Al cabo de unos minutos entré en el salón. Aunque había ciertas cosas que no reconocí -la pareja de hundidos sillones a ambos lados de la abandonada chimenea eran sin duda adquisiciones recientes-, tuve la impresión de recordar aquella sala con más claridad que el vestíbulo. La gran mesa de comedor ovalada, pegada a la pared, la segunda puerta que daba a la cocina, el sofá oscuro e informe, la gastada alfombra anaranjada me resultaban nítidamente familiares. La luz indirecta -una simple bombilla con una tulipa de zaraza- proyectaba unas sombreadas formas en torno que me hicieron dudar de si se trataba o no de manchas de humedad en el papel pintado. Boris estaba echado en el suelo, en medio de la sala, y al ver que me acercaba se dio media vuelta hasta quedar boca arriba.
– He decidido hacer un experimento -declaró, dirigiéndose tanto al techo como a mí-. Voy a mantenerme con el cuello así.
Miré hacia el suelo y vi que había encogido el cuello hasta embutir la barbilla en la clavícula.
– Ya veo. ¿Y cuánto tiempo piensas estar así?
– Veinticuatro horas como mínimo.
– Bravo, Boris.
Pasé por encima de él y entré en la cocina, que era larga y estrecha y que me resultaba familiar. Las paredes mugrientas, las huellas de telarañas cerca de los frisos, los deteriorados enseres para la colada… espoleaban con insistencia los resortes de mi memoria. Sophie se había puesto un delantal y, arrodillada ante la cocina, arreglaba algo dentro del horno. Al verme alzó la mirada, hizo un comentario sobre la comida, señaló el interior del horno y rió con alborozo. Yo también reí, y luego, después de echar otra mirada a la cocina, me di media vuelta y volví a la sala.
Boris seguía echado en el suelo, y cuando me vio entrar volvió a acortar el cuello de inmediato. No le presté atención y me senté en el sofá. Vi un periódico allí al lado, sobre la alfombra, y lo cogí pensando que tal vez fuera el que publicaba en primera plana mis fotografías. Era de hacía unos días, pero decidí examinarlo de todos modos. Mientras leía la información de la primera plana -una entrevista con el señor Von Winterstein en relación con los planes de conservación de la ciudad antigua-, Boris seguía tendido sobre la alfombra, sin hablar, emitiendo de cuando en cuando unos extraños ruidos que remedaban los de un robot. Cada vez que le dirigía una mirada furtiva, veía que su cuello seguía contraído, y decidí no decir nada y esperar a que acabara él mismo con aquel ridículo juego. No sabría decir si acortaba el cuello cada vez que adivinaba que iba a mirarle o si lo tenía permanentemente contraído, y al poco dejé de interesarme. «Que se quede, pues, ahí echado», me dije a mí mismo, y seguí leyendo.
Al cabo de unos veinte minutos, Sophie entró en la sala con una fuente llena de cosas. Vi que había volovanes, banderillas, pastelillos salados…, todo ello de tamaño reducido y de aire alambicado. Sophie dejó la fuente sobre la mesa de comedor.
– Estáis muy silenciosos -dijo mirando a su alrededor-. Venga, vamos a disfrutar. ¡Boris, mira! Y aún falta otra fuente como ésta. ¡Todo lo que más te gusta! Vamos, ¿por qué no eliges un juego de mesa mientras voy a buscar lo que falta?
En cuanto Sophie volvió a la cocina, Boris se puso de pie de un brinco, fue hasta la mesa y se metió un pastelillo en la boca. Tentado estuve de hacerle notar que su cuello había vuelto a su estado normal, pero al final seguí leyendo el periódico y no le dije nada. Boris volvió a emitir su sonido de sirena y, desplazándose con rapidez por la sala, se paró ante una alta alacena que había en un rincón del fondo. Recordé que era la alacena donde se guardaban todos los juegos de mesa: las cajas anchas y planas, apiladas precariamente encima de otros juguetes y enseres de la casa. Boris siguió mirando la alacena unos instantes, y al final, con un rápido movimiento, abrió la puerta.
– ¿A qué juego vamos a jugar esta noche? -preguntó. Fingí no haberle oído y continué con mi lectura. Podía verle por el rabillo del ojo: primero volviéndose hacia mí; luego, cuando se convenció de que no iba a hacerle caso, volviendo a mirar la alacena. Durante un rato siguió allí, contemplando el montón de juegos de mesa, y de vez en cuando alargaba la mano para tocar el borde de uno u otro.
Sophie volvió con más cosas de comer. Se puso a arreglar la mesa y Boris se acercó a ella, y pude oírles discutir sin levantar la voz.
– Dijiste que podía cenar en el suelo -mantenía Boris.
Al cabo de un rato volvió a echarse en la alfombra, frente a mí, con un plato lleno de cosas a su lado.
Me levanté y fui hasta la mesa. Sophie rondaba a mi alrededor muy inquieta, observándome. Cogí un plato y estudié el contenido de las fuentes.
– Tiene una pinta estupenda -dije, mientras me servía.
Cuando volví al sofá vi que si ponía el plato sobre un cojín que tenía al lado, podría seguir leyendo el periódico mientras comía. Había decidido leerlo detenidamente, examinar hasta los anuncios de los negocios locales, y continué con mi plan, y de vez en cuando alargaba la mano hasta mi plato sin apartar la vista del periódico.
Sophie, entretanto, se había sentado en el suelo junto a Boris, y ocasionalmente le preguntaba algo: acerca de qué le parecía tal o cual pastelillo de carne, o acerca de algún compañero del colegio. Pero siempre que trataba de entablar conversación con él de este modo, Boris tenía la boca tan llena que no podía responder más que con una especie de gruñido. Y al cabo Sophie dijo:
– Bien, Boris, ¿has decidido qué juego te apetece?
Pude sentir que los ojos de Boris se volvían hacia mí. Finalmente, dijo en voz baja:
– Me da igual.
– ¿Te da igual? -exclamó Sophie, incrédula. Se hizo un silencio largo, y luego dijo-: De acuerdo, pues. Si de verdad no te importa, lo elegiré yo. -Oí cómo se levantaba-. Voy a elegir uno ahora mismo.
Tal estrategia pareció surtir en Boris cierto efecto momentáneo. Se puso en pie, muy excitado, y siguió a su madre hasta la alacena, y al poco pude oírles conferenciar frente al montón de cajas con la voz un tanto ahogada, como en deferencia para con el hecho de que yo estuviera leyendo el periódico. Al final volvieron y se sentaron de nuevo sobre la alfombra.
– Venga, vamos a sacar éste -dijo Sophie-. Podemos empezar a jugar mientras comemos.
Cuando les miré de nuevo, habían desplegado ya el tablero y Boris disponía las tarjetas y las fichas de plástico con cierta dosis de entusiasmo. Me sorprendió, pues, oír que Sophie decía minutos después:
– ¿Qué te pasa, Boris? Dijiste que querías éste.
– Sí, lo dije.
– Entonces, ¿qué te pasa?
Hubo un silencio, y al final Boris dijo:
– Estoy muy cansado. Como papá.
Sophie lanzó un suspiro. Luego, de pronto, dijo con voz más viva:
– Boris, papá ha comprado algo para ti.
No pude resistir la tentación de mirar por un lado del periódico, y vi que Sophie me dirigía una mirada de complicidad.
– ¿Puedo dárselo ahora? -me preguntó.
Yo no tenía la menor idea de qué estaba hablando, y le devolví una mirada de perplejidad, pero ella se levantó y salió de la sala. Volvió casi inmediatamente, con el ajado manual del «hombre mañoso» que yo había comprado en el cine la noche anterior. Boris, olvidando al punto su supuesto cansancio, se puso en pie de un brinco para coger el libro, pero Sophie se lo apartó en broma, como azuzándole.
– Papá y yo salimos juntos anoche -dijo-. Fue una noche maravillosa, y en la mitad de la diversión se acordó de ti y te compró esto. Nunca has tenido nada parecido, ¿verdad,
Boris?
– No le hagas pensar que es tan maravilloso… -dije yo desde detrás del periódico-. Sólo es un viejo manual.
– Un bonito detalle de papá, ¿no crees?
Lancé otra mirada furtiva. Sophie había dejado ya que Boris cogiera el libro, y él se había arrodillado sobre la alfombra para estudiarlo.
– Es fantástico -murmuró, hojeándolo-. Es fantástico. -Se detuvo en una página y se quedó con la mirada fija en ella-. Te enseña a hacer todo tipo de cosas.
Volvió varias páginas más, y al hacerlo el libro emitió un áspero crujido y se partió en dos. Boris siguió hojeándolo como si no hubiera pasado nada. Sophie, que había hecho ademán de inclinarse hacia su hijo, se detuvo al ver la reacción de Boris y volvió a ponerse derecha.
– Te enseña de todo -dijo Boris-. Es buenísimo.
Tuve la viva impresión de que me estaba hablando a mí. Seguí leyendo, y al cabo de unos segundos oí que Sophie decía con voz suave:
– Voy a buscar un poco de celo. Bastará con eso.
Oí que Sophie salía de la sala y continué leyendo. Por el rabillo del ojo veía a Boris, que seguía pasando páginas. Al cabo de unos minutos, alzó la mirada hacia mí y dijo:
– Hay una brocha especial para poner el papel pintado.
Seguí leyendo. Poco después Sophie volvió a la sala con paso vacilante.
– Es extraño. No encuentro el celo por ninguna parte -murmuraba para sí misma.
– Este libro es fantástico -le dijo Boris-. Te enseña a hacer de todo.
– Es extraño. Tal vez se haya acabado.
Volvió a salir de la sala para ir a la cocina.
Yo recordaba vagamente que había varios rollos de cinta adhesiva en la alacena donde estaban guardados los juegos de mesa, en uno de los pequeños cajones de la parte de abajo a la derecha. Pensé en dejar el periódico para ofrecerme a dirigir la búsqueda, pero Sophie volvió a entrar en la sala.