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Habíamos salido a lo que parecía la plaza de un pueblo pequeño. Vi unas cuantas tiendas, en las que presumiblemente se abastecerían de comestibles los habitantes del barrio, todas con las persianas metálicas cerradas a cal y canto para pasar la noche. En el centro de la plaza había un pequeño redondel verde, no mayor que una isleta de tráfico. Geoffrey Saunders me señaló una solitaria farola enfrente de las tiendas.

– Tú y tu chico tendréis que esperar ahí. Ya sé que no hay ninguna señal de parada, pero no te preocupes… Los autobuses paran ahí. Ahora, me temo que tendré que dejaros.

Boris y yo dirigimos la vista hacia el punto que nos había indicado Saunders. Había dejado de llover, pero la niebla flotaba en torno a la base de la farola. Nada parecía moverse a nuestro alrededor.

– ¿Estás seguro de que vendrá algún autobús? -pregunté.

– ¡Oh, sí! Claro que puede tardar un poco a estas horas de la noche. Pero no esperaréis en vano. Sólo tendréis que tener un poco de paciencia. Quizá os quedéis fríos esperando ahí de pie, pero…, creedme, valdrá la pena haber esperado. Surgirá de pronto en la oscuridad, brillantemente iluminado. Y en cuanto subáis, veréis qué caliente y cómodo es. Lleva siempre un animado grupo de pasajeros. Estarán riendo y bromeando, pasándose unos a otros tentempiés y bebidas calientes. Os recibirán con los brazos abiertos. Le dices al conductor que os deje en la iglesia medieval. Es un trayecto muy corto.

Geoffrey Saunders nos dio las buenas noches, se dio la vuelta y se alejó de nosotros. Boris y yo lo seguimos con la mirada mientras desaparecía por un callejón, entre dos casas, y después nos encaminamos despacio hacia la parada del autobús.

5

Permanecimos varios minutos de pie bajo la luz de la farola, envueltos en el silencio. Al cabo pasé mi brazo por los hombros de Boris y le dije:

– Debes de estar quedándote frío.

Él se arrebujó contra mi cuerpo, pero no dijo nada. Cuando bajé la vista para mirarle, vi que observaba pensativamente la negrura de la calle. En algún lugar, a lo lejos, un perro comenzó a ladrar, pero calló enseguida. Tras otro rato de silencio, dije:

– Lo siento, Boris. Debería haberlo pensado mejor. Lo siento mucho.

El pequeño guardó silencio unos instantes. Y al cabo dijo:

– No se preocupe. Pronto llegará el autobús.

Al otro lado de la plazuela, la niebla se agolpaba frente a la breve hilera de tiendas.

– No estoy muy seguro de que vaya a llegar ningún autobús, Boris -dije por fin.

– No se preocupe. Tiene que tener un poco de paciencia.

Seguimos aguardando unos minutos más. Luego repetí:

– Mira, Boris…, no estoy nada seguro de que vaya a venir ningún autobús.

El pequeño se volvió para mirarme, y suspiró cansinamente.

– Deje de preocuparse. ¿No ha oído lo que ha dicho ese hombre? Tenemos que esperar.

– Verás, Boris… A veces las cosas no salen como uno desea. Ni siquiera cuando alguien te dice que saldrán bien.

Boris dejó escapar otro suspiro.

– Pero el hombre lo ha dicho, ¿no? Además, mamá estará esperándonos.

Trataba de pensar lo que iba a decir luego cuando a los dos nos sobresaltó el sonido de una tosecilla. Y al volverme, bajo el círculo de luz de la farola, vi que alguien asomaba la cabeza por la ventanilla de un coche parado.

– Buenas noches, señor Ryder. Dispénseme, pero pasaba por aquí y le he visto por casualidad… ¿Va todo bien?

Di unos pasos en dirección al coche y reconocí a Stephan, el hijo del director del hotel.

– ¡Oh, sí, perfectamente! Gracias por su interés. Estamos…, bueno, estamos esperando al autobús.

– Tal vez podría llevarles… Voy a hacer una gestión, una misión delicada que me ha encomendado mi padre. La verdad es que hace bastante frío aquí… ¿Por qué no suben?

El joven salió del vehículo y abrió la puerta del acompañante y la trasera del mismo lado. Dándole las gracias, ayudé a Boris a subir al asiento trasero y me acomodé en el de delante. Al momento siguiente, el coche arrancó.

– Así que éste es su chico… -dijo Stephan mientras aceleraba por las calles desiertas-. Es un placer conocerle, aunque me da la impresión de que ahora está un poco cansado. Será mejor que descanse… Ya le daré la mano en otra ocasión.

Al mirar hacia atrás, vi que Boris se estaba quedando dormido, con la cabeza apoyada en el mullido reposabrazos.

– Por cierto, señor Ryder -prosiguió Stephan-. Supongo que desean volver al hotel…

– En realidad, Boris y yo nos dirigíamos al apartamento de una amiga. En el centro, cerca de la iglesia medieval.

– ¿La iglesia medieval? Hummm…

– ¿Le supone algún problema?

– ¡Oh, no! Ningún problema en absoluto. -Stephan giró el volante para doblar hacia otra calle oscura y estrecha-. Es sólo que…, bueno, que…, como le decía, iba a hacer una gestión. Una cita. Pero permítame que piense… -¿Se trata de algo urgente?

– Sí. En realidad, señor Ryder, es bastante urgente. Tiene que ver con el señor Brodsky, comprenda. De hecho es de vital importancia. Hummm… Me pregunto si a usted y a Boris no les importaría aguardar unos segundos mientras realizo mi encargo… Luego podré llevarles a donde quieran.

– Debe atender primero a sus asuntos, por supuesto. Pero le agradecería que no se retrasara mucho. Compréndame… Boris no ha cenado todavía.

– Acabaré lo antes que pueda, señor Ryder. Ojalá pudiera llevarles de inmediato…, pero es que no me atrevo a llegar tarde. Como le digo, se trata de un pequeño encargo un tanto delicado…

– Resuélvalo, pues. ¡Faltaría más! Esperaremos con mucho gusto.

– Trataré de hacerlo en un santiamén. Aunque, para serle sincero, no creo que pueda darme mucha prisa. En realidad se trata de una de esas cosas que normalmente resolvería papá personalmente, o alguien de más edad que yo… Pero se da la circunstancia de que la señorita Collins siempre ha tenido cierta debilidad por mí… -El joven se calló, algo cohibido. Y luego añadió-: No tardaré mucho.

Pasábamos por un barrio mucho más adecentado, más próximo -supuse- al centro de la ciudad. Las calles estaban mucho mejor iluminadas, y vi unos raíles de tranvía que discurrían a nuestro lado. De cuando en cuando se veía algún café o restaurante, cerrados ya, pero la zona, en su mayoría estaba llena de soberbios edificios de apartamentos. Todas las ventanas estaban a oscuras, y nuestro automóvil era tal vez lo único que turbaba el silencio en varios kilómetros. Stephan Hofftnan condujo sin despegar los labios durante varios minutos. Luego, de pronto, como si llevara algún tiempo tratando de decidirse, dijo:

– Perdóneme… Ya sé que es una impertinencia por mi parte, pero… ¿Está usted seguro de que no desea regresar al hotel? Lo digo, más que nada, por todos esos periodistas que le están esperando y demás…

– ¿Periodistas? -Miré hacia el exterior, hacia la noche-. ¡Ah, sí…! Los periodistas…

– ¡Dios santo! Confío en que no crea que soy un descarado. Es sólo que los he visto al salir del hotel. Estaban todos sentados en el vestíbulo, con sus carpetas y portafolios en las rodillas, muy animados ante la perspectiva de entrevistarle… Pero, como le digo, comprendo que no es asunto mío y que usted, naturalmente, lo tiene todo previsto.

– En efecto, en efecto -respondí en voz baja, y seguí mirando por la ventanilla.

Stephan guardó silencio, sin duda concluyendo que no debía insistir sobre el asunto. Pero yo pensaba en los periodistas, y al poco me vi tratando de recordar el hecho de haber concertado una cita con ellos. Y, la verdad, la imagen que el joven había evocado, un grupo de gente con carpetas y portafolios en ristre aguardando mi comparecencia, no me resultaba del todo ajena. Después de darle vueltas, sin embargo, no logré recordar con claridad que algo de ese tipo estuviera previsto en mi agenda, así que decidí olvidarme del asunto.

– Aquí es -dijo Stephan a mi lado-. Ahora, si tienen la bondad de disculparme unos minutos… Pónganse cómodos. Volveré tan pronto como pueda.

Nos habíamos detenido frente a un gran edificio blanco de apartamentos. Era de varias plantas, y sus balcones con rejas negras de hierro forjado le daban cierto aire español.

Stephan salió del coche, y le seguí con la mirada hasta el portal del edificio. Se paró frente al cuadro de timbres de los apartamentos, pulsó uno de ellos y se quedó esperando en una actitud que delataba cierto nerviosismo. Instantes después se encendieron las luces de la entrada.

Una mujer madura, de cabellos plateados, le abrió la puerta. Parecía delgada y frágil, pero en sus movimientos percibí una nota de distinción mientras sonreía a Stephan y le hacía pasar. La puerta se cerró al entrar Stephan, pero me di cuenta de que, echándome hacia atrás en el asiento, podía verles dentro del vestíbulo, a la luz interior, a través de un estrecho panel acristalado que había en un lateral de la puerta. Stephan estaba limpiándose los pies en el felpudo, y decía:

– Lamento presentarme sin haber avisado con más antelación…

– Ya le he dicho muchas veces, Stephan, que me encontrará aquí siempre que necesite tratar algún asunto conmigo -respondió la mujer.

– Es que, en realidad, señorita Collins, esta vez no era… Bueno, que no se trata de lo habitual. Deseaba hablar con usted de otra cosa, de algo muy importante. Papá habría venido personalmente, pero…, ¡estaba tan ocupado!