– Inténtalo y ya verás qué es lo que quedará mal -le advirtió Theodore, retrocediendo.
– No es más que nieve limpia. -Dio otro bocado y avanzó sin prisa-. Ten, prueba.
Theodore echó la cabeza atrás y la agarró por las muñecas.
– Linnea, vas a lamentarlo.
– ¿Ah, sí? Muerde… ten… muérdelo, toma un bo… -Empezaron a forcejear, riéndose, mientras Linnea intentaba aplastarle la nieve en la cara-. Vamos, Teddy, buena nieve limpia de Dakota del Norrrte.
Imitó el acento noruego que a veces se colaba en el habla de Theodore.
– ¡Basta, chiquilla sinvergüenza!
Esa vez, casi lo atrapó, pero él era muy rápido y mucho más fuerte.
– No me digas chiquilla sinvergüenza, Theodore Westgaard. ¡Tengo casi diecinueve años!
Mientras seguían forcejeando en un combate mano a mano, Theodore reía sin freno.
– Oh, cómo es eso… se marcha por dos semanas y vuelve un año mayor.
Linnea rechinó los dientes y rezongó:
– ¡Voy a atraparte, Theodore!
El se limitó a reír, y entonces la muchacha le enganchó la bota con un tacón, dio un fuerte empujón y lo hizo caerse de espaldas sobre la nieve. Ahí se quedó sentado, con expresión atónita, hundido hasta las costillas y los codos mientras ella se tapaba la boca y se retorcía de risa. Theodore metió la mano y palpó dentro de la manga: la nieve había quedado apretada contra el forro. Dio una sacudida lenta y fuerte, sin dejar de atravesarla con una mirada feroz. Levantó la otra mano, se quitó la mano de la muñeca y se puso de pie con deliberada lentitud. Linnea empezó a retroceder.
– ¡Theodore, no te atrevas… Theodore…!
El se sacudió la ropa y avanzó, componiendo una mueca malvada.
– Ahora ruega, después de que ha buscado el castigo. ¿Qué pasa, señorita Brandonberg, la asusta un poco de buena nieve limpia de Dakota del Norrrte? -se burló.
– Theodore, si lo haces, yo… yo…
Sin inmutarse, siguió avanzando.
– ¿Tú qué?
– ¡Se lo diré a tu madre!
– ¡Decírselo a mi madre! ¡Ja, ja!
Se acercó con paso firme.
– ¡Bueno, lo haré!
– Sí, hazlo. Me gustaría saber lo que diría mi madre.
Se abalanzó de repente, la atrapó por las muñecas y trató de hacerla caer hacia atrás, pero Linnea chilló y se debatió. La empujó con más fuerza y ella agitó los brazos, forcejeando, riéndose.
– ¡No quería, te lo juro!
– ¡Ja, ja!
Dio un paso más y la muchacha se le agarró de la chaqueta para no tropezar, pero ya era demasiado tarde. Cayó hacia atrás, arrastrándolo con ella sobre la nieve mullida y aterrizaron en un embrollo de brazos, piernas, faldas, Theodore extendido sobre ella como una especie de manta humana.
El cayó de lado, con una pierna cruzada sobre las rodillas de ella y los dos riendo a carcajadas sin poder parar.
Acabó tan repentinamente como había empezado. El mundo se tornó silencioso. El peso de la pierna del hombre sobre las de la mujer aumentó. Pareció iniciarse un pulso que provenía de la tierra misma, a través de la nieve y penetraba en sus cuerpos.
Theodore se incorporó sobre un codo y la miró. Las miradas se intensificaron.
– Linnea -exhaló, con una voz extraña, estrangulada.
Tenía nieve en la parte de atrás del cuello y en los hombros. Línea lo vio por un fugaz instante, ya sin la gorra azul con el rostro enmarcado en ese cielo de peltre, el aliento que salía con trabajo por los labios abiertos. Luego su boca se apoderó de la de ella y su peso la hundió más en la nieve. Las lenguas se encontraron, se acoplaron, cálidas contra los labios fríos y él se tendió a todo lo largo de ella, que lo atrajo con brazos ansiosos.
Cuando levantó la cabeza, los corazones de los dos se habían vuelto locos, erráticos, y supieron de la impaciencia por recuperar el tiempo perdido.
– Te he echado de menos… Oh, Teddy.
La besó de nuevo, sujetándole la cabeza con las manos enfundadas en los guantes, y sintió como si estuviese pasando otra vez la manada, haciendo temblar la tierra. El beso acabó tan a desgana como el primero.
– Yo también te he echado de menos.
– Yo me esforzaba por pensar que estaba en mi casa, pero ya no me parecía mi casa porque lo único que quería era volver aquí, a ti.
– Como no podía soportarlo, pasaba la mayor parte del tiempo en la talabartería.
Del cuello de la chaqueta cayó un poco de nieve sobre la mejilla de la muchacha y ella cerró los ojos y abrió los labios, mientras él la lamía. La boca se deslizó otra vez hacia la suya, adueñándose de ella con un fervor que revivió los cuerpos de los dos.
Sin muchas ganas, Theodore se apartó y se tendió de espaldas.
– Hasta creí que no volverías -confesó él.
– Tonto.
Sin su peso sobre sí, se sintió rechazada y rodó para acomodarse sobre el pecho del hombre.
Le besó un ojo y dejó los labios ahí, respirándolo, oliéndolo… cuero, lana, nieve.
– ¿Fue de veras lo que dijiste en la estación?
– Oh, Dios. Linnea.
La apretó con fuerza, cerrando los ojos, preguntándose qué hacer.
Ella se apartó para verle el rostro.
– Lo d…dijiste en serio, ¿no?
Su temor inundó el corazón de Theodore con una nueva oleada de amor.
– Sí, lo dije en serio. Pero no está bien.
– Claro que está bien. ¿Cómo puede estar mal el amor?
Tomándola de los brazos, la hizo levantarse y se sentaron cadera con cadera. Theodore deseó volver a ser joven y precipitarse a la vida con el mismo arrojo que ella. Pero no lo era y tenía que usar el sentido común que la muchacha aún no había desarrollado.
– Linnea, escúchame. Te dije que no sabía qué hacer y…
– Bueno, yo sí. He pensado mucho en ello y hay sólo una cosa que hacer. Tenemos que…
– ¡No! -Se levantó de un salto y se volvió-. No empieces a formarte ideas. No resultará.
En un instante. Linnea estaba de pie, junto a él, insistiendo:
– ¿Por qué no?
Theodore recogió el sombrero de la nieve y lo sacudió contra el muslo.
– Linnea, por el amor de Dios, usa la cabeza.
Lo hizo volverse agarrándolo del brazo.
– ¿La cabeza? -Lo miró a los ojos, obligándolo a mirarla, también-. ¿Por qué la cabeza? ¿Por qué no el corazón?
– ¿Has pensado en lo que dirá la gente?
– Si. Exactamente lo que me dijo mi madre esta mañana: que eres demasiado mayor para mí.
– Tiene razón.
Se encasquetó la gorra y se negó a mirarla a los ojos.
– Theodore. -Le oprimió el brazo-. ¿Qué tienen que ver los años con lo que sentimos? Son sólo… números. Supón que no fuésemos capaces de medir los años y no pudieses decir que tienes dieciséis años más que yo.
Señor del cielo, cuánto la amaba. ¿Por qué tenía que ser tan joven?
La sujetó por los brazos con las manos enguantadas y la obligó a atender razones.
– ¿Qué dices con respecto a los hijos, Linnea?
– ¿Hijos?
– Sí, hijos. ¿Los deseas?
– Sí, tus hijos.
– Yo ya he tenido uno y tiene diecisiete años. Casi tantos como tú.
– Pero, Teddy, sólo tienes treint…
– ¿Y qué me dices de Kristian? Está enamorado de ti, ¿lo sabías?
– Sí.
Theodore esperaba que lo negase, pero, como no lo hizo, se quedó confundido.
– ¿Acaso no te das cuenta del embrollo que podría generarse?
– No sé por qué. Le he dejado muy en claro, de todas las formas posibles, que soy su maestra y nada más. Soy el primer enamoramiento que tiene y lo superará.
– Linnea, él me lo dijo. Lo que quiero decir es que acudió directamente a mí y me dijo lo que sentía por ti aquel día que fuimos juntos a buscar carbón. ¡Por primera vez me confió sus sentimientos! Imagínate cómo se sentiría si ahora le dijese que voy a casarme contigo.