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– Esas faltas de valor, según mi experiencia, suelen ir asociadas a otros rasgos muy poco atractivos. Una hostilidad hacia el tono introspectivo, la mayoría de las veces caracterizada por un uso excesivo de la cadencia interrumpida. Una marcada tendencia a casar inútilmente pasajes fragmentados. Y, a un nivel más personal, una megalomanía enmascarada tras unos modos modestos y agradables…

Me vi obligado a interrumpirme, pues ahora todos los presentes lanzaban gritos contra Christoff. Él, por su parte, levantaba la carpeta azul y pasaba las páginas en el aire, gritando:

– ¡Los hechos están aquí! ¡Aquí!

– Ni que decir tiene -grité por encima del bullicio- que ese es otro defecto muy común: ¡creer que el guardar algo en una carpeta lo convierte automáticamente en un hecho!

Mi comentario fue recibido por un estallido de risotadas que en el fondo no escondían sino una furia desatada. Entonces la joven de las gafas de cristales gruesos se puso en pie y se acercó a Christoff. Lo hizo con mucha calma, traspasando la barrera espacial en torno al violoncelista que hasta entonces nadie había rebasado.

– Viejo necio -dijo, y de nuevo su voz penetró con claridad meridiana en el centro del clamor-. Nos has arrastrado contigo en tu caída.

Luego, con deliberación, golpeó la mejilla de Christoff con el dorso de la mano.

Se hizo un silencio perplejo. Luego, de pronto, la gente empezó a levantarse de las sillas, a empujarse unos a otros en un claro intento de acercarse a Christoff con el vivo apremio de imitar a la joven de las gafas. Noté que una mano me sacudía el hombro, pero no hice ningún caso porque me tenía sobremanera preocupado lo que estaba sucediendo ante mis ojos.

– ¡No, no, ya basta! -El doctor Lubanski se las había arreglado para llegar hasta Christoff antes que nadie, y levantaba las manos para tratar de detener el ominoso avance-. ¡No, dejad en paz a Henri! ¿Qué diablos estáis haciendo? ¡Ya basta!

Probablemente fue la intervención del doctor Lubanski lo que salvó a Christoff de un ataque multitudinario en toda regla. Vi fugazmente el semblante perplejo y aterrado de Christoff, que apenas un instante después desapareció tras el airado grupo que lo cercaba. La mano me sacudía el hombro de nuevo, y me volví y vi al hombre barbudo -recordé que se llamaba Gerhard- ataviado con un delantal y con un humeante bol de puré de patatas en las manos.

– ¿Le apetece comer algo, señor Ryder? -preguntó-. Lamento haber tardado tanto. Pero ya ve, hemos tenido que hacer otro perol.

– Muy amable de su parte -dije-, pero lo cierto es que tengo que irme. He dejado a mi chico solo, y me está esperando. -Luego, llevándole hacia un lado, fuera del alboroto, añadí-: Me pregunto si podrá usted mostrarme cómo llegar a la fachada principal. -Porque, en efecto, acababa de acordarme de que aquel café y el pequeño local donde había dejado a Boris formaban parte del mismo edificio; se trataba de uno de esos establecimientos con varios locales que daban a distintas calles y se hallaban destinados a diferentes tipos de clientes.

El hombre barbudo pareció muy decepcionado por mi negativa a aceptar su comida, pero superó su disgusto y dijo:

– Sí, claro, señor Ryder. Es por aquí, sígame.

Le seguí hasta la parte delantera del local, donde, tras orillar la barra, llegamos a una puerta. El hombre barbudo la abrió y me invitó a pasar. Antes de trasponer el umbral, eché una última mirada hacia atrás y vi al hombre de cara mofletuda subido a una mesa, agitando en el aire la carpeta azul de Christoff. Entre los gritos airados se oía alguna risotada aislada, y la voz del doctor Lubanski seguía implorando en tono un tanto emocionado:

– ¡No, Henri ya ha tenido bastante! ¡Por favor, por favor! ¡Ya basta!

Pasé a una espaciosa cocina enteramente alicatada con azulejos blancos. Percibí un fuerte olor a vinagre y vi a una mujer corpulenta inclinada sobre una cocina chisporroteante, pero el hombre barbudo ya había cruzado la cocina y estaba abriendo otra puerta en la pared del fondo.

– Es por aquí, señor -dijo, invitándome a pasar.

La puerta era particularmente alta y estrecha. De hecho era tan estrecha que sólo permitía el paso de un cuerpo ladeado. Además, cuando escruté el otro lado, no vi más que negrura. Tenía que ser por fuerza el armario de las escobas. Pero el hombre barbudo volvió a indicarme con una seña:

– Por favor, tenga cuidado con los escalones, señor Ryder.

Me percaté entonces de que había tres escalones ascendentes -quizá cajas de madera ensambladas unas sobre otras-. Deslicé el cuerpo a través del hueco de la puerta y subí con cuidado un escalón tras otro. Al llegar arriba vi un pequeño rectángulo de luz. Avancé dos pasos, me situé ante él, miré por el rectángulo de cristal y vi una sala llena de sol. Había mesas y sillas, y reconocí el local donde había dejado a Boris horas atrás. Vi a la camarera jovencita y regordeta -me hallaba contemplando la escena desde detrás de la barra-, y al otro lado, en un rincón, a Boris con la mirada perdida y una expresión disgustada. Había terminado el pastel y, ensimismado, pasaba el tenedor por el mantel. Con excepción de una joven pareja sentada junto a la ventana, el interior del café estaba vacío.

Sentí que algo se apretaba contra mi costado: el hombre barbudo se había deslizado hasta situarse a mi espalda, y estaba en cuclillas en la oscuridad con un manojo de llaves en las manos. Instantes después, el tabique entero se abrió y traspasé el umbral y me vi de lleno en el café.

La camarera se volvió a mí y me sonrió. Luego llamó a Boris.

– Mira quién está aquí.

Boris me miró desde su mesa. Tenía la cara larga.

– ¿Dónde has estado? -dijo en tono cansino-. Has tardado siglos.

– Lo siento muchísimo, Boris -dije yo. Luego le pregunté a la camarera-: ¿Se ha portado bien?

– Oh, es un cielo. Me ha estado contando lo de la casa donde vivían antes. La urbanización y el lago artificial y todo eso…

– Ah, sí -dije-. El lago artificial. Sí, estábamos a punto de ir de visita…

– ¡Pero es que has tardado siglos! -dijo Boris-. ¡Ahora llegaremos tarde!

– Lo siento muchísimo, Boris. Pero no te preocupes, nos queda mucho tiempo. Y el antiguo apartamento no se va a ir de donde está, ¿no te parece? Pero tienes razón, ya tendríamos que estar saliendo. Espérame un momento. -Me volví a la camarera, que había empezado a decirle algo al hombre barbudo-. Perdone, pero me preguntaba si podría decirnos el modo más sencillo de llegar al lago artificial.

– ¿Al lago artificial? -La camarera señaló la ventana-. Ese autobús que espera ahí fuera. Les llevará directamente.

Miré hacia donde apuntaba la camarera y vi que enfrente de nosotros, más allá de las sombrillas de la terraza, había un autobús parado junto a la bulliciosa acera.

– Lleva ya esperando bastante tiempo -prosiguió la camarera-. Será mejor que suban. Creo que está a punto de salir.

Le di las gracias y, haciéndole una seña a Boris para que me siguiera, salí al sol de la calle.

15

Montamos en el autobús en el preciso instante en que el conductor ponía el motor en marcha. Al comprar el billete, vi que el autobús iba lleno, y le comenté con preocupación al conductor:

– Espero que mi chico y yo podamos sentarnos juntos.

– Oh, no se preocupe -dijo el conductor-. Son buena gente. Deje que yo lo arregle.

Se volvió hacia los pasajeros y les gritó algo por encima del hombro. El bullicio, inusitadamente festivo, cesó de inmediato. Y acto seguido los viajeros empezaron a levantarse de sus asientos, haciendo señas con las manos y concertando entre ellos el modo mejor de acomodarnos. Una mujer corpulenta se inclinó sobre el pasillo y gritó: «¡Aquí! ¡Pueden sentarse aquí!», pero otra voz gritó en otro lugar: «Si va con un chiquillo, mejor que se siente aquí. Aquí no se mareará. Yo me correré un poco hacia el señor Hartmann.» Ello pareció dar pábulo a otra negociación sobre las opciones existentes.

– ¿Lo ve? Son muy buena gente -dijo el conductor en tono alegre-. Aquí los visitantes siempre reciben una calurosa bienvenida. Bien, en cuanto decidan dónde se acomodan nos pondremos en camino.

Boris y yo nos apresuramos hacia donde dos pasajeros, de pie en el pasillo, nos señalaban dos asientos. Le ofrecí a Boris el de la ventana, y me senté en el mío en el momento mismo en que el autobús se ponía en marcha.

Casi inmediatamente después sentí un golpecito en el hombro, y al mirar hacia un lado vi que alguien sentado a mi espalda me tendía una bolsa de caramelos.

– Seguro que al chico le apetece alguno -dijo una voz de hombre.

– Muchas gracias -dije. Luego, dirigiéndome a todo el autobús, añadí-: Muchas gracias. Muchas gracias a todos. Han sido muy amables con nosotros.

– ¡Mira! -exclamó Boris, apretándome con fuerza el brazo-. Vamos hacia la autopista del norte…

Antes de que pudiera responder, una mujer de mediana edad apareció a mi lado en el pasillo. Asida al cabezal de mi asiento para no perder el equilibrio, me ofrecía un trozo de pastel en una servilleta de papel.

– A un señor de ahí detrás le ha sobrado esto -dijo-. Y se pregunta si al caballerete podría apetecerle.

Acepté el presente con gratitud, y de nuevo di las gracias a todo el autobús. Entonces, cuando hubo desaparecido la mujer, oí que alguien, unos asientos más allá, decía en voz alta: