– No te preocupes -dijo-. Compraré celo mañana por la mañana, y lo pegaremos. Ahora venga, Boris, empecemos el juego o no podremos terminarlo antes de acostarnos.
Boris no respondió. Podía oírlo allí a mi lado, sobre la alfombra, pasando páginas.
– Bien, si no vas a jugar -dijo Sophie-, empezaré yo sola.
Me llegó un ruido de dados agitándose en su cubilete. Mientras seguía ocupado en la lectura del periódico, no pude evitar sentir un poco de lástima por Sophie al ver el sesgo que estaba tomando la velada. Pero Sophie tendría que haber pensado que no era posible introducir el caos que había introducido sin que tuviéramos que pagar cierto precio por ello. Además, ni siquiera había logrado superarse demasiado en la cena. No había pensado, por ejemplo, en poner sardinas sobre triángulos de pan tostado, ni pinchos de queso y salchicha. No había hecho ninguna tortilla de ningún tipo, ni patatas rellenas de queso, ni pastelillos de pescado. Ni pimientos rellenos. Ni esos pequeños tacos de pan con paté de anchoas, ni pepino cortado a lo largo, en lonchas, ni huevo duro en cuñas con los bordes en zigzag. Y no había hecho, para después, pastel de pasas, ni dedos de mantequilla, ni bollitos suizos de crema…
Caí en la cuenta poco a poco de que Sophie llevaba agitando el cubilete mucho más tiempo de lo normal. De hecho el mismo entrechocar de los dados dentro del cubilete había cambiado de tono al cabo de un rato. Ahora Sophie parecía agitarlos con indolente lentitud, como al compás de alguna melodía interna que sonara en su cabeza. Bajé el periódico, alarmado.
Sophie estaba echada en el suelo sobre un brazo estirado, postura que hacía que el pelo largo le colgara sobre el hombro, ocultándole la cara por completo. Parecía absolutamente absorta en el juego, con el cuerpo inclinado hacia un costado de un modo extraño, como si se hallara medio suspendida sobre el tablero. Y mecía suavemente todo su peso. Boris la miraba malhumorado, y pasaba la mano por la rotura del libro.
Sophie siguió agitando los dados durante treinta, cuarenta segundos, y finalmente los echó a rodar frente a ella. Se quedó estudiándolos soñadoramente, movió unas piezas sobre el tablero y volvió a agitar los dados en el cubilete. Yo percibí un vago peligro en el ambiente, y decidí que ya era hora de tomar las riendas de la situación. Tiré el periódico hacia un lado, junté las manos y me levanté del sofá.
– Tengo que volver al hotel -anuncié-. Y sugiero, muy encarecidamente, que os vayáis a la cama. Todos hemos tenido un día largo.
Cuando salí de la sala hacia el vestíbulo entrevi la expresión de sorpresa de Sophie. Segundos después, apareció a mi espalda.
– ¿Te vas ya? Pero ¿has comido lo suficiente?
– Perdona. Sé que has trabajado mucho para preparar todo esto. Pero se ha hecho tarde. Mañana tengo una mañana ocupadísima.
Sophie suspiró con expresión decepcionada.
– Lo siento -dijo al final-. La velada no ha sido lo que se dice un éxito. Lo siento.
– No te preocupes. No es culpa tuya. Todos estamos muy cansados. Bueno, creo que tendré que irme.
Sophie me abrió la puerta con expresión sombría, y me dijo que me llamaría por la mañana.
Pasé varios minutos vagando por las calles desiertas, tratando de recordar el camino de vuelta hacia el hotel. Al final salí a una calle que recordaba, y empecé a disfrutar de la quietud de la noche y de la oportunidad de quedarme a solas con mis pensamientos y con el sonido de mis pasos. No pasó mucho tiempo, sin embargo, sin que volviera a sentir cierto pesar por el modo en que había acabado la velada. Pero el hecho era que, además de otras muchas cosas, Sophie había conseguido reducir al caos mi cuidadosamente planeada agenda. Y allí estaba yo en medio de la calle, a punto de apurar mi segundo día en la ciudad y no habiendo logrado sino el más superficial de los conocimientos de la crisis que se esperaba que evaluara. Recordé que me había sido imposible incluso asistir a la cita con la condesa y el alcalde, en el curso de la cual habría tenido finalmente la oportunidad de oír algo de la música de Brodsky. Aún me quedaba, claro está, tiempo más que suficiente para recuperar el terreno perdido, amén de que varias importantes reuniones por celebrar -como la que mantendría con el Grupo Ciudadano de Ayuda Mutua- acabarían por brindarme un cuadro mucho más completo de la situación de la ciudad. De todos modos, no había ninguna duda de que me había visto sometido a una presión considerable, y Sophie no podía quejarse si al final de la velada el mío no había sido el más relajado de los estados de ánimo.
Mientras rumiaba estos pensamientos había estado cruzando un puente de piedra. Hice una pausa para mirar el agua y las hileras de farolas que flanqueaban las orillas, y me vino a la cabeza que aún me quedaba la opción de aceptar la invitación de visitar a la señorita Collins. Ella, en efecto, había insinuado que se hallaba en una posición única para prestarme ayuda, y ahora, viéndome con el tiempo cada vez más limitado, pensé que una buena charla con ella podría facilitarme grandemente las cosas, al proporcionarme la información que yo mismo habría logrado reunir si Sophie no hubiera aparecido en escena. Pensé de nuevo en la sala de la señorita Collins, en las colgaduras de terciopelo y el gastado mobiliario, y sentí un intenso deseo de estar allí en aquel instante. Reanudé la marcha sobre el puente y salí a una calle oscura, resuelto a visitar a la señorita Collins en cuanto se me presentara la oportunidad a la mañana siguiente.
21
Desperté y vi que el intenso sol entraba a través de las persianas verticales, y me invadió el pánico al darme cuenta de que había perdido gran parte de la mañana. Pero entonces recordé mi decisión de la noche pasada de visitar a la señorita Collins, y me levanté de la cama mucho más calmado.
La habitación era más pequeña y estaba peor ventilada que la anterior, y volví a sentirme enojado con Hoffman por haberme obligado a mudarme. Pero el asunto de la habitación no me pareció ya tan importante como me había parecido la mañana anterior, y mientras me lavaba y vestía no me resultó difícil centrarme mentalmente en la crucial visita a la señorita Collins, visita de la que a mi juicio ahora tantas cosas dependían. Para cuando abandoné la habitación, había dejado ya de preocuparme por haberme quedado dormido -estaba seguro de que, a la larga, aquel descanso de más resultaría inestimable-, y lo que deseaba de veras era un buen desayuno ante el que organizar mis pensamientos sobre los temas que quería tratar con la señorita Collins.
Al llegar a la sala del desayuno me sorprendió oír el ruido de una aspiradora. Las puertas estaban cerradas, y cuando las empujé un poco hasta entreabrirlas vi las mesas y las sillas apiladas contra las paredes y a dos mujeres en mono limpiando la alfombra. La perspectiva de tener que mantener una entrevista tan crucial con el estómago vacío no me hacía muy feliz, así que volví al vestíbulo bastante disgustado. Pasé ante un grupo de turistas norteamericanos y llegué al mostrador de recepción. El recepcionista estaba sentado leyendo una revista, pero al verme se levantó de inmediato.
– Buenos días, señor Ryder.
– Buenos días. Estoy un tanto decepcionado al ver que no sigue sirviéndose el desayuno.
El recepcionista se quedó un momento perplejo. Y luego dijo:
– Normalmente, señor, incluso a esta hora podría haber alguien que le sirviese el desayuno. Pero, claro, siendo el día que es, la mayoría de los empleados están en la sala de conciertos ayudando en los preparativos. El propio señor Hoffman está allí desde muy temprano. Me temo, pues, que estamos trabajando a media máquina. Por desgracia también hemos cerrado el atrio hasta la hora del almuerzo. Claro que si se trata sólo de café y unos bollos…
– Está bien, no se preocupe -dije con frialdad-. No tengo tiempo para esperar a que lo organicen todo para servírmelos. Tendré que pasarme sin desayuno esta mañana.
El empleado empezó a disculparse, pero le corté con un movimiento de la mano y me alejé de la recepción.
Salí del hotel al sol de la calle. No fue hasta después de haber caminado cierta distancia bordeando el denso tráfico cuando caí en la cuenta de que no recordaba bien la dirección de la señorita Collins. No había prestado mucha atención cuando habíamos ido con Stephan hasta su apartamento, y además ahora, con las calles atestadas de peatones y el denso tráfico, todo me resultaba irreconocible. Me detuve un momento en la acera y consideré la idea de preguntar a algún viandante. Razoné que la señorita Collins era lo suficientemente conocida en la ciudad como para que no resultara descabellado preguntar dónde vivía. A punto estaba de abordar a un hombre trajeado que se acercaba hacia mí cuando sentí que alguien me tocaba el hombro a mi espalda.
– Buenos días, señor.
Me volví y vi a Gustav, cargado con una gran caja de cartón cuyas dimensiones ocultaban prácticamente la parte superior de su cuerpo. Jadeaba pesadamente, aunque no sabría precisar si era debido sólo al peso que acarreaba o también al hecho de haber corrido para alcanzarme. En cualquier caso, cuando le saludé y pregunté adonde iba tardó algunos segundos en responderme.
– Oh, llevo esto a la sala de conciertos, señor -dijo al fin-. Las cosas de mayor tamaño las llevaron en furgoneta anoche, pero se necesitan aún montones de cosas. Llevo yendo y viniendo del hotel a la sala de conciertos desde esta mañana temprano. Allí todos están ya muy ilusionados, puedo asegurárselo. Hay un ambiente francamente bueno.