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– La obstetricia es una especialidad anodina hoy día. No es como cuando estudiaba la carrera…

– Disculpe -dije-, he encontrado esto.

– Ah -dijo el cirujano, volviéndose-. Gracias. ¿Ha hablado ya con el señor Brodsky? Muy bien.

De pronto sentí una intensa rabia por haberme dejado implicar en todo aquel asunto, y, quizá un tanto irritado, dije:

– ¿Es que en esta ciudad no hay medios suficientes para hacer frente a eventualidades como ésta?

– Hemos llamado hace ya una hora -dijo Geoffrey Saunders-. Desde aquella cabina. Desgraciadamente, esta noche no hay muchas ambulancias disponibles a causa de la gran velada que está a punto de celebrarse en el auditórium.

Miré hacia donde señalaba Saunders y vi que, efectivamente, a cierta distancia de la carretera, casi donde empezaba la espesura, había una cabina telefónica. Al verla recordé de pronto el urgente asunto que me había traído hasta allí, y se me ocurrió telefonear a Sophie, ya que de ese modo podría no sólo avisarla de lo que sucedía sino asimismo preguntarle cómo llegar hasta su apartamento.

– Si me disculpan un momento… -dije, encaminándome hacia la cabina-. Tengo que hacer una llamada urgente.

Caminé hasta los árboles y entré en la cabina. Mientras me hurgaba en los bolsillos en busca de unas monedas, vi que el cirujano se acercaba despacio hacia Brodsky, con la sierra oculta a su espalda. Geoffrey Saunders y los otros se habían quedado atrás, y se movían en círculos con aire inquieto, mirando dentro de sus jarras metálicas o en dirección a sus zapatos. El cirujano, entonces, se volvió y les dijo algo, y dos de ellos, Geoffrey Saunders y un joven con cazadora de cuero marrón, le siguieron de mala gana. Luego, al llegar a donde estaba Brodsky, se quedaron mirándolo con expresión sombría.

Dejé de mirarles y marqué el número de Sophie. La señal sonó varias veces, y al cabo Sophie descolgó el teléfono con voz soñolienta y un tanto alarmada. Aspiré profundamente.

– Escucha -dije-. No pareces darte cuenta de la presión que estoy soportando en estos momentos. ¿Te crees que es fácil para mí? Ya no me queda casi tiempo y ni siquiera dispongo de un segundo para inspeccionar la sala de conciertos. Y en cambio aquí me tienes, ocupado en todas esas cosas que la gente espera de mí. ¿Crees que ésta es para mí una noche fácil? ¿Te das cuenta de la noche que es? Mis padres van a estar en el auditórium. ¡Exactamente! ¡Por fin vienen! ¡Esta noche! ¡Puede que hasta estén ya allí! Y mira lo que está pasando. ¿Me dejan las manos libres para que me prepare? No, me abruman con una cosa tras otra. Con ese maldito turno de preguntas y respuestas, por ejemplo. Han llevado incluso un marcador electrónico. ¿No es increíble? ¿Qué esperan de mí? Esa gente da por descontadas muchas cosas. ¿Qué esperan de mí, precisamente esta noche? Pero es lo mismo que en todas partes. Lo esperan todo de mí. Y puede que luego hasta la tomen conmigo, no me extrañaría nada. Cuando no estén contentos con mis respuestas, la tomarán conmigo. Y ¿qué va a ser de mí entonces? Puede que no pueda ni llegar al piano. O que mis padres se marchen en cuanto la gente se vuelva contra mí…

– Oye, tranquilízate -dijo Sophie-. Todo va a ir bien. No van a tomarla contigo. Siempre dices que la van a tomar contigo, y hasta el momento nadie, ni una sola persona en todos estos años, la ha tomado contigo.

– Pero ¿es que no entiendes lo que te estoy diciendo? Ésta no es una noche cualquiera. Vienen mis padres. Si la gente se vuelve contra mí, será…, será…

– Nadie va a volverse contra ti -me interrumpió de nuevo Sophie-. Siempre dices lo mismo. Llamas desde todos los rincones del mundo para decírmelo. Cuando te pones así, siempre haces lo mismo. Que van a volverse contra ti, que van a «descubrirte». ¿Y qué sucede realmente? Que horas después vuelves a llamarme para decirme que estás tan tranquilo y satisfecho. Y te pregunto qué tal ha ido todo, y tú pareces hasta sorprendido de que te lo pregunte. «Oh, perfectamente», me dices. Siempre es lo mismo, y luego te pones a hablar de otras cosas como si lo anterior no mereciera ni el más mínimo comentario…

– Un momento. ¿A qué te refieres? ¿A qué llamadas telefónicas te refieres? ¿Te das cuenta de las molestias que me tomo para hacértelas? A veces estoy terriblemente ocupado, y sin embargo encuentro un hueco en mi apretada agenda para llamarte, para asegurarme de que estás bien. Y las más de las veces eres tú la que aprovechas la llamada para contarme tus problemas. ¿Qué es lo que pretendes al decir que te digo todas esas cosas…?

– De nada sirve hablar de ello ahora… Lo que quiero decir es que todo va a salir bien esta noche.

– Para ti es muy fácil decir eso. Eres como todos los demás. Lo das todo por hecho. Piensas que lo único que tengo que hacer es salir al escenario, y que lo demás se da por añadidura… -De pronto me acordé de Gustav tendido en el colchón de aquel camerino desnudo, y callé al instante.

– ¿Qué pasa? -preguntó Sophie.

Seguí unos cuantos segundos poniendo en orden mis pensamientos, y al final dije:

– Escucha, hay algo que debo decirte. Son malas noticias. Lo siento.

Sophie guardó silencio.

– Tu padre -dije-. Se ha puesto enfermo. Está en la sala de conciertos. Tienes que venir inmediatamente.

Hice otra pausa, pero Sophie siguió en silencio.

– Está aguantando bien -continué al cabo de un momento-. Pero tienes que venir inmediatamente. Boris también. De hecho te llamaba para eso. Tengo un coche. Voy de camino a recogeros.

La línea siguió muda durante una eternidad. Y al cabo Sophie dijo:

– Siento lo de anoche. Me refiero a lo de la Karwinsky Gallery. -Calló. Pensé que iba a guardar silencio otro largo rato, pero continuó enseguida-: Estuve patética. No tienes por qué fingir. Sé que estuve patética. No sé lo que me pasa, pero no consigo desenvolverme normalmente en situaciones como ésa. Voy a tener que asumirlo. Nunca seré capaz de viajar contigo de ciudad en ciudad, de acompañarte en esas giras. No puedo hacerlo. Lo siento.

– Pero ¿qué importa eso? -dije con delicadeza-. La galería de anoche… Ya la he olvidado por completo. ¿A quién le importa la impresión que hayas podido causar a gente de ese tipo? Eran horribles; todos ellos. Y tú fuiste, con mucho, la mujer más bella de todas las presentes.

– No puedo creerte -dijo Sophie, echándose a reír de pronto-. Estoy hecha una vieja.

– Pero envejeces maravillosamente.

– ¡Pero qué dices! -Volvió a reír-. ¿Cómo te atreves?

– Perdona -dije, riendo también-. Quería decir que no has envejecido en absoluto. No hasta el punto de que se te note, al menos.

– ¿No hasta el punto de que se me note?

– No sé lo que… -dije, confuso. Me eché a reír de nuevo-. Puede que estuvieras ojerosa y fea. Ya no me acuerdo.

Sophie soltó otra carcajada. Y luego guardó silencio. Cuando volvió a hablar, su voz había recuperado el tono grave:

– Pero qué patética estuve. Ni siquiera podré viajar contigo mientras siga así.

– Mira, te lo prometo: no seguiré viajando mucho tiempo. Esta noche, si todo va bien, nunca se sabe… Esta noche podría ser…

– Siento no haber encontrado nada aún. Te prometo encontrar algo muy pronto. Un sitio para nosotros, cómodo de verdad…

No logré encontrar una respuesta adecuada a esto, y nos quedamos callados unos segundos. Luego oí que me decía:

– ¿Seguro que no te importa? ¿Cómo me comporté anoche? ¿Cómo me comporto siempre?

– No me importa en absoluto. En recepciones como ésa, puedes comportarte como quieras. Hacer lo que te venga en gana. No tiene la menor importancia. Tú vales mucho más que todos los invitados juntos de cualquiera de esas salas.

Sophie se quedó callada. Y proseguí:

– En parte también es culpa mía. Lo de la casa, quiero decir. No es justo que te encargues tú sola de buscarla. Quizá a partir de ahora, si la velada de hoy sale bien, podamos hacerlo de otro modo. Podríamos buscar juntos.

La línea quedó en silencio, y me pregunté si Sophie seguiría aún al otro extremo. Pero al poco le oí decir con voz distante, soñadora:

– Vamos a encontrar algo enseguida, ¿verdad?

– Sí, por supuesto que sí. Buscaremos juntos. Con Boris. Encontraremos algo.

– Y vienes enseguida, ¿verdad? A llevarnos a ver a papá.

– Sí, sí. Pasaré a buscaros tan pronto como pueda. Así que procura estar preparada. Los dos.

– Sí, de acuerdo. -Su voz seguía siendo lejana, y carente de urgencia-. Iré a despertar a Boris. Sí, de acuerdo.

Cuando salí de la cabina, me pareció ver en el cielo inequívocos indicios de que se acercaba el alba. Divisé al grupo en torno a Brodsky, y, al acercarme, vi al cirujano arrodillado, serrando. Brodsky parecía aceptar en silencio su tormento, pero luego, justo cuando llegué al coche, lanzó un pavoroso grito que retumbó entre los árboles.

– Tengo que marcharme -dije, sin dirigirme a nadie en particular, y sin que nadie pareciera oírme. Pero luego, cuando cerré la portezuela y puse el motor en marcha, todas las caras se volvieron hacia mí con expresión horrorizada. Y antes de que pudiera subir la ventanilla, llegó corriendo Geoffrey Saunders.

– Escucha -dijo en tono airado-. Escúchame: no puedes irte como si tal cosa. En cuanto logremos liberarle, necesitaremos un coche para llevarle a algún sitio. Necesitaremos tu coche, ¿es que no te das cuenta? Es de sentido común.