Cuando finalmente había metido a Corrie en la enorme recámara de la esquina, con la puerta cerrada con llave, ella le había dicho que se sentara y no se moviera.
Mientras la veía retorcer su pelliza alrededor del dedo y enviarla volando hacia una silla lejana, James se dio cuenta de que aun cuando ella había empezado a mirarlo con desdén cerca de tres años atrás, burlándose de él cada vez que se le acercaba, lo había disfrutado. Ella nunca lo aburría. Recordaba estar azotándola, sintiendo la suavidad, sintiendo un torrente de lujuria que lo había hecho sentir culpable porque, después de todo, ella era Corrie, sólo Corrie, la mocosa.
Ella se quitó los guantes y los arrojó tras la pelliza.
James se obligó a quedarse sentado, con el mentón apoyado en sus dedos unidos, las piernas estiradas y cruzadas en los talones, y dijo:
– Las mujeres usan demasiada ropa, Corrie. Deberías haber comenzado con tu seducción cuando llevaras sólo tu camisola. ¿Qué dices si te ayudo a llegar a esa etapa?
James rogaba que dijera que sí. Estaba en mal estado; no sabía, de hecho, cuánto tiempo más aguantaría. Iba a caerse agitando de su silla, ¿y no sería eso humillante? Realmente no quería atacarla, pero estaría cerca. Tuvo que mantenerse firme.
Se levantó lentamente, incapaz de seguir allí sentado por más tiempo y se estiró, y Corrie, toda sensación de traviesa aventura se movió instantáneamente lejos de la ventana en sombras, se quedó allí parada, con las manos sobre los senos, viéndose horrorizada. Lo que veía en el rostro de él era algo que nunca antes había visto. James se veía cercano a la violencia, se veía decidido, parecía estar dolorido.
James no era un idiota. Había esperado que ella dejara su modestia femenina en la puerta, él admitía que lo había intentado, y de ahí su orden de que se quedara sentado y no se moviera, e iba a seducirlo más allá de la resistencia.
Bueno, ahora mismo estaba más allá de la resistencia y Corrie únicamente se había deshecho de su pelliza y guantes.
Tenía que tranquilizarse. Su padre le había dicho que era mejor empezar como pretendías seguir, y ese consejo claramente se traducía en no maltratar a su esposa en su noche de bodas. Luego había fruncido el ceño, sacudido la cabeza, y cuando James había querido preguntarle qué pasaba, simplemente había dicho: “La vida es una cosa poderosa y sorprendente. Cosas inesperadas suceden. Disfrútalo, James.”
– ¿Por qué tienes las manos sobre los pechos y todavía tienes la ropa puesta?
Ella volvió a mojarse el labio inferior y James se quedó mirándolo fijamente. Respiraba con dificultad, su sexo más duro que su respiración; rogaba que Corrie no viera la salvaje urgencia en él, no quería aterrorizarla. Maldición, ese labio inferior suyo…
– Deja de mirarme de ese modo, James.
¿Como qué? ¿Como si quisiera lamer cada centímetro suyo? Odiaba ser tan obvio, pero no podía evitarlo.
– Muy bien.
– Estoy cubriéndome porque no estás tirado en el piso, inconsciente, gimiendo con fiebre, impotente. Eres fuerte ahora, James, ya casi eres tú mismo otra vez, y quieres hacerme cosas que sólo he visto hacer a los animales. Me hace sentir bastante extraña.
– ¿Extraña cómo?
– Bueno, tal vez podría dar tres pasos hacia ti y besarte. ¿Qué piensas?
– Hazlo.
Ella vaciló sólo un momento, luego caminó los tres pasos, quedando a un centímetro de él, y levantó el mentón. Se puso en puntas de pie, apretó los labios y cerró los ojos. Y le besó el mentón.
– Vuelve a intentar.
Corrie abrió los ojos, mirando su amado rostro, un rostro tan hermoso que podía hacer llorar a una mujer mayor, y sonrió.
– Helena de Troya no era nada comparada contigo.
– Bendito infierno, espero que no.
– Sabes lo que quiero decir.
Lo besó en la boca esa vez, pero la suya estaba bien cerrada. James levantó su mano, una sola mano, y le tocó suavemente la boca con la punta de los dedos.
– Ábrela, un poquito -y su respiración le rozó la piel. Ella abrió la boca sin dudar y sintió la cálida respiración de él sobre la piel, lo saboreó, y era maravilloso. -Ah, eso está bien -susurró él en su boca, y Corrie se preguntó cómo besar el revés de su rodilla derecha podía ser mejor que esto.
La sensación de su boca, su lengua, el calor de James, hizo que quisiera arrojarse contra él y enviarlos a ambos al suelo.
O a la cama. Corrie chocó contra él, haciéndolo retroceder, hasta que lo empujó y él cayó de espaldas en medio de ese maravilloso colchón de plumas de ganso.
Corrie cayó encima suyo, riendo, queriendo cantar y gemir al mismo tiempo, tan feliz que lo besaba en toda la cara.
Él le devolvió el beso; su mano se deslizó por su espalda hasta su trasero y se quedó allí. Esto no era nada de zurras. Esto era algo totalmente diferente. Corrie retrocedió y se quedó mirándolo.
– Oh, cielos, James, tu mano…
– Ropas -dijo él, -demasiadas ropas. -Él se apartó, poniéndola de pie frente a él. -Estoy mal, Corrie. Ahora voy a desnudarte hasta tu hermosa piel -y no fue para nada civilizado.
Desgarró, arrancó y rasgó, y su respiración era dura y acelerada.
Bueno, no era el encantador camisón de bodas de encaje, pensó ella, y sonrió. Si él podía hacerlo, entonces ella también. Empezó a abrirle la ropa a tirones, besando su pecho al quitarle la camisa. Pronto estaban desnudos los dos, ella todavía parada frente a él, James sentado en la cama, con las manos rodeándole la cintura, y sus senos a no más de cinco meros centímetros de su boca. Se quedó mirándola, tragó con fuerza y pensó que iba a estallar.
– Tus pechos… sabía que serían bonitos, pero no había esperado esto.
James sonaba como si estuviera ahogándose. Ella no se movió, no podía moverse. Corrie se quedó allí parada, con las manos en los hombros de él mientras James levantaba sus manos y le acunaba los senos. Él cerró los ojos, tomó aire profundamente, llevando el olor de ella a sus profundidades. Como sus ojos estaban cerrados, ella tomó la espléndida oportunidad de mirarlo.
Él no era para nada como había sido cuando estaba enfermo. Era grande, y cada vez más. ¿Todo porque estaba tomando sus pechos? Le gustaban sus manos sobre ella, pero mirarlo y verlo crecer…
– James, no eres como eras.
Él quería tirarla de espaldas, en ese mismo instante. Sus pechos… quería su boca sobre ella, él…
– ¿Qué? ¿Cómo era?
– Oh, cielos, no así. Esto no puede estar bien.
Él se dio cuenta, a través de su nube de lujuria, que ella lo estaba mirando. A su vez, él se observó a sí mismo. Estaba duro y grande, listo para explotar. ¿Qué esperaba ella? Oh, demonios, Corrie no esperaba nada.
– Me viste desnudo, Corrie, cuando estaba enfermo.
Ella tragó con dificultad.
– No de este modo, James. Nunca de este modo. Esto no se parece a ninguno de los animales que he visto.
– No soy un caballo, Corrie, soy un hombre y tienes que saber que encajaremos bien.
Oh, Dios, James quería llorar, tal vez incluso aullar, pero más que nada, no quería tener que decir una palabra más, quería entrar dentro de ella, profundo, más profundo, hasta tocarle el útero. Él gruñó; ella dio un salto.
– Oh, cielos, James, ¿qué pasa contigo? -Era suficiente; era demasiado. -Es la lujuria, ¿verdad? -susurró ella, con los ojos encendidos de horrorizada excitación.
– Sí.
James le rodeó la cintura, la levantó y la echó de espaldas. Descendió encima de ella, acomodándose entre sus piernas. El toque de Corrie, su olor, el sonido de su respiración, duro y ruidoso, lo llevaron al límite y lo empujaron.
En algún rinconcito de su mente sabía que era un idiota; su padre lo repudiaría si alguna vez se enterara.