Tan pronto como aparecieron en la pantalla las impresionantes secuencias del mundo prehistórico, sentí que me relajaba y no tardé en abandonarme cómodamente a la magia del filme. Estábamos ya en la parte central de la trama -con Clint Eastwood y Yul Brynner a bordo de la nave espacial, rumbo a Júpiter- cuando oí que Sophie decía a mi lado:
– Aunque el tiempo podría cambiar, por supuesto.
Di por descontado que se refería a la película, y respondí con un murmullo de asentimiento. Pero minutos después volvió a hablarme:
– El año pasado tuvimos un otoño espléndido, soleado, como el de este año. Duró muchísimo. La gente siguió yendo a tomar café en las terrazas de los bares hasta bien entrado noviembre. Pero luego, de pronto, de la noche a la mañana, se presentó el frío. Podría volver a ocurrir lo mismo este invierno. Nunca se sabe, ¿verdad?
– No, supongo que no -admití. Pero esta vez, por supuesto, ya me había dado cuenta de que me estaba hablando del abrigo.
– Aun así, no es tan urgente.
Cuando volví a mirarla de soslayo, me pareció que estaba atenta a la película. Fijé también la vista en la pantalla, pero a los pocos segundos, en la oscuridad de la sala, comenzaron a pasar por mi memoria fragmentos de recuerdos que distrajeron una vez más mi atención de la película.
Me vi evocando vividamente cierta ocasión en que me hallaba sentado en un sillón incómodo, y tal vez mugriento. Es probable que fuera por la mañana, la mañana triste de un día gris, y que hubiera estado leyendo el periódico. Boris estaba tumbado de bruces cerca de mí, en la alfombra, garabateando en un bloc de dibujo con un lápiz de cera. Por la edad del niño -era aún muy pequeño- inferí que se trataba de un recuerdo de hacía seis o siete años, aunque no podía recordar la habitación ni la casa en que estábamos. Habían dejado entreabierta la puerta que daba al cuarto contiguo, del que llegaban varias voces femeninas que charlaban animadamente.
Yo llevaba algún tiempo leyendo el periódico en aquel incómodo sillón, pero algo en Boris -quizá un cambio sutil en su actitud o en su postura- hizo que lo mirara. Me bastó un vistazo para hacerme cargo de la situación: Boris se las había arreglado para dibujar en su hoja un «Superman» perfectamente identificable. Llevaba semanas intentándolo, pero a pesar de nuestras palabras de ánimo hasta entonces no había sido capaz de lograr darle siquiera un parecido aceptable. Y ahora, sin embargo, lo había logrado de pronto, quizá por una de esas conjunciones del azar y del progreso que son tan frecuentes en la infancia. El dibujo no estaba acabado -la boca y los ojos requerían unos toques últimos-, pero, aun así, enseguida me di cuenta del gran triunfo que aquello representaba para él. Y le habría dicho algo, pero también observé que se hallaba volcado sobre su obra en un estado de enorme tensión, con el lápiz en ristre sobre el bloc. Sin duda vacilaba entre dejarlo como estaba o seguir retocándolo y arriesgarse a estropearlo. Yo me había hecho cargo de su apremiante dilema, e incluso había estado a punto de decirle en voz alta: «Déjalo, Boris. Está bien así. No lo toques más, y que todos puedan ver lo que has conseguido. Enséñamelo, y luego ve a enseñárselo a tu madre y a todas esas personas que están charlando ahí al lado. ¿Qué importa que no esté acabado del todo? Se van a quedar todas boquiabiertas, y se sentirán orgullosas de ti. Más vale que no lo toques: podrías estropearlo.» Pero no dije nada y, en lugar de ello, seguí observándolo asomando la cabeza por el borde del Periódico. Finalmente, Boris tomó una decisión, y se puso a añadir al gunos detalles con sumo cuidado. Hasta que, ganando confianza, se empleó a fondo y empezó a utilizar el lápiz con bastante inconsciencia. Al poco interrumpió su tarea para contemplar en silencio el resultado. Y entonces -todavía recuerdo la angustiosa sensación que aquello me causó- presencié su desesperado intento de salvar el dibujo añadiendo más y más trazos. Hasta que, con una expresión de profundo abatimiento, dejó el lápiz sobre el bloc y, levantándose, abandonó la habitación sin decir ni una palabra.
El episodio me había afectado de forma sorprendente, y aún me hallaba en pleno esfuerzo por apaciguar mis emociones cuando la voz de Sophie había dicho desde algún punto cercano:
– No comprendes nada, ¿verdad?
Yo había bajado el periódico, sorprendido por lo acerbo de su tono, y la vi de pie frente a mí, mirándome. Luego Sophie había añadido:
– No tienes ni idea de lo mucho que he sufrido al observarlo. Jamás lo comprenderás. ¡Mírate…! ¡Leyendo el periódico! -Había bajado la voz para dar aún más intensidad a sus palabras-. ¡Ésa es la diferencia! No es hijo tuyo… Podrás decir lo que quieras, pero no es lo mismo. Jamás sentirás por él lo que siente un auténtico padre. ¡Mírate! No puedes ni imaginar lo que he sufrido.
Dicho lo cual, se había dado media vuelta y había salido de la habitación.
Se me pasó por la cabeza seguirla a la habitación de al lado y, hubiera o no visitas, obligarla a escucharme. Pero al final me decidí por aguardarla allí, y esperar a que regresara. Y lo cierto es que Sophie volvió a los pocos minutos; aunque algo que advertí en su actitud me aconsejó no decirle nada y dejar que volviera a marcharse. Luego, aunque durante la media hora siguiente Sophie entró y salió de la habitación varias veces, y pese a lo decidido que estaba a decirle lo que sentía, permanecí en silencio. Hasta que, en determinado momento, comprendí que ya se había pasado la oportunidad de abordar la cuestión sin riesgo de hacer el ridículo, y volví a refugiarme en mi periódico con un vivo sentimiento de frustración y culpa.
– Dispense… -dijo una voz detrás de mí, al tiempo que una mano me tocaba el hombro. Al volverme vi a un individuo en la fila inmediatamente posterior a la nuestra que, con el cuerpo inclinado hacia adelante, me estudiaba detenidamente-. Es usted el señor Ryder, ¿verdad? ¡Dios bendito, pues claro que sí! Perdóneme, se lo ruego. Llevo todo el rato sentado justo detrás de usted y no le había reconocido en la penumbra. Soy Karl Pedersen. Tenía muchas ganas de conocerle en la recepción preparada para esta mañana; pero, claro, no contaba con las circunstancias imprevisibles que le han impedido llegar… ¡Qué casualidad encontrarle aquí ahora!
Era un hombre de pelo cano, con gafas y expresión bondadosa. Enderecé un poco mi postura.
– ¡Ah, sí, señor Pedersen…! Encantado de conocerle. Como bien dice, lo de esta mañana ha sido el colmo de la mala suerte. Yo también tenía grandes deseos de conocer…, de conocerles a todos ustedes.
– Pues da la casualidad de que ahora mismo están aquí, en el cine, varios concejales de nuestra ciudad, que han lamentado mucho no poder darle la bienvenida esta mañana. -Escrutó la oscuridad-. Si pudiera saber dónde se han sentado… Me gustaría presentarle a un par de ellos. -Volviéndose en su butaca, estiró el cuello para mirar hacia filas de atrás-. Por desgracia no consigo ver a ninguno…
– Me encantará conocer a sus colegas, por supuesto. Pero ahora ya es tarde, y además están viendo la película. Será mejor dejarlo para otro momento. Seguro que habrá más ocasiones.
– No consigo ver a ninguno de ellos -repitió el hombre, volviéndose hacia mí de nuevo-. ¡Qué lástima! Sé que están en algún lugar de este cine. En todo caso, señor, ¿me permite expresarle, como miembro del ayuntamiento, el placer y el honor que supone para todos nosotros su visita?
– Es usted muy amable.
– Según dicen, el señor Brodsky ha estado soberbio esta tarde en el auditórium. Tres o cuatro horas ensayando a conciencia.
– Sí, ya me he enterado. Es magnífico.
– A propósito, señor…, ¿ha estado ya en nuestro auditórium?
– ¿El auditórium? Bien…, no. Desgraciadamente, aún no he tenido la oportunidad…
– Comprendo. Han sido muchas horas de viaje. En fin…, queda mucho tiempo. Estoy seguro de que le impresionará nuestro auditórium, señor Ryder. Es un hermoso edificio antiguo y, por muchas cosas que hayamos abandonado a los estragos del tiempo en nuestra ciudad, nadie podrá acusarnos jamás de no haber velado por nuestro auditórium. Un edificio antiguo muy hermoso, como le digo, y situado en un marco maravilloso. Me refiero al Liebmann Park, por supuesto. Podrá verlo usted mismo, señor Ryder. Un agradable paseo entre los árboles y, al llegar al claro…, ¡helo ahí! ¡El auditórium! Ya lo verá usted, señor. Es un lugar ideal para que se den cita nuestros conciudadanos, lejos del bullicio callejero. Recuerdo que, cuando yo era niño, teníamos una orquesta municipal, y el primer domingo de cada mes nos congregábamos todos en ese claro del parque antes del concierto. Aún puedo ver la llegada de las familias, todos de punta en blanco…, gente y más gente que venía por entre los árboles dirigiéndose saludos. Y nosotros, la chiquillería, correteando de acá para allá. En otoño teníamos un juego, un juego especial. Nos poníamos a recoger todas las hojas caídas que podíamos, las llevábamos hasta el cobertizo del jardinero y las amontonábamos a un lado. Había allí, en la pared del cobertizo, un tablón así de alto, que tenía una marca. Y nos habíamos pasado unos a otros la consigna de que teníamos que amontonar las hojas suficientes para que la altura del montón llegara hasta la marca antes de que los adultos empezaran a llenar el auditórium. Porque, si no lo conseguíamos, la ciudad entera saltaría en mil pedazos, o algo parecido. Así que allí estábamos todos, yendo y viniendo a todo correr con los brazos cargados de hojas húmedas. Es muy fácil para cualquiera de mi edad sentirse nostálgico, señor Ryder, pero no le quepa duda: ésta fue en el pasado una comunidad muy feliz. Con familias muy grandes y muy dichosas. Y amistades reales, duraderas. El trato entre la gente era cordial y afectuoso. La nuestra fue una maravillosa comunidad, sí, señor. Durante muchos años. Voy a cumplir los setenta y seis, así que bien puedo dar testimonio de ello.