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Durante un tiempo la policía mantuvo el club bajo vigilancia, pero no se les permitió el acceso al local para colocar un micrófono oculto, y si bien intervinieron los teléfonos, al expirar la orden judicial no habían descubierto nada de provecho. Cualquier asunto de importancia, sospechaban, se trataba ahora a través de teléfonos móviles desechables, aparatos que se sustituían religiosamente cada semana. Dos incursiones de la brigada antivicio en el bloque por la entrada de la planta baja, encima del club, acabaron en un pobre balance: la detención de un puñado de putas cansadas, de las cuales pocas sabían inglés y menos aún tenían papeles, y de un par de clientes. No consiguieron prender a ningún macarra, y a las mujeres, como la policía bien sabía, era fácil sustituirlas.

Esas dos noches, las puertas del St. Daniil permanecieron cerradas a cal y canto, y cuando la policía consiguió entrar, sólo encontró a un camarero aburrido y a un par de rusos, viejos y desdentados, jugando al póquer por cerillas.

Era una noche de mediados de octubre. Fuera había oscurecido hacía rato y en el club sólo quedaba una persona en uno de los reservados. El hombre allí sentado era un ucraniano a quien se conocía como «el Sacerdote». Había estudiado en un seminario ortodoxo durante tres años antes de descubrir su verdadera vocación, la de proporcionar básicamente la clase de servicios por los que en general los sacerdotes ofrecían la absolución. El nombre oficioso del club, St. Daniil, o San Daniel, daba fe del breve coqueteo del Sacerdote con la vida religiosa. El monasterio de San Daniel era el claustro más antiguo de Moscú, un bastión del credo ortodoxo incluso durante los peores excesos de la era comunista, cuando muchos de sus sacerdotes se convirtieron en mártires y los restos del propio san Daniel fueron trasladados de manera furtiva a Estados Unidos a fin de librarlos de todo mal.

A diferencia de muchos de quienes trabajaban para él, el Sacerdote hablaba inglés apenas sin acento. Había formado parte de una primera oleada de inmigrantes de la Unión Soviética, gente que había hecho el esfuerzo de aprender las costumbres de ese nuevo mundo, y aún recordaba la época en que allí sólo vivían viejos en apartamentos de protección oficial, entre casitas vacías en estado de creciente abandono, a años luz de los tiempos en que la zona era un foco de atracción para inmigrantes y neoyorquinos por igual, deseosos de abandonar el hacinamiento de los barrios de Brownsville, Nueva York Este y el Lower East Side de Manhattan en busca de un espacio donde vivir y sentir el aire del mar en los pulmones. El Sacerdote se enorgullecía de su propia sofisticación. Leía el Times, no el Post. Iba al teatro. Cuando él estaba allí, en su reino, el televisor no proyectaba porno ni DVDs mal copiados; ponían BBC World o, a veces, la CNN. Fox News no le gustaba, pues miraba hacia dentro y él era un hombre que siempre miraba al mundo del exterior, más amplio. De día tomaba té; de noche, sólo un brebaje de fruta que sabía a ciruela. Era un hombre ambicioso, un príncipe que deseaba llegar a rey. Rendía homenaje a los ancianos, los que habían estado en las cárceles de Stalin, aquellos cuyos padres habían creado la empresa criminal que ahora alcanzaba su cenit en una tierra lejos de la suya. Pero incluso mientras se inclinaba ante ellos buscaba maneras de socavar su poder. Calculaba la fuerza de posibles rivales entre los de su propia generación, y preparaba a su gente para el inevitable baño de sangre que, sancionado o no, se produciría. Recientemente había sufrido varios reveses. Aunque habrían podido evitarse ciertos errores, la culpa no había sido del todo suya. Por desgracia, otros no lo veían de esa manera. Quizá, pensaba, el baño de sangre tendría que empezar antes de lo previsto.

Ése había sido un mal día, uno más en una serie de días malos. Por la mañana había surgido un problema en los lavabos y el local aún apestaba, pese a que, por lo visto, la complicación quedó resuelta en cuanto los fontaneros, de una compañía de confianza, se pusieron manos a la obra. Cualquier otro día, el Sacerdote habría podido marcharse a otra parte, pero tenía asuntos pendientes y cabos sueltos que atar en el club, de modo que estaba dispuesto a soportar el mal olor en el aire todo el tiempo que fuera necesario.

Ojeó unas fotografías que había sobre la mesa ante éclass="underline" policías infiltrados, algunos probablemente hablasen ruso. Eran gente decidida, por decir poco. Intentaría identificarlos y buscaría una forma de presionarlos utilizando a sus familias. La policía estrechaba cada vez más el cerco. Después de años de maniobras inútiles contra él, habían encontrado una brecha. Dos de sus hombres habían muerto en Maine el invierno anterior, junto con dos intermediarios. Con sus muertes se había destapado una parte pequeña pero lucrativa de las actividades del Sacerdote en Boston: la pornografía y prostitución infantiles. Se había visto obligado a interrumpir ambos servicios, y eso, a su vez, había repercutido en la entrada ilegal de mujeres y niños en el país, impidiéndole cubrir las inevitables bajas en su cuadra de putas, y en las cuadras de otros. Perdía dinero a mansalva, y eso no le gustaba. También otros sufrían las consecuencias, y a él le constaba que lo consideraban culpable. Ahora su club apestaba a excrementos y era sólo cuestión de tiempo que por fin se estableciese la relación entre aquellas muertes y él.

Pero le había llegado la voz de que al menos uno de sus problemas quizá tuviese solución. Todo aquello empezó porque un detective privado de Maine tuvo que meterse donde no debía. Si lo mataba, no se libraría de la policía -tal vez incluso aumentaría la presión sobre él durante un tiempo-, pero por lo menos serviría como advertencia a sus perseguidores y a aquellos que pudieran sentirse tentados de atestiguar contra él, y de paso le proporcionaría una pequeña satisfacción personal.

Desde la puerta, alguien gritó en ruso:

– Jefe, ya están aquí.

Una semana antes un hombre se había presentado en las oficinas de los Servicios de Limpieza y Desagües Big Earl, S.A., en Nostrand Avenue. En lugar de entrar por el vestíbulo, con su vistosa moqueta y fragante olor, había rodeado el edificio hasta la zona de mantenimiento y tratamiento de residuos.

Allí el olor no era ni mucho menos fragante.

Entró en el garaje y subió por una escalera hasta un despacho acristalado. Éste contenía un escritorio, varios archivadores disparejos y dos tableros de corcho cubiertos de facturas, cartas y un par de calendarios antiguos con mujeres en paños menores. Sentado detrás del escritorio había un hombre alto y delgado que lucía una corbata de poliéster verde y amarilla, realzada por una camisa blanca. Tenía el pelo del color castaño Grecian 2000 y jugueteaba compulsivamente con su bolígrafo, señal inequívoca del fumador privado de su droga, aunque sólo fuese de manera temporal. Alzó la vista al abrirse la puerta y entrar el visitante. El recién llegado era de una estatura inferior a la media y vestía un chaquetón azul marino abotonado hasta el cuello, vaqueros rotos y descoloridos y zapatillas de color rojo intenso. Tenía barba de tres días, pero, tal y como la llevaba, cabía pensar que siempre era de tres días. Parecía casi cultivada, con cierto desaliño. «Desastrada» era la palabra que a uno le acudía a la mente.

– ¿Intenta dejarlo? -preguntó el visitante.

– ¿Eh?

– ¿Intenta dejar de fumar?

El hombre miró el bolígrafo que sostenía en la mano derecha y casi se sorprendió de que no fuese un cigarrillo.

– Sí, así es. Mi mujer lleva años dándome la lata. Y el médico también. He pensado que debía probar a ver qué pasa.

– Debería usar esos parches de nicotina.