Habíamos entrado en una autopista. La calzada era ancha y recta. Ante ella se abría un vasto espacio de cielo. Frente a nosotros, en la lejanía, vi dos pesados camiones que circulaban por el carril lento. A excepción de ellos, la autopista estaba prácticamente vacía.
– Espero que no piense -dijo Christoff al cabo de unos instantes- que el traerle hoy a este almuerzo sólo es una estratagema para recuperar mi preeminencia en la ciudad. Soy perfectamente consciente de que mi posición personal no admite vuelta atrás. Además, ya no me queda nada que dar. Lo he dado todo, todo lo que tenía; se lo he dado todo a esta ciudad. Quiero marcharme a alguna parte, muy lejos, a algún lugar tranquilo, yo solo, y olvidarme para siempre de la música. Mis protegidos, por supuesto, se quedarán desolados cuando me vaya. Aún no han aceptado la idea. Quieren que me quede y luche. Una palabra mía, y se pondrían manos a la obra, harían todo lo imaginable, incluso ir de puerta en puerta. Les he dicho cómo están las cosas, se lo he explicado con toda franqueza, pero ellos siguen sin aceptarlo. Les resulta tan difícil… Me han venerado durante tanto tiempo… Encontraban sentido a las cosas a través de mí. Se quedarán anonadados. Pero no importa: esto tiene que terminar. Quiero que termine. Todo, hasta Rosa. Cada minuto de nuestro matrimonio ha sido para mí precioso, señor Ryder. Pero saber que ha de acabar, aunque sin saber bien cuándo… Ha sido terrible. Quiero que todo termine ahora mismo. Quiero bien a Rosa. Espero que encuentre a alguien, a alguien de la talla adecuada. Sólo espero que tenga el buen juicio de mirar más allá de esta ciudad. Esta ciudad no puede proporcionarle el perfil humano que ella necesita en un marido. Nadie aquí entiende la música lo bastante. ¡Ah, si yo tuviera su talento, señor Ryder…! Rosa y yo envejeceríamos juntos…
El cielo se había encapotado. El tráfico seguía siendo escaso, y de cuando en cuando teníamos que adelantar a camiones de transporte de larga distancia antes de poder volver a pisar el acelerador. Surgieron densos bosques a ambos lados del asfalto, que al final dieron paso a vastas extensiones llanas de tierra de labrantío. El cansancio de los últimos días empezó a vencer mi resistencia física, y mientras contemplaba cómo se iba desplegando ante nosotros la autopista me resultaba difícil resistirme al apremio de echar una cabezada. Entonces oí la voz de Christoff que me decía:
– Hemos llegado.
Y abrí los ojos de nuevo.
14
Habíamos aminorado la marcha y nos acercábamos a un pequeño café -un bungalow blanco- que se alzaba aislado a un lado de la autopista. Era el tipo de lugar que uno imagina frecuentado por camioneros que se detienen un rato para tomarse un bocadillo; cuando Christoff entró en el patio delantero de suelo de grava, sin embargo, no había ningún vehículo aparcado.
– ¿Es aquí el almuerzo? -pregunté.
– Sí. Nuestro pequeño círculo lleva reuniéndose aquí años. Verá que todo es muy informal…
Nos bajamos del coche y caminamos hacia el café. Al acercarme pude ver, colgados de la marquesina, unos brillantes carteles de cartón que anunciaban varias ofertas especiales.
– Todo es muy informal -repitió Christoff, abriendo la puerta del local e invitándome a pasar-. Por favor, considérese en su casa.
La decoración interior era bastante básica. Grandes ventanales rodeaban el local; aquí y allá, había pósters con anuncios de refrescos y cacahuetes pegados en la pared con celo. Algunos estaban descoloridos por el sol, y uno no era ya sino un rectángulo de un desvaído azul. Incluso ahora, con el cielo nublado, había cierta crudeza en la luz que inundaba el recinto.
Había ocho o nueve hombres sentados a las mesas del fondo. Tenían delante sendos boles humeantes de algo que parecía puré de patatas. Al entrar los había visto comer ávidamente con largas cucharas de madera, pero habían dejado de hacerlo y me miraban con fijeza. Uno o dos hicieron ademán de levantarse, pero Christoff les saludó jovialmente y les hizo una seña con la mano para que siguieran sentados. Luego, volviéndose a mí, dijo:
– Como ve, el almuerzo ha empezado sin nosotros. Pero dada nuestra tardanza, estoy seguro de que no tendrá inconveniente en disculparles. En cuanto a los que faltan, bueno, seguro que no tardarán mucho. En cualquier caso, no deberíamos perder más tiempo. Si hace el favor de acercarse, señor Ryder: voy a presentarle a estos buenos amigos.
Iba a acercarme hacia ellos cuando advertí que un hombre corpulento, con barba y delantal a rayas nos dirigía furtivas señas desde detrás de la barra.
– Muy bien, Gerhard -dijo Christoff, volviéndose al hombre barbudo con un encogimiento de hombros-. Empezaré por ti. Éste es el señor Ryder.
El hombre barbudo me estrechó la mano y dijo:
– Su comida estará lista en un momento, señor. Debe de estar hambriento.
Le susurró a Christoff unas palabras rápidas, mirando mientras lo hacía hacia el fondo del café.
Christoff y yo seguimos la mirada del hombre barbudo. Como si hubiera estado esperando que nuestra atención se fijara en él, un hombre que estaba sentado a solas en el último rincón del local se levantó de su asiento. Era robusto y de pelo gris, de unos cincuenta y tantos años, con camisa y una brillante chaqueta blanca. Empezó a acercarse hacia nosotros y, de pronto, se detuvo en mitad del salón y sonrió a Christoff.
– Henri -dijo, y alzó los brazos en ademán de saludo.
Christoff miró fríamente al hombre, y luego desvió la mirada.
– Aquí no se te ha perdido nada -dijo.
El hombre de la chaqueta blanca pareció no oír lo que Christoff le había dicho.
– He estado observándote, Henri -continuó afablemente, señalando con un gesto el exterior del café-. Te he visto por la ventana cuando venías desde el coche. Sigues andando encorvado. En un tiempo era una especie de pose, pero ahora parece que va en serio. Y no hay por qué, Henri. Las cosas pueden no irte bien, pero no tienes por qué encorvarte.
Christoff continuó dándole la espalda.
– Vamos, Henri. No seas infantil.
– Ya te lo he dicho -dijo Christoff-. No tenemos nada que decirnos.
El hombre de la chaqueta blanca se encogió de hombros y avanzó unos pasos hacia nosotros.
– Señor Ryder -dijo-, en vista de que Henri no tiene ninguna intención de presentarnos, me presentaré yo mismo. Soy el doctor Lubanski. Como ya sabe, Henri y yo fuimos íntimos en un tiempo. Pero ahora, como puede ver, ni siquiera se digna a hablarme.
– No eres bienvenido aquí. -Christoff seguía sin mirarle-. Nadie quiere verte aquí.
– ¿Ve, señor Ryder? Henri siempre ha tenido ese lado infantil. Ese lado tan tonto. Yo hace ya tiempo que asumí el hecho de que nuestros caminos se habían bifurcado. Hubo un tiempo en que solíamos sentarnos a charlar durante horas. ¿No es cierto, Henri? Analizábamos esta obra o aquella, discutíamos cada aspecto de una u otra sentados en la Schoppenhaus, con una jarra de cerveza. Aún recuerdo con cariño aquellos días de la Schoppenhaus. A veces desearía incluso no haber tenido el buen juicio de disentir de ti entonces. Poder volver a sentarme contigo esta noche, pasarnos horas hablando y discutiendo de música, de cómo preparas esta o esa pieza. Vivo solo, señor Ryder… Y ya puede imaginarse -rió tímidamente-, la vida puede volverse demasiado solitaria en ocasiones… Y entonces pienso para mí: qué estupendo sería poder sentarse otra vez con Henri para charlar de alguna partitura que estuviera preparando. Hubo un tiempo en que Henri no hacía nada sin consultarme antes. ¿No es cierto, Henri? Vamos, no seas niño… Seamos civilizados, al menos.
– ¿Por qué tiene que pasar esto hoy precisamente? -gritó de pronto Christoff-. ¡Nadie te quiere aquí! ¡Todo el mundo está aún furioso contigo! ¡Mira! ¡Compruébalo por ti mismo!
El doctor Lubanski, haciendo caso omiso de este estallido, abordó otra parcela de la memoria relativa a ambos. El meollo de la historia pronto escapó a mi comprensión, y me sorprendí mirando más allá del doctor Lubanski, hacia las personas que contemplaban con nerviosismo la escena desde las mesas del fondo. Ninguna de ellas parecía tener más de cuarenta años. Tres eran mujeres, y una de ellas, concretamente, me miraba con especial intensidad. Tendría poco más de treinta años, vestía largas ropas negras y llevaba gafas de pequeños y gruesos cristales. Habría seguido estudiando más detenidamente a las demás, pero en ese preciso instante volví a recordar el atareado día que me esperaba, y lo imperioso de mantenerme firme con mis anfitriones si no quería ser retenido en aquel lugar más tiempo del estrictamente necesario.