Выбрать главу

—Lo recuerdo. Y ahora le agradezco francamente su delicadeza.

—A lo largo de la vida —dijo Ya señora Oliver— es frecuente tropezar con hechos curiosos de los que han sido protagonistas amigos y conocidos. Tratándose de los primeros, más o menos tarde se tiene alguna idea sobre la causa del incidente producido. Pero cuando se ha estado separada de ellos durante largo tiempo se está completamente a oscuras y nunca hay nadie a mano con quien explayarse para satisfacer una legítima curiosidad.

—Usted fue siempre muy atenta conmigo —manifestó Celia—. Siempre me obsequió con bonitos presentes. Y recuerdo que el más bonito de todos fue el que me envió el día en que cumplí los veintiún años.

—A esa edad rara es la chica que no necesita disponer de un poco de dinero extra —indicó la señora Oliver—. Se quieren comprar muchas cosas a la vez, se abrigan no pocos proyectos…

—Es verdad. Yo siempre la tuve por una persona muy comprensiva, señora Oliver —dijo ahora la joven—. Usted no era como otros, que se pasan la vida haciendo preguntas, que desean saberlo todo. Usted no me preguntaba nunca nada. Me llevaba a los espectáculos o me regalaba golosinas, hablándome con toda naturalidad, sin intentar sonsacarme nada. Sé lo que vale esto. He conocido ya a demasiadas personas entrometidas.

—Sí. Tarde o temprano, descubrimos con frecuencia que quienes nos abordan desean algo de nosotros —contestó la señora Oliver—. Pese a todo, pese a saber lo que pasa normalmente, lo sucedido en el marco de la comida literaria de que te he hablado me sorprendió terriblemente. La señora Burton-Cox era una persona completamente desconocida para mí. Nada la autorizaba a hacerme tan extraordinaria pregunta. No acierto a comprender para qué necesitaba la información solicitada. ¿Qué tiene que ver ella con el caso? A menos que…

—A menos que relacionara la cosa con mi eventual casamiento con Desmond. Desmond es su hijo.

—Es posible. Aun así, continúo sin comprender…

—La señora Burton-Cox se mete en todo. Es una mujer odiosa, en efecto, como usted ha dicho.

—Pero me imagino que Desmond no es así.

—No, no. Yo quiero mucho a Desmond y él me corresponde. Su madre, en cambio, me disgusta.

—¿Está muy apegado él a su madre?

—No lo sé, realmente —declaró Celia—. Es posible que sí. No en balde es su hijo. De todos modos, de momento, yo no pienso casarme. No me encuentro en la disposición más idónea para dar tal paso. Además, han surgido ciertas dificultades, hay muchos pros y contras. Esa mujer lograría suscitar su curiosidad, señora Oliver. Es lógico. Usted querrá saber ahora por qué razón esa señora metomentodo pretendió que hiciera determinadas averiguaciones para más tarde ponerla al corriente a ella… A propósito, ¿me está usted formulando su pregunta?

—¿La de si tú crees o sabes si fue tu madre quien mató a tu padre, o si éste dio muerte a aquélla, o fue esa tragedia un doble suicidio?

—A eso me refería, sí. Yo quiero preguntarle a mi vez, sin embargo, si ha abrigado en algún instante la intención de poner en conocimiento de la señora Burton-Cox la información que pudiera facilitarle.

—No. Ni hablar. Ni por un momento se me ha pasado por la cabeza semejante idea. Cuando se me presente la ocasión, de ser necesario, le diré que este asunto no es de su incumbencia, ni de la mía, y que no pienso darle traslado de nada de lo que tú puedas contarme o haberme contado.

—Es lo que me imaginé —dijo Celia—. Creo que puedo confiar en usted. No me importa referirle lo que sé.

—No es preciso. No te lo he pedido.

—Cierto. Voy a darle la respuesta, sin embargo. Es muy sencilla: yo no sé nada.

—Nada… —repitió la señora Oliver, pensativa.

—Yo no me encontraba allí cuando pasó aquello. No estaba en la casa. No acierto a recordar dónde me hallaba entonces. Creo que en Suiza, en un colegio… Es posible que estuviera en otra parte, pasando unas vacaciones en casa de alguna condiscípula. Hágase cargo. Tengo unos recuerdos muy confusos de aquellas fechas.

—Eso es lógico. ¿Cómo ibas a saber algo? Eras muy joven, entonces.

—Me interesaría saber qué es lo que usted piensa concretamente —declaró Celia—. ¿Qué estima más probable: que estuviera enterada de todo o que no?

—Bueno. Tú me has dicho que no te encontrabas en casa. De haber estado allí, yo estimaría probable que estuvieses informada. Los chiquillos suelen enterarse de todo. Y los jóvenes que no han rebasado los veinte años. Los chicos y chicas, en esos años, saben mucho, ven mucho y hablan poco. Pero ellos captan cosas que se les escapan a los de fuera, se enteran de cosas que no siempre están dispuestos a referir, y menos aún a los sabuesos de la policía.

—Es usted una mujer muy sensata, señora Oliver. No creo que supiera nada entonces. Estimo que no tenía ninguna idea sobre lo sucedido. ¿Qué pensó la policía? No tome a mal mi pregunta. Nunca leí nada relativo a las indagaciones…

—La policía, según creo, estimó que se trataba de un doble suicidio. Ahora bien, me parece que en ningún momento llegó a dar con la razón motivadora del mismo.

—¿Quiere usted saber lo que pienso?

—Si no deseas decírmelo espontáneamente, no —contestó la señora Oliver.

—Supongo que le interesa saberlo. Después de todo, usted se dedica a escribir historias referentes a crímenes. Juzgo que esta circunstancia suscita su interés.

—Sí, lo admito, pero nada más lejos de mí que la intención de ofenderte buscando una información que en realidad no es de mi incumbencia.

—Le confesaré que de vez en cuando me formulé ciertas preguntas… ¿Cómo? ¿Por qué? Lo malo era que yo sabía muy poco acerca de la marcha de las cosas en nuestro hogar. Las vacaciones anteriores habíalas pasado en el Continente, con motivo de un intercambio, de manera que hacía tiempo que no había visto a mis padres. Habían estado en Suiza, sacándome del colegio en una o dos ocasiones, y eso fue todo. Los vi como siempre, pero se me figuraron mucho más viejos. Creo que mi padre no se encontraba muy bien. Cada día se sentía más débil. No sé si tenía algo de corazón. De niña no se piensa mucho en estas cosas. A mi madre la veía cada vez más nerviosa. Tenía manías con respecto a su salud. Los dos se llevaban bien. Nada de anormal descubrí en sus relaciones. Claro está, cada uno tenía sus ideas, pero…

—Creo que es mejor que dejemos ese tema —decidió la señora Oliver—. No hay por qué ahondar más. Todo quedó muy atrás. El veredicto fue completamente satisfactorio. No hubo manera de descubrir un móvil o algo parecido. Y no se habló de si tu padre había matado deliberadamente a tu madre, ni de si ésta acabó con él.

—Si me preguntaran cuál de las dos cosas era la más probable —afirmó Celia—, yo me inclinaría a pensar que fue mi padre quien mató a mi madre. En un hombre, tal acción es más natural. Disparar sobre una mujer, por un motivo u otro… Yo no creo que una mujer, y menos como mi madre, pueda llegar a hacer fuego fríamente contra su marido. De haber querido ella eliminarlo, hubiera elegido otro método. Ahora bien, me niego a creer que uno deseara ver muerto al otro.

—Entonces, tuvo que haber una tercera persona, ¿no?

—Sí, pero, ¿quién?

—¿Quién más había en la casa?

—Un ama ya entrada en años, que veía y oía muy poco, y una chica joven extranjera, que pagaba su alojamiento y manutención ayudando en los trabajos domésticos. Había cuidado de mí (era muy agradable), habiendo vuelto a la casa para atender a mi madre, que había estado en un hospital…

Se encontraba allí también una tía a la que nunca tuve mucho cariño. Ninguna de estas personas tenía nada contra mis padres, a mi juicio. Nadie salió ganando con su muerte, excepto yo, creo, y mi hermano Edward, cuatro años menor. Heredamos dinero, pero no mucho. Mi padre tenía su pensión. Mi madre, una pequeña renta. No. Allí no se veía nada de particular.