– Yo tampoco quiero que muera -dijo Corrie, tragando con fuerza. -Debo llevarlo de regreso a Londres. Hay problemas, verá, y tiene que estar en casa.
El doctor Flimmy empezó a frotarse el cuello.
– Si lo mueven probablemente no lo logre. Manténganlo aquí, tranquilo y caliente.
El cerebro de Corrie simplemente se bloqueó.
– Pero la señora Osbourne…
– Aye, Corrie, nos ocuparemos de él. Ahora, bajemos un poco de mi limonada especial por su garganta.
Sorpresivamente, al menos para Corrie, James bebió cuando le acercaron la taza a la boca. Llevó un largo tiempo, pero logró hacerlo tragar la mayor parte.
Él durmió, inmóvil, sin fiebre, hasta esa noche. Corrie estaba leyendo un breve tratado sobre la cría de animales de granja a la luz de una sola vela. El señor y la señora Osbourne hacía rato que se habían acostado, pero Corrie no. El sueño estaba lejos. Cada pocos minutos, miraba a James. Él seguía quieto. Le habían hecho tomar un poco de caldo de pollo. El fuego seguía encendido. Tenía cuatro mantas metidas a su alrededor.
De pronto, James gimió, sus ojos se abrieron. Miró directo a Corrie.
– Estaba orinando y tú estabas mirando. Nunca estuve tan mortificado en mi vida.
El recuerdo destelló en la mente de Corrie y sonrió.
– Tenía sólo ocho años, James, y realmente no entendía lo que estaba viendo. Me diste un susto tremendo cuando saliste corriendo y te arrojaste. Pensé que era mi culpa. Me sentí culpable durante años.
– ¿Cómo supiste sobre mi accidente?
– Tu padre me contó. Dijo que no tenía claro exactamente cómo había pasado eso, así que le conté todo lo que había sucedido.
James gruñó.
– ¿Qué dijo?
– Se quedó callado un momento, luego me palmeó la cabeza y me dijo que te había dicho exactamente lo correcto. Que te había calmado.
– ¿Soy el único hombre al que has visto orinando?
– Sí. Perdóname, James, pero era tan pequeña y te idolatraba hasta el punto de la imbecilidad. Pensé que el modo en que lo hacías era bastante sorprendente y mucho más sencillo de lo que era para mí. -Él se rió. Realmente se rió, con una carcajada grave y rasposa, y entonces sus ojos se cerraron y su cabeza cayó a un lado. -¡James!
Ella se arrodilló a su lado, con la palma de su mano en la frente de James. Nada de fiebre, gracias a Dios. Se sentó sobre sus talones y se quedó mirándolo. Cuando él empezó a balbucear, Corrie casi se cayó.
No tenía mucho sentido, pero ella supo que estaba preocupado. Él hablaba entre dientes acerca de su padre y del hombre que se había hecho llamar Douglas Sherbrooke. Luego habló de la constelación Andrómeda en el cielo boreal, del accidente que Jason había tenido a los diez años, al caer del granero. Entonces mencionó su nombre, y cómo ella no lo dejaba en paz, cómo estaba siempre debajo de sus pies, y que era cierto, ella era preciosa, como decía su padre. El único momento en que murmuró que deseaba que estuviera en otra galaxia era cuando había cumplido doce y había querido besar muchachas. Corrie recordaba que se había vuelto bastante bueno en escapar de ella.
Corrie se acostó a su lado y se apretó contra él. Le acarició el pecho, la garganta, el rostro.
– James, todo está bien. Estoy aquí. No te dejaré. Todo estará bien, te lo juro.
Él dejó de balbucear. Ella creyó que estaba dormido.
Corrie contó el dinero de James. Había suficiente. Habló con la señora Osbourne, y luego dio el dinero e indicaciones para llegar a la casa de ciudad de los Sherbrooke en Londres a un emocionado Freddie. El conde y la condesa estaban en París, pero Jason estaba allí. Estaría aquí en cuanto pudiera. No había nada más que pudiera hacer excepto esperar.
Los días siguientes pasaron con aterradora lentitud. James deliraba, luego entraba en estupor, tan quieto que ella pensó varias veces que había muerto. Corrie rezó hasta quedarse sin palabras, y entonces rezó con sentimiento, jurando a Dios que se convertiría en una persona excelente si tan solo perdonaba la vida a James.
No había señales de Freddie.
Ella y la señora Osbourne frotaban a James con trapos fríos y húmedos hasta que se les acalambraban las manos y se les ponían azules y arrugadas. El doctor Flimmy regresó una vez más, examinó las axilas de James más detenidamente esta vez, y anunció que Su Señoría estaba mejorando.
Corrie no comprendía eso, pero se aferraba a cualquier esperanza.
– ¿Vivirá, señor?
– Está mejor, señorita, pero ¿vivirá?
Él no respondió a su propia pregunta, aceptó un billete que Corrie le dio del bolsillo de la chaqueta de James, bebió una taza de leche caliente y permitió que el señor Osbourne lo llevara a casa, porque todavía no había señales de Freddie. Algo debía haberle pasado, Corrie lo sabía.
La señora Osbourne daba vueltas, con los labios apretados, sacudiendo la cabeza. Sin embargo era interesante cómo sonreía cada vez que miraba a James.
La tarde siguiente Corrie se quedó dormida, su cabeza sobre el hombro de James, cuando un fuerte mugido la despertó. Se despertó agitada, tan agotada que le llevó un momento darse cuenta de que realmente había una vaca parada en la puerta abierta. Oyó voces de hombres justo afuera.
¿Era el doctor Flimmy? No, probablemente vecinos que habían ido a comprar leche. Apoyó la palma en la frente de James. Estaba fresco al tacto. Casi lloró de alivio. La vaca volvió a mugir. Corrie se puso de rodillas cuando Douglas Sherbrooke apareció en el umbral, justo frente a la vaca.
Si hubiese sido Dios allí parado, con su vista adaptándose al interior en penumbras, ella no hubiese estado más extática.
– ¡Señor! -Fue corriendo hacia él, arrojándose en sus brazos. -¡Está aquí! Pensé que estaba en París, pero no lo está. Realmente está aquí. Gracias a Dios, gracias a Dios. Creí que Freddie se había perdido. Pensé que tal vez alguien lo había matado.
Douglas la abrazó fuerte, le palmeó la espalda.
– Todo está bien, Corrie. ¿Cómo está James?
Ella oyó el miedo en su voz, y se echó atrás, sonriéndole.
– La fiebre cedió. Va a estar bien.
Corrie se alejó y fue de regreso a donde James yacía frente a la chimenea, su lecho durante los tres días pasados.
Douglas cayó de rodillas junto a su muchacho. Estudió la espesa barba en su rostro, la palidez de su piel, los huecos en sus mejillas.
Apoyó una palma en la frente de su hijo. Bien fresca. Se sentó sobre sus talones.
– Gracias a Dios.
– ¡James!
Jason entró corriendo por la puerta del frente, se golpeó la cabeza en el dintel y casi se desmayó.
– Maldición, Jason, no me hagas preocupar por ambos.
Jason, frotándose la cabeza, maldiciendo, zigzagueó apenas mientras caminaba hasta donde su hermano dormía.
– Hace mucho calor aquí.
– Sí -dijo Corrie. -Se supone que así sea. Ha tenido fiebre, ha tenido tan frío…
Ella tragó con fuerza, se quedó mirando a Douglas y luego a Jason, y estalló en lágrimas. Fue Jason quien la abrazó, acariciándole la espalda, palmeándole la cabeza.
– Ese vestido es un espanto, Corrie -le dijo contra la sien.
Ella se sorbió la nariz, tragó y se las arregló para hacer una pequeña sonrisa al levantar la mirada hacia él.
– Ha pasado tanto tiempo, y sabía que él iba a morir, y no sabía qué hacer. Y envié a Freddie a Londres, a tu casa, pero nunca regresó y… -Ella lloriqueó y luego sonrió a Jason. -Vivirá. La fiebre ha desaparecido.
– Sí, gracias a Dios y tus excelentes cuidados -dijo Douglas. -Freddie llegó esta mañana, ni doce horas luego que Alex y yo. Se había perdido y le robaron. Cuando llegó a la puerta principal, Willicombe casi se desmayó al verlo. Lo único que Freddie pudo decir antes de desplomarse fue “James”.
– ¿Freddie está bien ahora?
Jason asintió. Miró a su hermano y casi dio un salto asustado cuando la señora Osbourne chilló: