– Es su niñez, que se va escurriendo entre los dedos. Pronto será mayor y no habrá conocido nada mejor que esto.
– Hablas como si tuviera una vida horrible. Su vida es perfectamente buena y normal.
– Es cierto, lo sé, su vida no es tan mala. Pero es su niñez. Sé cómo debería ser. Porque recuerdo, ¿sabes?, cómo fue la mía. Cuando era muy pequeña, antes de que mamá enfermara. Las cosas eran maravillosas entonces. -Se volvió para mirarme de frente, pero sus ojos parecían enfocar las nubes que había a mi espalda-. Quiero para él algo parecido a aquello.
– Bien, no te preocupes. Pronto resolveremos nuestros problemas. Mientras tanto, Boris lo está haciendo muy bien. No hay por qué preocuparse.
– Eres como todo el mundo. -En su voz no había el menor asomo de ira-. Actúas como si dispusiéramos de todo el tiempo del mundo. No te das cuenta, ¿verdad? A papá puede que le queden aún unos cuantos años buenos, pero no se hace más joven. Un día se irá, y entonces sólo quedaremos nosotros. Tú y yo y Boris. Por eso tenemos que dar un paso vital. Construir algo propio, pronto. -Aspiró profundamente y sacudió la cabeza, y abismó la mirada en el café que tenía ante ella-. No te das cuenta. No te das cuenta de lo solitario que puede resultar el mundo si las cosas no te van bien. ¿Para qué llevarle la contraria?
– De acuerdo, eso es lo que haremos -dije-. Encontraremos algo pronto.
– No te das cuenta del poco tiempo que nos queda. Míranos. Apenas hemos empezado.
Su tono se hacía más acusador por momentos. Parecía haber olvidado por completo el papel nada insignificante que su comportamiento había jugado en el hecho de que las «cosas no nos fueran bien». Sentí una súbita tentación de recordarle multitud de cosas, pero al final permanecí en silencio. Luego, después de que ninguno de los dos hablara durante cierto tiempo, me levanté y dije:
– Perdona. Creo que yo también comeré algo… Sophie miraba de nuevo el cielo, y no pareció darse demasiada cuenta de mi partida. Me dirigí hacia el mostrador del autoservicio y cogí una bandeja. Estaba estudiando la oferta de pastelería cuando de pronto recordé que no sabía cómo ir a la galería Karwinsky, y que de momento dependíamos por entero del coche rojo. Pensé en el coche rojo, que ahora seguiría avanzando por la autopista, alejándose más y más de nosotros, y caí en la cuenta de que no podíamos perder mucho tiempo en aquella estación de servicio. De hecho, vi con claridad que debíamos marcharnos de inmediato, y a punto estaba de dejar la bandeja en su sitio para volver apresuradamente a la mesa cuando advertí que dos personas hablaban de mí en una mesa cercana.
Miré a mi alrededor y vi que eran dos mujeres de mediana edad, elegantemente vestidas. Inclinadas la una hacia la otra sobre la mesa, hablaban en voz baja y al parecer sin darse cuenta de mi presencia. Casi nunca se referían a mí por mi nombre, por lo que al principio no pude estar seguro de que estuvieran hablando de mí, pero al cabo de unos segundos tuve la certeza de que no podían estar hablando de otra persona.
– Oh, sí -decía una de ellas-. Se han puesto en contacto varias veces con la tal Stratmann, que les asegura una y otra vez que sí, que él se presentará a supervisar los preparativos, cosa que hasta el momento no ha hecho. Dieter dice que no les importa demasiado, que tienen trabajo de sobra del que ocuparse, pero el caso es que están todos muy inquietos pensando que puede aparecer en cualquier momento. Y, claro, el señor Schmidt no hace más que entrar gritándoles que ordenen las cosas, que qué va a pasar si llega en ese momento y ve en tales condiciones la sala cívica de conciertos… Dieter dice que todos están nerviosos, incluso el tal Edmundo. Con estos genios nunca se sabe lo que se les ocurrirá criticar… Todos recuerdan bien el día en que Igor Kobyliansky llegó a supervisar las cosas y lo examinó todo tan minuciosamente…; se puso a cuatro patas mientras todos le hacían corro sobre el escenario, y empezó a arrastrarse de aquí para allá a gatas, dando golpecitos a las tablas, pegando la oreja al suelo… Dieter no ha sido el mismo estos dos últimos días; cuando se pone a trabajar está con el alma en vilo. Ha sido horrible para todos. Cada vez que no aparece cuando debía aparecer, esperan como una hora y vuelven a telefonear a la tal Stratmann. Y ella se muestra muy compungida, se deshace en disculpas, y concierta otra cita…
Al escuchar a estas damas acudió a mi mente un pensamiento que me había pasado por la cabeza varias veces en las últimas horas: convenía que me pusiera en contacto con la señorita Stratmann con más frecuencia de lo que lo había estado haciendo hasta ahora. De hecho podría incluso llamarla por teléfono desde las cabinas públicas que había visto en el vestíbulo. Pero antes de que pudiera considerar siquiera la idea, oí que la mujer seguía hablando:
– Y eso ha sido todo después de que la tal Stratmann se hubiera pasado semanas insistiendo en lo deseoso que estaba él de llevar a cabo la inspección, explicando que no sólo estaba preocupado por la acústica y demás detalles habituales, sino también por sus padres, por cómo tenían que ser acomodados en la sala durante la velada… Al parecer ninguno de ellos está demasiado bien, así que necesitarán un acomodo especial, unas atenciones especiales, tener cerca a gente cualificada por si a uno de ellos le da un ataque o algo parecido. Los preparativos necesarios son bastante complicados y, según la señorita Stratmann, él estaba muy interesado en examinar cada detalle con el personal encargado del asunto. Bien, lo de los padres resulta bastante conmovedor, ya sabes, preocuparse tanto por sus ancianos padres y demás… ¡Pero luego te enteras de que no ha aparecido! Claro que la culpa puede que sea más de la tal Stratmann que de él mismo. Eso es lo que piensa el señor Dieter. Al decir de todos, su reputación es excelente; no parece en absoluto el tipo de persona que se pase la vida causando molestias a la gente.
Había estado sintiendo un gran enojo contra aquellas dos damas, y -como es lógico- tal enojo remitió un tanto al oír sus comentarios últimos. Pero lo que dijeron sobre mis padres -la necesidad de asegurarles ciertas atenciones especiales- me convenció de que no podía diferir ni un segundo más el llamar a la señorita Stratmann. Dejé mi bandeja sobre el mostrador y me dirigí precipitadamente hacia el vestíbulo.
Entré en una cabina y busqué en mis bolsillos la tarjeta de la señorita Stratmann. La encontré y marqué el número. Contestó enseguida la propia señorita Stratmann.
– Señor Ryder, me alegro mucho de que llame… Estoy tan contenta de que todo vaya tan bien…
– Ah, piensa que todo va perfectamente…
– Oh, sí. ¡Magníficamente! Está usted teniendo tanto éxito en todas partes. La gente está tan emocionada. Y su pequeño discurso de anoche, después de la cena… Oh, todo el mundo hablaba de lo ingenioso y entretenido que había sido… Es un placer, si me permite decirlo, poder trabajar con alguien como usted…
– Bueno, muchas gracias, señorita Stratmann. Muy amable de su parte. También es un placer estar tan bien atendido. La llamo porque…, en fin, porque quería cerciorarme de ciertas cosas relativas a mi agenda. Sí, ya sé que hoy ha habido algunas demoras inevitables, y que han dado lugar a un par de desafortunadas consecuencias.
Hice una pausa, a la espera de que la señorita Stratmann dijera algo, pero al otro lado de la línea sólo hubo silencio. Solté una risita y continué:
– Pero, por supuesto, estamos de camino hacia la galería Karwinsky. Quiero decir que en este instante nos hallamos, en efecto, a medio camino. Queremos, como es natural, llegar con el tiempo holgado, y debo decir que a los tres nos embarga una gran expectación. Tengo entendido que la campiña en torno a la galería Karwinsky es absolutamente espléndida. Sí, estamos muy contentos de ir ya para allá…
– Me alegra tanto oírle, señor Ryder… -La señorita Stratmann parecía un tanto confusa-. Espero que le guste el acto… -Luego, de pronto, añadió-: Señor Ryder, espero que no le hayamos ofendido… -¿Ofendido?
– No quisimos insinuar nada… Quiero decir, al sugerirle que fuera a casa de la condesa esta mañana. Todos sabíamos que usted conoce perfectamente la obra del señor Brodsky, a nadie se le ocurriría dudarlo… Pero algunas de esas grabaciones son tan raras que la condesa y el señor Von Winterstein pensaron que… ¡Oh, Dios, espero que no se haya ofendido, señor Ryder! Le aseguro que no queríamos insinuar nada en absoluto…
– No estoy ofendido en lo más mínimo, señorita Stratmann. Muy al contrario, soy yo quien espera que la condesa y el señor Von Winterstein no estén ofendidos conmigo por no haber podido hacerles la visita programada…
– Oh, por favor, no se preocupe por eso, señor Ryder. -Me habría encantado verles y charlar con ellos, pero al comprobar que las circunstancias no me permitían cumplir con lo que teníamos planeado, me dije que sabrían entenderlo, en especial cuando, como usted dice, en rigor no había ninguna necesidad de que yo escuchase las grabaciones del señor Brodsky…
– Señor Ryder, estoy segura de que la condesa y el señor Von Winterstein lo entienden perfectamente. En cualquier caso, el hecho mismo de programarlo fue, ahora lo veo, bastante osado de nuestra parte…, máxime teniendo en cuenta lo apretado de su agenda. Espero que no se sienta ofendido…
– Le aseguro que no estoy ofendido en absoluto. Pero la verdad, señorita Stratmann, yo querría… Le telefoneo para hablar de ciertos aspectos…, en fin, de otros aspectos de mi agenda.