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Deseándole un buen día, tomé la calle que me había indicado. Cuando, después de unos cuantos pasos, miré por encima del hombro vi que Gustav seguía de pie en la esquina, mirándome desde un lado de la caja. Al ver que me volvía me dirigió un gesto enérgico con la cabeza -la caja le impedía decirme adiós con la mano- y siguió su camino.

La calle era sobre todo residencial. Después de unas cuantas manzanas se hizo más tranquila, y empecé a ver las casas de pisos con balcones de estilo español que recordaba haber visto la noche en que recorrimos la calle en el coche de Stephan. Eran manzanas y manzanas de casas del mismo estilo, y mientras seguía andando temí no poder reconocer la casa frente a la cual habíamos esperado Boris y yo aquella noche. Pero de pronto me vi parado ante un portal que me resultaba decididamente familiar, e instantes después subí los escalones y miré a través de los cristales que flanqueaban la puerta.

El portal estaba decorado de un modo neutro, y apenas lo reconocí. Entonces recordé que aquella noche había observado cómo hablaban durante unos segundos Stephan y la señorita Collins en la sala que daba a la calle antes de desaparecer en el interior del apartamento, y a riesgo de ser tomado por un merodeador pasé una pierna por encima del múrete y asomé el cuerpo hacia un costado para mirar por la ventana más cercana. El intenso sol me dificultaba la visión del interior de la vivienda, pero alcancé a vislumbrar a un hombre menudo y robusto con camisa blanca y corbata, sentado a solas en un sillón, con la vista dirigida casi directamente hacia la ventana. Sus ojos parecían fijos en mí, pero tenía una expresión vacía y era difícil decir si me había visto o simplemente se hallaba absorto en sus pensamientos. Nada de aquello me decía gran cosa, pero cuando retiré la pierna del múrete y volví a mirar la puerta me convencí de que, en efecto, no me equivocaba, y toqué el timbre del apartamento de la planta baja.

Al cabo de unos segundos vi con agrado, a través de uno de los paneles acristalados, que la figura de la señorita Collins venía hacia la puerta.

– Ah, señor Ryder -dijo al abrirla-. Me preguntaba si le vería esta mañana.

– ¿Cómo está, señorita Collins? Después de pensarlo bien, he decidido aceptar su amable invitación para que la visitara.

Pero veo que tiene ya una visita -dije, señalando hacia la sala-. Tal vez prefiera que vuelva en otro momento.

– Ni lo mencione siquiera, señor Ryder. En realidad, aunque le parezca que estoy muy ocupada, esta mañana, comparada con cualquier otra, podría calificarse de tranquila. Como ve, sólo hay una persona esperando. Ahora estoy con una pareja joven. Llevo ya hablando con ellos una hora, pero sus problemas están tan hondamente anclados, tienen tanto de que hablar (no han podido hacerlo hasta hoy), que no he tenido corazón para meterles prisa. Pero si no le importa esperar en la sala, no tardaré mucho. -Luego, bajando la voz, añadió-: El caballero que está esperando…, pobre hombre, se siente tan perdido y solo que necesita que alguien le escuche unos minutos, eso es todo. No me llevará mucho tiempo; lo despediré enseguida. Viene prácticamente todas las mañanas, y no le molesta que de vez en cuando le meta prisa. Suelo dedicarle mucho tiempo. -Su voz, entonces, volvió a recuperar el tono normal, y prosiguió-: Bien, por favor, pase, señor Ryder, no se quede ahí fuera, aunque ya veo que hace un día espléndido. Si le apetece, y si no hay nadie esperando, luego podemos ir a pasear al Sternberg Garden. Está muy cerca, y tenemos mucho de que hablar, estoy segura. De hecho, llevo ya bastante tiempo pensando en su situación…

– Cuan amable de su parte, señorita Collins. En realidad, sabía que estaría ocupada esta mañana, y no habría venido a verla si no me viera apremiado por cierta urgencia. Verá, el caso es que… -dejé escapar un fuerte suspiro y sacudí la cabeza-, el caso es que, por una u otra razón, no he podido ocuparme de las cosas según lo tenía planeado, y ahora aquí me tiene, el tiempo se me acaba y… Bueno, para empezar, como ya sabe, está la charla de esta noche, y si he de serle franco, señorita Collins… -llegué casi a callarme, pero vi que me miraba con expresión afable e hice un esfuerzo para continuar-: Para serle franco, señorita Collins, hay una serie de temas, de temas locales, sobre los que me gustaría consultarle antes de que…, antes de terminar… -hice una pausa para tratar de atajar el temblor de mi voz-, antes de terminar de preparar mi discurso. Después de todo, esa gente tiene puestas en mí tantas expectativas…

– Señor Ryder, señor Ryder… -dijo la señorita Collins, poniéndome una mano en el hombro-. Cálmese. Y no se quede ahí, por favor. Por aquí, así está mejor. Ahora deje de preocuparse. Es perfectamente comprensible que se encuentre un poco agitado a estas alturas. Es natural que así sea. De hecho, resulta digno de elogio el que se preocupe tanto. Hablaremos de esos temas, de esos temas locales, no se preocupe, nos ocuparemos de ello enseguida. Pero déjeme decirle lo siguiente, señor Ryder: creo que se preocupa usted innecesariamente. Sí, esta noche tendrá sobre sus espaldas un montón de responsabilidades, pero ya se ha enfrentado a situaciones similares otras muchas veces, y según tengo entendido siempre salió airoso del empeño. ¿Por qué habría de ser diferente ahora?

– Pero lo que le estoy diciendo, señorita Collins -dije, interrumpiéndola-, es que esta vez es completamente diferente. Esta vez no he podido ocuparme de ello… -Volví a suspirar-. El hecho es que no me ha sido posible preparar mi discurso como suelo hacerlo…

– Hablaremos de ello enseguida. Pero estoy segura, señor Ryder, de que está sacando las cosas de quicio. ¿Por qué tiene que preocuparse tanto? Posee una maestría sin par, es un hombre de genio reconocido internacionalmente, así que la verdad, no sé de qué tiene miedo. Lo cierto es que… -volvió a bajar la voz- la gente de una ciudad como ésta le quedaría agradecida por cualquier cosa que usted se dignara ofrecerle… Limítese a hablarles de sus impresiones generales; no van a quejarse. No tiene por qué tener miedo.

Asentí con la cabeza, consciente de que no carecía de razón, y casi inmediatamente sentí que crecía en mi interior cierta zozobra.

– Pero hablaremos detenidamente de ello más tarde. -La señorita Collins, con la mano aún en mi hombro, me hacía pasar a la salita-. Le prometo no tardar. Por favor, siéntese y póngase cómodo.

Entré en una pequeña sala cuadrangular llena de sol y de flores frescas. La variedad dispar de los sillones evocaba la sala de espera de un dentista o un médico, lo mismo que las revistas que había sobre la mesita. Al ver a la señorita Collins, el hombre robusto se levantó inmediatamente, bien por cortesía o bien porque pensaba que le iba a hacer pasar en aquel mismo momento. Pensé que nos iba a presentar, pero el protocolo parecía ser el de rigor en toda sala de espera, porque la señorita Collins se limitó a sonreírle antes de desaparecer por la Puerta que daba al interior del apartamento, susurrando una disculpa -según me pareció- dirigida a ambos:

– No tardo nada.

El hombre robusto volvió a sentarse y fijó la mirada en el suelo. Por un momento pensé que iba a decir algo, pero cuando vi que permanecía en silencio me volví y tomé asiento en un sofá de mimbre bañado por el sol y situado en la ventana salediza por la que antes había atisbado el interior del apartamento. Cuando me acomodé en el sofá, el mimbre crujió agradablemente. Una ancha franja de sol caía sobre mi regazo, y vi, muy cerca de mi cara, un gran jarrón con tulipanes. Me sentí cómodo inmediatamente, y en un estado anímico completamente diferente al de sólo minutos antes, al tocar el timbre de la puerta. La señorita Collins, por supuesto, tenía razón. Una ciudad como aquella agradecería cualquier cosa que se me ocurriera ofrecerle. Era casi inimaginable que la gente se pusiera a analizar a fondo -y menos aún a criticar- mis opiniones. Y como la señorita Collins había señalado, yo me había visto incontables veces en situaciones similares. Aun con el discurso menos preparado de lo que yo juzgaba deseable, sería capaz de articular una alocución de cierto fuste. Allí sentado al sol, fui tranquilizándome por momentos, al tiempo que me asombraba más y más de haber podido verme sumido en tal estado de desasosiego.

– Me estaba preguntando -dijo de pronto el hombre robusto- si seguirás o no en contacto con la vieja pandilla. Con Tom Edwards, por ejemplo. O con Chris Farleigh. O con aquellas dos chicas que vivían en la Granja Inundada.

Entonces caí en la cuenta de que el hombre robusto era Jonathan Parkhurst, a quien había tratado bastante en mis días de estudiante en Inglaterra.

– No -dije-. Desgraciadamente he perdido el contacto con la gente de aquel tiempo. Teniendo que pasarme la vida yendo de un país a otro, me ha resultado imposible seguir viéndola.

El hombre asintió con la cabeza, sin sonreír.

– Sí, supongo que es difícil -dijo-. Bien, a ti todos te recuerdan. Oh, sí. Cuando volví a Inglaterra el año pasado, me encontré con unos cuantos. Al parecer se reúnen una vez al año o algo así. A veces les envidio, pero en general me alegro de no haberme quedado atado a aquel grupo. Por eso vivo aquí; aquí puedo ser quien me apetezca, la gente no espera que haga el payaso todo el tiempo. Pero, ¿sabes?, cuando volvía de visita, cuando me encontraba con ellos en aquel pub, volvían a empezar de inmediato: «¡Eh, mirad al viejo Parkers!», decían a gritos. Siguen llamándome así, como si el tiempo no hubiera pasado en absoluto. «¡Parkers! ¡Es el viejo Parkers!» Y se ponían a lanzar aquella especie de rebuzno para darme la bienvenida. Oh, Dios, no puedes hacerte idea de lo horrible que era. Y me veía convirtiéndome otra vez en aquel payaso patético del que al venir aquí quise escapar; sí, y tenía esa sensación desde que empezaban a dedicarme aquel grito, aquella especie de rebuzno. La verdad es que era un pub bastante agradable, un típico pub inglés de la campiña, una chimenea de verdad, todos esos adornos de latón sobre el ladrillo visto, una vieja espada sobre la repisa de la chimenea, un patrón campechano que no para de decir cosas alegres…, eso hace que sienta nostalgia, lo echo en falta aquí, pero lo demás, Dios, me entran escalofríos con sólo pensarlo… Emitían aquella especie de rebuzno, y esperaban que fuera hasta su mesa dando brincos, haciendo el payaso una vez más… Y así toda la noche; mencionaban un nombre tras otro, no como si fueran a hablar de ellos, no, sino que volvían a lanzar esos rebuznos, o se echaban a reír nada más mencionar un nuevo nombre… O sea, mencionaban el nombre de Samantha, por ejemplo, y se echaban a reír y a lanzar vítores y a armar jaleo. Y luego decían otro nombre, Roger Peacock, por ejemplo, y se ponían a entonar como un sonsonete futbolístico. Era absolutamente horrible. Pero lo peor era que todos esperaban que me pusiera a hacer el payaso, y no podía hacer nada para evitarlo. Era como si les resultara totalmente impensable que hubiera podido convertirme en alguien distinto, y entonces yo empezaba con la misma historia, las voces chistosas, las muecas…, oh, sí, me di cuenta de que podía seguir haciéndolo perfectamente, como antaño… Supongo que no veían razón alguna para pensar que aquí no seguía haciéndolo. De hecho fue exactamente lo que uno de ellos dijo. Creo que fue Tom Edwards. En un momento de la velada, cuando todos estaban ya muy borrachos, me dio una fuerte palmada en la espalda y dijo: «¡Parkers! ¡Lo que deben de quererte allí, Parkers! ¡Parkers!» Supongo que fue después de que les brindara alguno de mis números; puede que les hubiera estado contando algo de la vida de esta ciudad y que estuviera parodiándolo, quién sabe… El caso es que eso es lo que dijo, y los demás reían y reían. Oh, sí, tuve un éxito tremendo. No dejaban de decirme lo mucho que me echaban de menos, lo divertido que era, oh, y hacía tanto tiempo que nadie me decía eso, tanto tiempo que nadie me recibía así, de un modo tan caluroso y amistoso… Y, sin embargo, ¿por qué diablos estaba haciendo todo aquello de nuevo? Me había jurado no volver a hacerlo, por eso me vine aquí. Incluso cuando iba hacia el pub me lo iba diciendo, incluso cuando iba acercándome por el camino; era una noche muy fría, con niebla, fría de verdad, y me iba diciendo que aquello había sido mucho tiempo atrás, que yo ya no era así, que iba a demostrarles cómo era en la actualidad, y me lo iba repitiendo una y otra vez para darme fuerza, pero en cuanto entré en el pub y vi aquel fuego tan acogedor y todos me dedicaron aquella especie de rebuzno a modo de bienvenida…, oh, aquí me había sentido tan solo… De acuerdo, aquí no tengo por qué hacer esas muecas ni impostar esas voces, pero al menos sé que la cosa sigue funcionando… Puede que fuera insoportable, pero seguía funcionando, todos me adoraban, mis viejos amigos de la universidad, los muy cabrones, seguro que piensan que sigo siendo así. Jamás se les pasaría por la cabeza que mis vecinos me tengan por ese inglés solemne, insulso… Cortés, se dicen, pero tan insulso. Muy solitario y muy insulso. Bien, al menos es mejor que volver a ser Parkers. Aquella especie de rebuzno…, oh, Dios, era nauseabundo. Pero no pude evitarlo, hacía tanto tiempo que no me veía rodeado de amigos como aquellos. ¿Y tú, Ryder? ¿No echas de menos aquellos tiempos a veces? ¿Incluso tú, con todo tu éxito? Oh, sí, es eso lo que quiero decirte. Tú puede que ya no te acuerdes bien de ellos, pero ellos se acuerdan perfectamente de ti. Al parecer, siempre que tienen esas pequeñas reuniones, dedican una parte de la velada a hablar de ti. Oh, sí, lo he visto con mis propios ojos. Primero mencionan un montón de nombres, no quieren sacarte a relucir de entrada, ¿sabes?, les gusta hacer una especie de preámbulo. Y de hecho hacen una pausa cuando fingen no dar con ningún nombre más de aquel tiempo. Pero al final alguien dice: «¿Y qué pasa con Ryder? ¿Alguien ha oído algo sobre él últimamente?» Y entonces todos explotan, lanzan el más horrible de los gritos, algo entre un abucheo y un vómito. Lo hacen todos juntos, varias veces, de veras, no hacen otra cosa durante el minuto que sigue a la mención de tu nombre. Y entonces se ríen a carcajadas, y luego se ponen a hacer como que tocan el piano, ya sabes, así… -Parkhurst adoptó una expresión altiva y se puso a tocar un teclado invisible con porte sobremanera exquisito-. Todos lo hacen, y luego vuelven a lanzar esos ruidos como de vómitos. Y al final empiezan a contar cosas, pequeñas anécdotas tuyas que recuerdan, y se nota que las conocen de sobra, que se las han contado unos a otros muchas veces, porque saben perfectamente cuándo volver a emitir esos ruidos odiosos, cuándo decir: «¿Sí? ¿No bromeas?», y así sucesivamente. Oh, se divierten de veras. La vez que estuve con ellos, alguien recordó la noche en que terminaron los exámenes, cuando todo el mundo se estaba ya poniendo a tono para la gran borrachera, y te vieron venir con semblante muy serio por la carretera, y te dijeron: «¡Venga, Ryder, ven a coger una buena curda con nosotros!», y al parecer tú replicaste…, y el que lo contaba ponía esta cara… -Parkhurst se transformó de nuevo en el ser altivo al que había remedado antes, y su voz adoptó un tono ridiculamente pomposo-: «Estoy demasiado ocupado. No puedo permitirme no practicar esta noche. ¡Llevo sin ensayar ya dos días por culpa de esos horribles exámenes!» Y todos lanzaron al unísono aquel ruido como de vómito, y se pusieron a hacer como que tocaban el piano en el aire, y es entonces cuando empezaron a… Bueno, no te contaré las otras cosas que llegaron a hacer, porque son bastante horrorosas. Son una pandilla odiosa, y la mayoría de ellos tan infelices, tan frustrados y llenos de ira…