sonrió satisfecho y asintió.
A medida que transcurría la noche, los vasos volvían a ser llenados y, si bien Linnea bebió mucho menos que los hombres, su ánimo se ablandó en la misma proporción que todos los presentes. No supo cuándo su talante pasó de complaciente a tonto y luego a fanfarrón. Al parecer, marchaba al mismo ritmo que la aceleración del entusiasmo provocado por el juego. Ululaban y gritaban y se levantaban de un salto con las grandes jugadas. A menudo, se jugaba un naipe con un puñetazo sobre la mesa que la hacía levantarse del suelo. A continuación, todos rugían de risa o maldecían con buen humor.
A sus espaldas, Linnea oyó vociferar a Trigg:
– ¡Maldito seas, Teddy, ya me parecía que debías de tener alguna figura escondida en alguna parte!
Linnea miró sobre el hombro y vio que Theodore dibujaba una sonrisa como una luna creciente, con el rostro arrebatado por el licor y un mechón de pelo colgándole sobre la frente.
Theodore la sorprendió cuando jugaba otra carta ganadora y le dirigió un gran guiño mientras recogía sus naipes.
Linnea se volvió de nuevo hacia su compañero, pero lo hizo demasiado rápido y el cuarto pareció ladearse un poco. Volvió a circular la botella con la etiqueta donde se leía linje akrvitt. A esas alturas, la muchacha supo que estaba agradablemente ebria ¡y dos tercios de sus alumnos eran testigos! Dejó de beber, pero el daño ya estaba hecho. Lanzaba risillas a menudo y tenía la impresión de ver todo a través de una niebla dorada.
Aun así, ella y John seguían ganando. Al final de una mano, Lars se respaldó en la silla, sobre dos patas, y le gritó a Nissa:
– ¡Eh, ma, aquí nos vendría bien un poco de estofado de corazón!
Linnea alzó la cabeza con brusquedad… al menos eso creyó, aunque todo pareció moverse con suma lentitud.
Sin alzar la vista, siquiera, Nissa gritó:
– ¿Por qué, Lars? ¿Necesitas librarte de alguien?
Era evidente que todos estaban enterados de cómo había huido de la mesa durante la cena, con la cara verdosa, y se preguntó quién lo habría divulgado. Miró a Theodore y vio que sonreía con los labios apretados.
– Muy bien, ¿quién es el chismoso?
– John -acusó Theodore, señalando al hermano con el dedo.
– Theodore-dijo John, también señalando.
Todos empezaron a reír entre dientes y, de pronto, el episodio del estofado también resultó divertido para Linnea. Rió y rió, mientras toda la cocina estallaba en carcajadas.
Hacía años que no se reía tanto. Estos Westgaard, cuando se soltaban, realmente sabían cómo divertirse. Se sintió parte de la gran familia bulliciosa como si llevase el mismo apellido.
A mitad de la velada, todos se estiraron, respondieron al llamado de la naturaleza y luego volvieron, organizando nuevas mesas.
– ¿Qué dice, Estofado de Corazón? ¿Me acepta?