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Así las cosas, no necesitaban grandes excusas para arremeter contra Errol Rich. En todo caso, él les había dado una, y antes de acabar la semana lo habían rociado de gasolina, colgado de un árbol y abrasado.

Y de esa manera Errol Rich se convirtió en el Hombre Quemado.

Errol Rich tenía una mujer en una ciudad a más de ciento cincuenta kilómetros al norte. Ella le había dado un hijo y, una vez al mes, Errol viajaba hasta allí en su furgoneta para verlos y asegurarse de que no les faltaba nada. Su mujer trabajaba en un gran hotel. Errol había sido el encargado de mantenimiento de ese mismo hotel, pero ocurrió algo -otra vez ese genio vivo, se rumoreaba- y tuvo que separarse de su mujer y su hijo para buscar empleo en otra parte. Los fines de semana que no visitaba a su familia se lo veía por las noches bebiendo tranquilamente en un pequeño cobertizo de los pantanos que hacía las veces de bar y centro de reunión para la gente de color, tolerado por la policía local siempre y cuando no hubiese alborotos ni prostitución, o al menos no demasiado ostensibles. La madre de Louis iba allí a veces con sus amigas, pese a la desaprobación de la abuela, Lucy. Ponían música, y a menudo la madre de Louis y Errol Rich bailaban juntos, pero en sus ritmos se advertía tristeza, desconsuelo, como si aquello fuese ya lo único que les quedaba, y lo único que tendrían durante el resto de sus vidas. Mientras los demás bebían matarratas o, como seguía llamándolo la abuela Lucy, «zumo de tembleque», la madre de Louis tomaba un refresco y Errol se mantenía fiel a la cerveza. Aunque sólo una o dos. Según acostumbraba decir, nunca fue muy aficionado a la bebida, y no le gustaba olería en el aliento de los demás a primera hora de la mañana, y menos en un trabajador, si bien nada más lejos de sus intenciones que vigilar los placeres de los demás, eso sí que no.

Las noches cálidas de verano, cuando el zumbido de los saltamontes vibraba en el aire y los mosquitos, atraídos por la embriagadora mezcla de sudor y azúcar, se alimentaban de los hombres y mujeres presentes en el club, y cuando la música sonaba a tal volumen que sacudía el polvo del techo y la concurrencia se distraía con el ruido y el perfume y el movimiento, Errol Rich y la madre de Louis ejecutaban su lento baile, ajenos a los ritmos circundantes, atentos sólo a los latidos de sus propios corazones, sus cuerpos tan juntos que, al final, esos corazones latían al unísono y eran una sola persona, los dedos entrelazados, las palmas de sus manos deslizándose, húmedas, una contra otra.

Y a veces les bastaba con eso, y a veces no.

El señor Errol siempre le daba a Louis una moneda de veinticinco centavos cuando sus caminos se cruzaban. Hacía algún comentario sobre lo alto que estaba Louis, el buen aspecto que tenía, lo orgullosa que debía de sentirse su madre de él.

Y Louis, sin saber por qué, pensaba que el señor Errol también se enorgullecía de él.

La noche en que Errol Rich murió, Lucy, la abuela de Louis, la matriarca de la casa de mujeres donde Louis se crió, le dio a la madre de éste bourbon y una dosis de morfina para ayudarla a dormir. La madre de Louis llevaba toda la semana llorando, desde el momento en que se enteró de lo sucedido entre Errol y Little Tom. Tiempo después a Louis le contaron que ese mismo día a las doce de la mañana ella había ido a casa de Errol, con su hermana a rastras, y que le había suplicado que se marchase, pero Errol no estaba dispuesto a huir, otra vez no. Le aseguró que todo se arreglaría. Le explicó que había ido a ver a Little Tom para ofrecerle sus disculpas, y que le había pagado más de cuarenta dólares que a duras penas podía permitirse para reparar los daños y en compensación por los problemas ocasionados; Little Tom, malhumorado, había aceptado el dinero y le había dicho a Errol que lo hecho hecho estaba, y que le perdonaba el arranque de mal genio. A Errol le había dolido pagar ese dinero, pero quería quedarse donde estaba, vivir y trabajar con personas por quienes sentía simpatía y respeto. Y amor. Eso le dijo a la madre de Louis, y eso le contó a él su tía muchos años después. Le explicó que Errol y la madre de Louis hablaron agarrados de la mano, que salieron al aire fresco para disfrutar de un poco de intimidad.

Cuando la madre de Louis se marchó por fin de la cabaña de Errol, estaba muy pálida y le temblaban los labios. Sabía lo que iba a ocurrir, y Errol Rich lo sabía también, al margen de lo que hubiese dicho Little Tom. Volvió a casa y lloró tanto que se quedó sin aliento y se desmayó sobre la mesa de la cocina. Fue entonces cuando la abuela Lucy decidió darle algo para aliviar su sufrimiento, y por eso la madre de Louis dormía mientras prendían fuego al hombre a quien amaba.

Esa noche el cobertizo no abrió y los negros que trabajaban en el pueblo se marcharon mucho antes del anochecer. Se quedaron en sus casas y en sus chozas, cerca de sus familias, y nadie habló. Las madres velaron a los niños mientras dormían, o sujetaron de la mano a sus hombres por encima de mesas desnudas o sentadas junto a chimeneas vacías y estufas apagadas. Aquello se veía venir, como se ve venir una tormenta por el calor que la precede, y todos habían huido, furiosos y avergonzados por su propia incapacidad para intervenir.

Y así esperaron la noticia de que Errol Rich había abandonado este mundo.

La noche en que Errol Rich murió, Louis aún recuerda que se despertó al oír unos pasos de mujer frente a la minúscula habitación en que él dormía. Recuerda que se levantó de la cama y, sintiendo el calor de las tablas de madera bajo los pies descalzos, se acercó a la puerta abierta de la cabaña. Allí ve a su abuela en el porche, con la mirada fija en la oscuridad. La llama, pero ella no contesta. Se oye música, la voz de Bessie Smith. A su abuela siempre le ha gustado Bessie Smith. La abuela Lucy, con un mantón en los hombros encima del camisón, baja descalza al jardín. Louis la sigue. Ya no está todo oscuro. Se ve una luz en el bosque, algo que arde lentamente. Tiene forma de hombre, un hombre que se retuerce en su tormento, consumido por las llamas. La figura atraviesa el bosque y va dejando las hojas ennegrecidas a su paso. Louis huele la gasolina y la carne abrasada, ve cómo la piel queda carbonizada, oye el chisporroteo y la crepitación de las grasas corporales. Su abuela tiende una mano hacia atrás, sin apartar la mirada del Hombre Quemado en ningún momento, y Louis acerca la palma de su mano a la de ella, sus dedos a los de ella, y mientras su abuela cierra la mano en torno a la de él, el miedo de Louis se diluye y sólo siente dolor por el padecimiento de ese hombre. Sin ira. Eso vendrá más tarde. De momento siente sólo una abrumadora tristeza que cae sobre él como un manto oscuro. Su abuela dice algo en susurros y se echa a llorar. Louis llora también y, juntos, sofocan las llamas mientras la boca del Hombre Quemado articula unas palabras que Louis no alcanza a oír mientras el fuego se apaga y la visión se desvanece, hasta que sólo quedan el olor y una imagen grabada en la retina de Louis como la secuela del flash de una cámara fotográfica.

Y ahora, mientras Louis yace en una cama lejos del lugar donde se crió, con el hombre a quien ama dormido profundamente a su lado, huele a gasolina y a carne abrasada, y vuelve a ver cómo se mueven los labios del Hombre Quemado, y cree comprender parte de lo que dijo aquella noche hace tantos años.

«Lo siento. Dile que lo siento.»

Se le escapa casi todo lo que dice a continuación, envuelto en fuego. Sólo se distinguen dos palabras, y ni siquiera ahora Louis tiene la certeza de interpretarlas correctamente, de que el movimiento de esa grieta sin labios se corresponde de verdad con las palabras que cree, o quiere creer, que se pronunciaron.