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Hércules Poirot y la escritora Ariadne Oliver se sumergen en una historia acaecida doce años atrás, un caso de doble muerte que en su día fue archivado como suicidio pactado. Las cosas que pasaron por alto a quienes tuvieron alguna relación con los sucesos, los recuerdos dispersos de unos y otros llevarán a los dos investigadores al conocimiento de la verdad.

Agatha Christie

Los elefantes pueden recordar

Hercules Poirot - 39

ePUB v1.1

Ronstad 08.01.13

Título originaclass="underline"

Elephants Can Remember

Agatha Christie, 1972.

Traducción: Ramón Margalef Llambrich.

Editor originaclass="underline" Ronstad (v1.1)

ePub base v2.1

Guía del Lector

En un orden alfabético convencional relacionamos a continuación los principales personajes que intervienen en esta obra:

BURTON-COX, Sra., madre adoptiva de Desmond.

BURTON-COX, Desmond, hijo adoptivo de la anterior y novio de Celia Ravenscroft.

GARROWAY, superintendente de la policía, en situación de retirado.

MADDY (mademoiselle Rouselle), institutriz en casa de la familia Ravenscroft.

OLIVER, Ariadne, famosa autora de novelas policíacas.

POIROT, Hércules, detective.

PRESTON-GREY, Dorothea, y PRESTON-GREY, Margaret, hermanas gemelas.

RAVENSCROFT, Celia, hija del general Ravenscroft y Margaret Preston-Grey.

RAVENSCROFT, general, esposo de Margaret Preston-Grey y padre de Celia.

ZÉLIE (mademoiselle Meauhourat), institutriz y dama de compañía en casa de los Ravenscroft.

Capítulo I

UN ÁGAPE LITERARIO

La señora Oliver se contempló en el espejo. Luego, miró de soslayo el reloj que había sobre la repisa de la chimenea. Vagamente, recordó que marcaba la hora con unos veinte minutos de retraso. Seguidamente, tornó a la tarea que tenía entre manos, el estudio de su peinado.

Lo peor de la señora Oliver era que cambiaba a cada paso de estilo de peinado. Ella reconocía esta debilidad suya. Los había probado todos, por riguroso turno. Al severo estilo «pompadour» de cierto momento había seguido otro basado en el desorden, como trazado por una fugaz ráfaga de viento, que daba lugar a una expresión del rostro más bien intelectual (bueno, ella esperaba que resultase intelectual, al menos). A los rizos geométricos había seguido el artístico desarreglo. Al final, tuvo que admitir que aquel día su peinado era lo menos importante, un detalle accesorio, puesto que iba a usar lo que en raras ocasiones usaba: un sombrero.

En la parte superior del guardarropa de la señora Oliver había cuatro sombreros. Uno de ellos, concretamente, estaba destinado a las bodas. Para asistir a una boda hay que llevar un sombrero especial, ya que no todos sirven con vistas a tales acontecimientos. La señora Oliver, precavida, tenía en realidad dos de esta clase. Uno de ellos, guardado en una caja redonda, era de plumas. Se ajustaba perfectamente a su cabeza, resultando muy útil cuando, por ejemplo, al salir de un coche para pasar al interior del templo (o de un edificio oficial, como venía ocurriendo ahora, con frecuencia) caía algún pequeño e inesperado chubasco.

El otro sombrero era más complicado. Estaba destinado a las bodas que se celebraban los sábados por la tarde, en el verano. Tenía flores, encajes y una amarilla y corta redecilla.

Los otros dos sombreros del guardarropa eran de aplicación más generalizada. Uno de ellos era el denominado por la señora Oliver su «sombrero de casa de campo». Estaba hecho de fieltro y se acomodaba a muchos vestidos, contando con un amplio borde inferior que podía abatirse o levantarse.

La señora Oliver tenía un jersey grueso, de abrigo, y otro fino, para los días simplemente cálidos. Ambas prendas, por su color, se acomodaban al tocado. Sin embargo, aunque los jerseys eran frecuentemente usados por ella, el sombrero, prácticamente, quedaba siempre en el guardarropa, ya que, en verdad, ¿qué objeto tenía ponerse un sombrero para ir al campo, donde todo lo que tendría que hacer sería comer con unos amigos?

El cuarto sombrero era el más caro de los cuatro, reuniendo extraordinarias y duraderas ventajas. La señora Oliver pensaba a veces que por eso le había costado bastante. Consistía en una especie de turbante, de varias capas de terciopelos que contrastaban entre sí por sus matices, haciendo que el sombrero fuese bien con todos los vestidos.

La señora Oliver se detuvo, dudosa, llamando en su auxilio a María.

—¡María! —dijo, levantando la voz—. ¡María! Ven acá un momento.

Acudió María en su ayuda. La mujer estaba acostumbrada a aconsejar a la señora Oliver en lo tocante a sus atuendos.

—Va usted a llevar ese bonito y elegante sombrero, ¿verdad? —inquirió María.

—Sí —confirmó la señora Oliver—. Yo quisiera saber, sin embargo, si queda mejor colocado así o de la otra manera.

María dio un paso atrás, estudiando el sombrero.

—Yo creo que se lo ha colocado al revés —aventuró María.

—Sí, ya lo sé. Lo sé perfectamente, pero no sé por qué me he figurado que queda mejor así.

—¿Por qué había de quedarle mejor?

—Es que así se ven los terciopelos azules y negros, que son preciosos. De la otra manera, lo que se ve en seguida son los tonos verdes, rojo y chocolate, menos bonitos.

La señora Oliver se quitó en este momento el sombrero, cambiándolo de posición sobre su cabeza, fijando una intermedia.

—No, no —dijo María—. Así no le va bien a su rostro. Creo que no le iría bien a ninguna mujer.

—Me parece que, en fin de cuentas, me lo pondré como siempre lo he llevado, derecho.

—Pues sí, es más seguro —corroboró María.

La señora Oliver se quitó el sombrero. María la ayudó a ponerse un bien cortado vestido de lana de color castaño. Seguidamente procedieron entre las dos a ajustar el sombrero.

—Está usted muy elegante —manifestó María.

Esto era lo que a la señora Oliver le agradaba más de ella. Cuando se le daba un leve pretexto, María tenía siempre esa salida.

—¿Va usted a pronunciar algún discurso después del almuerzo?

—¡Un discurso! —la señora Oliver pareció sentirse horrorizada—. No, desde luego que no. Tú sabes que yo no hago nunca discursos.

—Bueno, yo creí que eso era lo obligado en las comidas literarias. A la de ahora van a asistir escritoras famosas, ¿no?

—Yo no tengo por qué pronunciar ningún discurso —afirmó la señora Oliver—. De eso se encargarán algunas personas que gustan de tal actividad y que además sabrán quedar en mejor lugar que una…

—Estoy convencida de que si usted quisiera podría pronunciar un bonito discurso —aseguró María, queriendo tentarla.

—Ni hablar. Sé muy bien de lo que soy capaz. Conozco mis limitaciones, María. Jamás podré pronunciar un discurso. Creo que me pondría nerviosa, que tartamudearía, que diría muchas veces lo mismo. Causaría una mala impresión en mis oyentes. Lo de escribir es algo distinto. Paso incluso por lo de dictar palabras, frases. Me arreglo bien con el lenguaje, siempre y cuando no me empeñe en componer un discurso.

—Bien, señora Oliver. Estoy segura de que todo saldrá a su gusto. No obstante, si usted quisiera… Va a ser una comida importante, ¿verdad?

—Sí —repuso la señora Oliver, deprimida—. Muy importante.

«¿Por qué habré aceptado yo esta invitación?», se preguntó a continuación. A ella le agradaba conocer sus motivaciones con anterioridad a los hechos en lugar de obrar y preguntarse después la razón de sus actos.

María había regresado apresuradamente a la cocina. Había dejado algo en el fuego minutos antes.