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—Sí, claro. Lo sé. Efectivamente, ha transcurrido mucho tiempo desde nuestro último encuentro.

—¿No podríamos vernos? ¿Te sería posible venir por mi casa? ¿Quieres comer conmigo un día?

—Verá usted… Es difícil eso para mí, dado el sitio en que estoy trabajando. Podría visitarla esta noche, si le parece. Las siete y media o las ocho es una buena hora. Estoy citada más tarde con una persona y…

—Pues si vienes esta noche yo me daré por satisfecha —contestó la señora Oliver.

—Entonces, de acuerdo.

—Te daré mis señas, ¿eh?

La señora Oliver se las dio a conocer.

—Muy bien. Sé dónde queda su casa.

La señora Oliver hizo una anotación en el bloc del teléfono, levantando la vista para mirar enojada a la señorita Livingstone, que acababa de aparecer allí, portadora de un gran álbum.

—¿Es esto lo que usted necesita, señora Oliver?

—No. No es posible… Lo que tiene usted en las manos es un libro de recetas de cocina por fichas.

—¡Oh!

—Es igual. Les echaré un vistazo —manifestó la señora Oliver, haciéndose cargo del volumen, muy decidida—. Lo que puede hacer ahora es seguir buscando… Mire en el armario de la lencería. Ese que está junto al cuarto de baño. Registre el estante superior, donde se encuentran las toallas de baño. Muchas veces he guardado papeles y libros allí. Espere un momento. Voy a subir yo, para registrar el estante personalmente.

Diez minutos más tarde, la señora Oliver repasaba las páginas de un álbum. La señorita Livingstone, llegada a la última fase de su martirio, se había quedado plantada junto a la puerta. Incapaz de continuar sufriendo la visión de aquel rostro angustiado, la señora Oliver le dijo:

—Está bien. Mire ahora en el aparador del comedor. A ver si hay allí más libros de direcciones. Que sean antiguos. Me interesan los que cuentan diez años o más. Tras esto, seguramente no necesitaré ya nada más.

La señorita Livingstone se fue. La señora Oliver suspiró. Nada más sentarse en el sofá, empezó a repasar su diario.

«No sé quién de las dos se queda más satisfecha. ¿Ella al irse? ¿Yo, al perderla de vista? Ésta va a ser una noche movida, decididamente. Primero, por la visita de Celia, y luego…»

La señora Oliver interrumpió sus reflexiones para coger una agenda en la que hizo algunas anotaciones, a base de fechas, direcciones y nombres. Consultó el bloc del teléfono y después llamó a Hércules Poirot.

—¿Es usted, monsieur Poirot?

—Yo soy, madame.

—¿Ha hecho usted algo?

—¿Qué si he hecho algo? ¿A qué se refiere?

—Me refiero al asunto de que le hablé ayer.

—Sí, claro. He puesto las cosas en marcha. He dispuesto lo necesario para que sean llevadas a cabo algunas averiguaciones.

—Pero no ha formulado ninguna conclusión todavía —señaló la señora Oliver, un tanto desdeñosa.

—¿Y usted qué ha logrado, chére Madame?

—Yo he estado muy ocupada.

—¡Ah! ¿Qué ha estado haciendo entonces?

—Reuniendo elefantes…, si es que esto puede significar algo para usted.

—Creo entenderla perfectamente.

—Resulta curioso esto de mirar hacia el pasado —explicó la señora Oliver—. Se queda una sorprendida al comprobar la cantidad de personas que una recuerda cuando se repasa una lista de nombres. ¡Dios mío! ¡Y cuántas tonterías escriben algunos en los diarios personales! No sé qué era lo que perseguía yo cuando a mis dieciséis, diecisiete, e incluso treinta años, coleccionaba autógrafos. Mi diario contiene una cita poética para cada día del año. Algunos de estos versos son terriblemente cursis.

—¿Sigue animada con su proyecto de indagación?

—Vacilo, a decir verdad —confesó la señora Oliver—. Pero estoy actuando ya. He hablado por teléfono con mi ahijada…

—¿Y qué? ¿Va usted a ir a verla? —inquirió Hércules Poirot.

—Vendrá a verme ella. Esta noche, entre las siete y las ocho, según me ha dicho. No sé si cumplirá su palabra. La gente joven es muy voluble.

—¿Le agradó que la llamara usted por teléfono?

—No sé qué decirle… —declaró la señora Oliver—. Me parece que no experimentó ninguna gran alegría. Me habló en un tono muy decidido y más bien seco. Ahora acabo de recordar que han sido seis años los que han transcurrido desde nuestro último encuentro. Por entonces, la consideré una chica inquietante.

—¿Inquietante? ¿En qué sentido?

—Es una joven más activa que pasiva, más dotada para poner sobre ascuas a los demás que para aguantar sus ataques.

—Eso no tiene nada de malo. Es lo mejor que puede pasar.

—¿Usted cree?

—Generalmente, cuando una persona se enfrenta con otra sin deseos de agradar, se complace en poner de relieve su actitud, facilitando invariablemente más información que si se comportara amistosamente, intentando suscitar simpatías.

—Tiene usted razón. Lo habitual en estas situaciones es que no le salga a una nada a derechas, quedando nuestras palabras desvirtuadas por las interpretaciones apasionadas del interlocutor o interlocutora de turno. No sé cómo será Celia… La Celia que yo recuerdo mejor es la que conocí a sus cinco años. Por aquellas fechas cuidaba de ella una institutriz y no era raro que en sus ratos de mal humor tirara a la pobre sus libros.

—¿La institutriz a la niña o ésta a aquélla?

—¡La niña a la institutriz, desde luego! —exclamó la señora Oliver.

Ésta colgó por fin, acomodándose en el sofá. Entonces, se aplicó pacientemente a la tarea de examinar sus agendas y libros de direcciones. De vez en cuando, murmuraba algún nombre.

—Mariana Josephine Pontarher… Por supuesto, sí… He estado años sin acordarme de ella… Yo creí que había muerto. Anna Braceby… Sí, sí, vivía en el extranjero… ¿Dónde parará ahora?

La señora Oliver acabó por quedarse enfrascada, absorta en su labor. Por este motivo, experimentó una gran sorpresa al oír sonar el timbre de la puerta. Levantóse inmediatamente, con objeto de abrirla ella misma.

Capítulo IV

CELIA

Una joven de elevada estatura se encontraba ante la puerta. Por un momento, la señora Oliver experimentó un pequeño sobresalto. Así pues, aquella muchacha era Celia… La impresión de vitalidad que producía era muy fuerte. No era frecuente tropezar con personas como ella.

La señora Oliver pensó en seguida que la joven podía ser difícil, agresiva, quizás, peligrosa, incluso. Era, tal vez, una de esas personas que se reconocen con una misión concreta en la vida, que son dadas a la violencia, que necesitan ser paladines de una causa u otra. Era, desde luego, una joven interesante. Muy interesante.

—Entra, Celia, hija —dijo la señora Oliver—. ¡Cuánto tiempo llevamos sin vernos! La última vez que hablamos, que yo recuerde, fue en una boda. Tú formabas parte de la corte de honor de la novia, ¿no? Creo recordar el vestido que llevabas, hasta tu peinado…

—Fue en la boda de Martha Leghorn, ¿no? Las damas de honor lucíamos unos vestidos horribles. Nunca me he visto más fachosa que aquel día.

—Sí. Tienes razón, quizá. Pero tú tenías mejor aspecto que tus amigas.

—Bueno, es usted muy amable, señora Oliver.

Ésta indicó a la visitante una silla, señalando un par de botellas.

—¿Quieres una copita de jerez? ¿Prefieres otra cosa?

—Prefiero el jerez, sí.

—Bien. Ya estás aquí. Supongo que te habrá causado extrañeza mi llamada telefónica.

—No, no. ¿Por qué?

—Creo que no soy una madrina muy consciente de mis deberes, ¿eh?

—Ya no soy una niña. Con los años caducan en buena parte las obligaciones de los padrinos.

—Sí, es cierto, pero de vez en cuando una piensa que se debe hacer algo siempre por los ahijados. Éstos pueden andar necesitados de ayuda en cualquier etapa de la vida. Yo tengo la impresión de no haber cumplido bien mis obligaciones. Me parece, por ejemplo, que no asistí a la ceremonia de tu confirmación.