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Había poco espacio para aparcar en la calleja próxima a Kungsklyftan, pero se las arregló y comenzó la operación de ir de puerta en puerta. Tal y como esperaba, nadie había visto nada. La gente, que por lo general notaba hasta cuando al vecino se le escapaba una ventosidad en su casa, se volvía ciega y sorda cuando la policía necesitaba información. Aunque tenía que admitir que tal vez fuese verdad y que no hubiesen visto ni oído nada. En verano había tanto ruido por la noche, con tanta gente borracha como andaba de un lado a otro a altas horas de la madrugada, que uno aprendía a ignorar los sonidos que venían de fuera para poder dormir bien. Pero, desde luego, era un fastidio.

Hasta que no llegó a la última casa, no consiguió nada. Ninguna gran cosa, desde luego, pero algo era. El señor de la casa que estaba al final de la salida del barranco de Kungsklyftan había oído acercarse un coche a eso de las tres de la mañana, cuando se levantó a hacer pis. Podía incluso precisar que eran las tres menos cuarto, pero no se molestó en mirar, así que no podía decir nada ni del aspecto del conductor ni del coche. Pero había sido profesor de autoescuela y estaba seguro de que no era un modelo muy nuevo, sino que tendría unos cuantos años a sus espaldas.

Estupendo, lo único que había sacado en claro de dos horas de ir de puerta en puerta era que el asesino, con toda probabilidad, habría llegado allí en coche hacia las tres de la mañana y que cabía la posibilidad de que condujese un coche de un modelo algo antiguo. No era como para tirar cohetes.

No obstante, su humor mejoró un tanto cuando pasó de nuevo por la plaza de vuelta a la comisaría y se percató de que otros pecadores habían ocupado los puestos de los anteriores. Aquí iba a soplar todo el mundo hasta perder los pulmones.

El timbre persistente de la puerta apartó a Erica de su tarea de, con bastante esfuerzo, pasar la aspiradora por el salón. Sudaba a mares y se apartó de la cara un par de mechones húmedos antes de ir a abrir. «Deben de haber conducido como criminales huyendo de la justicia, si son ellos».

– ¡Hola, gordita!

Se vio atrapada en un abrazo demoledor y notó que no era la única que estaba sudando. En efecto, su nariz había ido a encasquillarse en el sobaco de Conny y comprendió enseguida que ella, en comparación, debía de oler a rosas y lirios silvestres.

Una vez que pudo zafarse del abrazo, saludó a Britta, la mujer de Conny, aunque sólo formalmente, con un apretón de manos, pues no se habían visto más que en contadísimas ocasiones. Su apretón le resultó húmedo, flojo, como si tuviese en la mano un pez muerto. Erica se estremeció y reprimió el impulso de secársela en el pantalón.

– ¡Menuda barriga! ¿Es que llevas gemelos?

A Erica le disgustaba muchísimo que hicieran ese tipo de comentarios sobre su mole, pero ya había empezado a comprender que el embarazo era un estado que propiciaba que todo el mundo comentase la forma corporal y le tocase la barriga con una familiaridad excesiva a quien lo sufría. Incluso había llegado a ocurrirle que completos extraños se le acercasen y, de forma totalmente inopinada, empezasen a tocarla. Erica estaba preparada para que comenzase la fase obligatoria de toqueteo y, de hecho, las manos de Conny no tardaron muchos segundos en empezar a palmearle la barriga.

– ¡Vaya futbolista que tienes ahí dentro! Está claro que va a ser niño, con las patadas que da. ¡Venid aquí, niños, venid y comprobadlo!

Erica no tuvo fuerzas para protestar, así que se vio atacada por dos pares de manos pegajosas que le dejaron la blanca camiseta de premamá llena de huellas de helado. Por suerte, Lisa y Victor, de seis y ocho años respectivamente, no tardaron en perder el interés por aquello.

– ¿Y qué dice el padre? ¿Estará orgulloso y contando los días, no? -Conny no esperaba respuesta a sus preguntas, Erica recordaba bien que mantener una conversación no era el lado fuerte de su primo-. Pues sí, uno se acuerda de cuando estos dos mocosos vinieron al mundo. Toda una experiencia. Pero dile que no se le ocurra mirar por ahí abajo, que luego se le quitan las ganas durante un tiempo.

Soltó una risotada al tiempo que le daba un codazo a Britta, que lo miró con encono. Erica tomó conciencia de que aquel sería, sin duda, un día muy largo. Ojalá Patrik no llegase muy tarde a casa.

Patrik llamó discretamente a la puerta de Martin. Sentía cierta envidia por el orden que reinaba allí dentro. El escritorio estaba tan limpio que habría podido usarse como mesa de quirófano.

– ¿Qué tal va eso? ¿Has encontrado algo?

La expresión abatida de Martin le dijo que no antes de que el joven lo confirmase con un gesto. Mierda. Lo más importante de toda la investigación en aquel momento era poder identificar a la mujer. Alguien debía de estar preocupado por ella en algún lugar. ¡Joder, alguien la echará de menos!

– ¿Y tú? -preguntó Martin señalando la carpeta que Patrik llevaba en la mano-. ¿Has encontrado lo que buscabas?

– Eso creo.

Patrik tomó la silla que había junto a la pared y la arrastró para poder sentarse al lado de Martin.

– Mira esto. Dos mujeres desaparecieron de Fjällbacka a finales de los años setenta. No entiendo cómo no lo recordé enseguida, fueron noticias de primera plana, pero, bueno, aquí está el material que conservamos de la investigación.

La carpeta, que había dejado sobre la mesa, estaba llena de polvo, y se dio cuenta de que Martin sentía tal deseo de limpiarla que le pinchaban los dedos, pero una mirada de Patrik lo disuadió. Abrió la carpeta y le mostró lo primero que había dentro, que eran unas fotografías.

– Esta es Siv Lantin, desaparecida antes del día del solsticio de verano de 1979. Tenía diecinueve años -dijo Patrik sacando la segunda fotografía-. Y esta es Mona Thernblad, que desapareció dos semanas después y tenía dieciocho años. Ninguna de las dos apareció nunca, pese a la intensa búsqueda, una batida tras otra, rastreos y todo lo que te puedas imaginar. La bicicleta de Siv apareció en la cuneta, pero fue lo único que encontraron. Y de Mona no hallaron más que una zapatilla de deporte.

– Sí, ahora que lo mencionas, yo también lo recuerdo. Había un sospechoso, ¿verdad?

Patrik hojeó los documentos de la investigación, tan viejos que amarilleaban, y señaló con el dedo un nombre escrito a máquina.

– Johannes Hult. De todas las personas imaginables, resultó que fue su hermano, Gabriel Hult, quien llamó a la policía para avisar de que habían visto a su hermano con Siv Lantin camino de su granja de Bracke la noche en que la joven desapareció.

– ¿Se tomaron muy en serio esa información? Quiero decir que debe haber más evidencias si uno acusa a su propio hermano nada menos que de sospechoso de un asesinato.

– Se trata de una guerra que dura ya años en el seno de la familia Hult y seguramente todos lo sabían, así que recibieron la información con cierto escepticismo, me temo, pero de todos modos tenían que indagar y Johannes fue llamado a interrogatorio un par de veces. Pese a todo, nunca hubo pruebas, salvo la información aportada por el hermano; todo quedó en su palabra contra la del otro y al final lo soltaron.

– ¿Qué fue de él, dónde está?

– No estoy seguro, pero me suena que Johannes Hult se quitó la vida poco después de aquello. Lástima, si Annika estuviera aquí, habría podido redactar un informe más actualizado en un momento. Lo que hay en esa carpeta es, cuando menos, escaso.