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– Un caballero dijo que usted debía tener esto, señor. Enseguida, dijo.

El corazón de James comenzó a golpetear, profundo y fuerte. Dejó a Corrie sin una palabra, y no miró a derecha ni izquierda a las jóvenes damas que lo miraban con atención. Atravesó la larga fila de puertas francesas que daban al balcón Lanscombe.

Salió, vio a una pareja abrazada en el fondo, y quiso decirle a ese viejo libertino Basil Harms que no estaba lo suficientemente metido en las sombras. Se preguntó a la esposa de qué hombre estaría seduciendo.

Bajó tranquilamente los escalones en la parte más alejada del balcón y entró a zancadas en el jardín Lanscombe, hacia la puerta trasera. No tenía un arma, maldición, y tal vez esto no era lo más inteligente que hubiese hecho en su vida, pero por otro lado, había una posibilidad de que fueran novedades acerca del hombre que quería matar a su padre.

En realidad no había elección. Además, ¿quién querría lastimarlo? No, era su padre a quien buscaban. Las luces del salón de baile se atenuaron hasta que estuvo en la oscuridad, y sólo veía el contorno de la estrecha puerta a cuatro metros frente a él. James no era estúpido. Miró a su alrededor en busca de posible peligro, escuchó, pero todo estaba en silencio. El hombre con quien se suponía que debía encontrarse estaba esperándolo junto a la puerta trasera.

¿Qué tipo de información tendría el hombre? James esperaba llevar encima dinero suficiente para poder pagar el precio.

Oyó el crujido de hojas justo a su derecha. Se dio vuelta pero no vio nada, ningún movimiento, ninguna luz, absolutamente nada. Seguramente no habría amantes tan lejos de la mansión. Esperó, escuchando. Nada. Estaba alerta; estaba preparado.

Había al menos tres metros hasta la estrecha puerta con hiedra que trepaba sobre ella, cayendo desordenadamente en cascada por arriba, bastante parecido a aquella cascada plateada sobre Titán. Los muros de piedra de dos metros de alto del jardín Lanscombe también estaban cubiertos de hiedra, kilómetros de esa cosa, espesa, impenetrable. Sus pasos se redujeron. Presentía el peligro; en realidad lo olió.

De pronto, un hombre salió de las sombras para pararse al final del sendero, justo frente a la puerta. Con una voz profunda y ondulante, dijo:

– ¿Lord Hammersmith?

– Aye, soy Hammersmith.

– Tengo información pa’ venderle, melord, to’ sobre su pá.

– ¿Qué tiene?

El hombre sacó un fajo de papeles de su vieja chaqueta negra.

– Quiero cinco libras por to’.

Tenía cinco libras, gracias a Dios.

– Antes de darte nada, dime qué tienes.

– Son nombres, melord, nombres y lugares que el caba’ero que me ‘io los papeles dijo que a su pá le ‘ustaría ver. Algunas cartas también.

Cinco libras. Aunque no sirviera de nada, valía las cinco libras, para estar seguro.

James estaba buscando el dinero en su bolsillo cuando el hombre dejó caer los papeles, sacó una pistola y dijo:

– No se mueva ‘ora, mi buen señor. Sólo quédese ahí bien derecho y ni siquiera pestañe’.

CAPÍTULO 15

La vida es simplemente una condenada cosa tras otra.

~Atribuido a Elbert Hubbard

James ya estaba en movimiento. Su pierna salió disparada, enganchó el arma y la envió volando a la hiedra contra el muro del jardín. El hombre aulló y se agarró la mano. James estaba casi encima suyo cuando una gruesa manta cayó volando sobre su cabeza y oyó las voces de dos hombres, uno de ellos susurrando:

– No, no grite’, tonto. Sólo lo ataremo’ así pa’ que no pueda patea’ y romperno’ los cogotes.

– Quiero patea’le las bolas, Augie, po’ patear así a Billy, el ba’tardo casi le rompió la muñeca.

James tiraba de la manta, intentando encontrar una esquina, cuando el cañón de un arma lo cortó apenas en el hombro, y otro lo golpeó duro en la cabeza. Estaba maldiciendo lo bastante fuerte como para alertar a la guardia cuando el dolor lo hizo caer de rodillas. Otro golpe en la cabeza. Cayó, envuelto en la gruesa lana, y no supo nada más.

El grito de Corrie nunca salió de su garganta. No había nada que pudiera hacer excepto gritar y saltar sobre ellos, y probablemente lograr que la golpearan en la cabeza con un arma, ¿y de qué serviría eso a James? Siguió mirando, horrorizada y enfurecida, y se metió el puño en la boca.

Vio que lo levantaban, y entonces uno de los hombres, mucho más grandote que los demás, tiró a James, todavía envuelto en la manta, sobre su hombro.

– No es una pluma, este. Saquemo’ a nuestro fino muchacho de este luga’, rápido.

El corazón de Corrie palpitaba lo suficientemente fuerte como para que el Señor lo escuchara, pero los siguió, sus zapatillas ligeras sobre los adoquines mientras corría hacia la puerta trasera del jardín. Los vio abrir la puerta, vio un carruaje en el callejón, con dos zainos aparejados a él, parados quietos, con las cabezas bajas, en reposo. Uno de los hombres trepó al banco y tomó las riendas. Era Billy. Se recostó.

– Muévete, Ben, ata bien a nuestro caba’ero. Es uno de lo’ fuertes, me pateó la muñeca tan duro que sentí pinchazo’ po’ los dedos. Nunca vi a un hombre move’se así. Lo mantendremos vigila’o.

Ella vio cómo arrojaban a James sobre el piso del carruaje y luego saltaban detrás de él.

Un hombre se inclinó fuera de la ventana y siseó:

– ¡Vamo’, Billy, revuélvelo’, ahora! Tenemo’ un largo camino por andar.

Corrie vio a Billy chasquear la lengua a los caballos y agitar las riendas. El carruaje se movió lentamente hacia la entrada del callejón, detrás de la mansión, por la calle Clappert.

Corrie no pensó, no sopesó las consecuencias. Simplemente corrió tras el carruaje y saltó suavemente sobre la parte trasera, se aferró a las tiras y se acercó más al carruaje. Era el asiento del lacayo, y lo conocía bien. Cuando era más joven le había encantado viajar en el asiento del lacayo detrás de James o Jason, cantando a viva voz, sintiendo el viento que le arrancaba el viejo sombrero de cuero y la trenza, que le llenaba los ojos de lágrimas.

La única diferencia entre entonces y ahora era que llevaba un hermoso vestido de baile de seda blanca, encantadoras zapatillas blancas en sus pies, y ningún viejo sombrero de cuero. Ni tenía un chal. No importaba. Tres hombres malos habían secuestrado a James. ¿Adónde lo llevarían?

Tenía que mantenerse agachada, en silencio, no caer y no permitir que los hombres la vieran. Bueno, ciertamente se había ocultado de James y Jason muchas veces, siguiéndolos, incluso cubriendo su rostro con lodo para que no la vieran entre los arbustos, y ellos nunca habían sabido que estaba allí, viéndolos pelear, arrojar cuchillos a blancos, practicando maldecir. Pero esto era diferente, estaba de acuerdo. ¿Qué haría cuando se detuvieran? Bueno, se le ocurriría algo, tenía que ser así.

¿Por qué se habían llevado a James? Para llegar a su padre, por supuesto. La nota que el camarero había puesto en la mano de James, todo una artimaña. No debería haber salido solo al jardín Lanscombe, el muy idiota.

Gracias a Dios había visto todo. Respiró hondo mientras los caballos se extendían a un trote. Las calles estaban casi vacías. Gracias a Dios por la luna. Se le ocurriría algo. Tenía que salvar a James. Era así de simple.

Corrie no tenía en qué dirección iban porque no estaban en ninguna parte cerca del Támesis. De pronto, vio un cartel a Chelmsford. Ah, iban hacia el este. ¿No quedaba Cambridge en esta misma dirección?

Corrie no sabía cuánto tiempo pasaba. Le dolían los brazos, sus dedos estaban entumecidos. Lloriquear nunca servía a menos que se lo hicieras a otra persona, así que lo dejó y se puso a tararear. Se aferró a esas tiras, era lo único que tenía que hacer.

Recordaba cuando James la había alzado y arrojado en un estanque cerca del fondo de la propiedad de su tío. Desafortunadamente sus pantalones, robados de las ropas para caridad en el armario del sacristán en la vicaría, quedaron agarrados en un enredo de juncos bajo el agua y casi se había ahogado. No recordaba nada hasta que había graznado lo blanco que estaba el rostro de James al darse cuenta de lo que había sucedido y la había sacado. Casi le había aplastado las costillas por presionar con tanta fuerza para sacarle el agua de los pulmones. Y había abrazado a una Corrie de ocho años, meciéndola adelante y atrás, rogándole que lo perdonara, hasta que ella había vomitado la asquerosa agua del estanque encima de él.