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El centro de la ciudad estaba tan silencioso y desprovisto de tráfico que no me había dado cuenta de que habíamos llegado. Pero, en efecto, nos acercábamos a la entrada del hotel.

– Si no le importa -dijo Stephan-, les dejaré aquí a usted y a Boris. Tengo que aparcar el coche en la parte de atrás.

En el asiento posterior, Boris parecía muy cansado, pero estaba despierto. Salimos del coche y me aseguré de que el pequeño le diera las gracias a Stephan antes de conducirlo hacia la puerta del hotel.

7

La iluminación era tenue en el vestíbulo, y el hotel, en general, parecía haberse sumido en un callado reposo. El joven recepcionista que me había recibido a mi llegada volvía a estar de servicio, aunque dormitaba en su silla detrás del mostrador. Al acercarnos alzó la vista y, al reconocerme, hizo un visible esfuerzo para despejarse.

– Buenas noches, señor -dijo animadamente, aunque al momento siguiente pareció vencerlo de nuevo el cansancio.

– Buenas noches. Necesitaré otra habitación. Para Boris -dije, poniendo una mano en el hombro del chico-. Lo más cerca de la mía que pueda, por favor.

– Déjeme ver qué puedo hacer, señor Ryder.

– Y, a propósito… Resulta que el mozo de ustedes, Gustav, es el abuelo de Boris… Me pregunto si, por casualidad, estará todavía en el hotel.

– ¡Oh, sí! Gustav vive aquí. En un cuartito arriba, en la buhardilla. Pero supongo que ahora estará durmiendo.

– Quizá no le importe que le despertemos. Sé que querrá ver enseguida a Boris.

El conserje consultó de reojo, con aire de duda, su reloj.

– Muy bien, señor…, como desee -dijo sin convicción, y levantó el auricular. Tras una breve pausa, le oí ponerse al habla con Gustav-. ¿Gustav? Lamento mucho molestarle, Gustav. Soy Walter. Sí, sí, siento haberle despertado. Sí, lo sé y lo siento de veras. Pero escuche, por favor. Acaba de llegar el señor Ryder. Le acompaña el nieto de usted.

Durante los segundos siguientes, el conserje se limitó a escuchar y asentir repetidas veces. Luego colgó el aparato y se volvió a mí, sonriente.

– Baja inmediatamente. Dice que se encargará de todo.

– Estupendo.

– Debe de estar usted muy cansado, señor Ryder…

– Sí, lo estoy. Ha sido un día agotador. Pero creo que aún me queda un compromiso… Creo que hay unos periodistas esperándome…

– ¡Ah! Se han marchado hace como una hora. Dijeron que concertarían otra entrevista con usted. Les sugerí que lo trataran directamente con la señorita Stratmann, para evitar que lo molestaran. La verdad, señor, se le ve muy fatigado. Debería dejar de preocuparse y subir a su cuarto a acostarse.

– Sí, creo que sí. Humm. Así que se han ido… Primero se presentan sin previo aviso, y luego se van así…

– En efecto, señor, muy fastidioso… Pero, si me permite insistir, señor Ryder, debería irse a la cama y dormir. No tiene por qué preocuparse. Estoy seguro de que todo podrá hacerse puntualmente.

Agradecí al joven empleado sus tranquilizadoras palabras, y por primera vez en varias horas me invadió una sensación de calma. Apoyé los codos en el mostrador de recepción, y por unos instantes dormité allí mismo de pie. No llegué a dormirme del todo, sin embargo, y en todo momento fui consciente de que Boris había reclinado la cabeza en mi costado, y de que la voz del conserje seguía hablando en el mismo tono sedante a pocos centímetros de mi cara.

– Gustav no tardará -estaba diciéndome- y se ocupará de que su chico esté cómodo. Créame, no tiene por qué preocuparse de nada más, señor. Y la señorita Stratmann…, bueno, aquí en el hotel la conocemos desde hace mucho tiempo. Una dama de lo más eficiente. Se ha ocupado ya en otras ocasiones de los asuntos de muchos huéspedes importantes, y a todos les ha producido una inmejorable impresión. No comete errores. Así que puede dejar en sus manos lo de esos periodistas; no habrá ningún problema. En cuanto a Boris, le daremos una habitación justo enfrente de la suya, al otro lado del pasillo. Tiene muy buenas vistas por la mañana… Seguro que le gustará. De verdad, señor Ryder…, creo que debería irse a dormir. No creo que haya nada más que pueda usted hacer hoy. De hecho, si me permite sugerírselo, creo que haría bien en confiar a Boris a su abuelo en cuanto suban a sus habitaciones. Gustav bajará enseguida; se estará poniendo el uniforme, por eso está tardando un poco. Pero se presentará aquí enseguida, y de punta en blanco… Así es el bueno de Gustav: uniforme inmaculado, nada fuera de su sitio… En cuanto aparezca, déjelo usted a cargo de todo. Seguro que no tarda… Debe de estar atándose los cordones de los zapatos, sentado al borde de la cama… Me lo imagino ya listo, levantándose de un brinco…, con cuidado, para no darse un coscorrón en la cabeza con las vigas… Una rápida pasada del peine y, sin dilación, al pasillo… Sí, será cosa de segundos… Suba tranquilo a su habitación, señor Ryder…, relájese, y a dormir toda la noche de un tirón. Permítame recomendarle un ponche antes de acostarse: uno de nuestros cócteles especiales que encontrará ya preparados en el minibar de la habitación. Son excelentes. Aunque quizá prefiera encargar que le suban alguna bebida caliente… Y, si le apetece, podría escuchar un ratito el hilo musical, alguna música sedante… A estas horas de la noche hay un canal que emite desde Estocolmo música nocturna de jazz, muy suave… Es francamente relajante. Yo lo sintonizo a menudo para relajarme. Pero si piensa que, en realidad, no necesita relajarse…, ¿me permite sugerirle ir al cine? Muchos de nuestros huéspedes están allí en este preciso instante.

Esta última observación -la alusión al cine- me sacó de mi somnolencia. Enderezando el cuerpo, pregunté:

– Perdone, pero ¿qué es lo que acaba de decir? ¿Que muchos de los huéspedes del hotel se han ido al cine?

– Sí, hay uno aquí mismo, al doblar la esquina. Hay una sesión de madrugada. Son muchos los clientes que piensan que meterse en él y ver una película les ayuda a descansar al final de un día ajetreado. Puede ser una buena alternativa a tomar un cóctel o una bebida caliente.

Sonó el teléfono junto a su mano, y el conserje, excusándose, lo descolgó. Advertí que, mientras escuchaba, me miró varias veces con cierto embarazo. Al cabo dijo:

– Precisamente está aquí mismo, señora -y me tendió el aparato.

– ¿Dígame? -pregunté.

La línea quedó en silencio unos segundos, pero luego oí una voz femenina:

– Soy yo.

Tardé un instante en darme cuenta de que se trataba de Sophie. Pero, nada más percatarme de ello, sentí que me invadía una honda de irritación hacia ella, y sólo la presencia de Boris me impidió gritarle airadamente. Finalmente adopté un tono de extrema frialdad:

– Así que eres tú…

Siguió un nuevo silencio, muy breve, y luego oí que me decía:

– Llamo desde aquí fuera, desde la calle. Os he visto entrar a ti y a Boris. Quizá sea mejor que él no me vea, tendría que estar ya en la cama hace rato. Procura que no se entere de que estás hablando conmigo.

Bajé la vista para mirar a Boris, que seguía de pie, reclinado sobre mí, casi dormido.

– Pero… ¿qué es exactamente lo que te traes entre manos? -pregunté.

Oí que dejaba escapar un hondo suspiro, y luego respondió:

– Tienes toda la razón para estar enfadado conmigo. Yo… Bueno, no sé qué ha sucedido. Ahora veo lo tonta que he sido…

– Mira… -la interrumpí, temiendo no ser capaz de contener mi ira por más tiempo-. ¿Dónde estás ahora?

– Al otro lado de la calle, bajo los arcos. Frente a las tiendas de antigüedades.

– Iré dentro de un minuto. No te muevas de ahí.

Devolví el aparato al conserje, y sentí cierto alivio al advertir que Boris había estado medio dormido durante la conversación telefónica. En aquel preciso instante se abrieron las puertas del ascensor, y apareció Gustav, que se encaminó hacia nosotros por la gruesa moqueta del piso.

El aspecto de su uniforme era ciertamente impecable. Los cabellos canosos los llevaba húmedos y perfectamente peinados. Una leve hinchazón alrededor de los ojos y cierta rigidez al caminar eran los únicos indicios de que había estado durmiendo como un leño hasta pocos minutos antes.

– ¡Ah, señor, buenas noches! -dijo al acercarse.

– Buenas noches.

– Ah, ha traído con usted a Boris… Es muy amable de su parte haberse tomado tantas molestias. -Gustav se aproximó unos pasos más y observó a su nieto con cara sonriente-. ¡Dios mío, señor…, mírele! Se ha quedado dormido.