Durante un fugaz instante Brodsky me miró con expresión ligeramente perpleja. Luego apartó la mirada y pareció absolutamente descorazonado. Lamenté inmediatamente mi exabrupto, consciente de la irracionalidad de culpar a Brodsky de todas las distracciones de que había sido objeto desde mi llegada a la ciudad. Suspiré y dije en tono más amable:
– Mire, permítame que le haga una sugerencia. Ahora voy al hotel a ensayar. Necesitaré como mínimo dos horas sin que nadie, nadie me moleste. Pero después, dependiendo de cómo vayan las cosas, podría quizá volver a tratar con usted el asunto de su perro. Debo hacer hincapié en que no puedo prometerle nada, pero…
– Era sólo un perro -dijo de pronto Brodsky-. Pero quiero decirle adiós. Y quería la mejor música…
– Muy bien, señor Brodsky, pero ahora debo darme prisa. Ando muy escaso de tiempo.
Reanudé la marcha. Estaba seguro de que Brodsky volvería a ponerse a mi lado, pero el anciano no se movió. Vacilé un instante, un tanto reacio a dejarle allí en la acera, pero recordé que no podía permitirme ninguna dilación más. Caminé deprisa y pasé por delante de los cafés italianos, y no miré atrás hasta que llegué al paso de peatones y hube de aguardar a que cambiara el semáforo. Al principio no pude ver nada a causa del gentío, pero al poco divisé la figura de Brodsky en el punto exacto de la acera en que lo había dejado. Estaba ligeramente inclinado hacia adelante, como en ademán de mirar hacia el tráfico que se aproximaba. Me vino el pensamiento de que aquel punto de la acera, donde me había detenido antes para hablarle, era en realidad una parada de tranvía, y que Brodsky se había quedado allí con intención de esperar la llegada de uno. Pero las luces cambiaron y, mientras cruzaba la calzada del bulevar, mis pensamientos se centraron de nuevo en el mucho más apremiante asunto de mi interpretación de aquella noche.
23
Cuando llegué al hotel tuve la impresión de que en el vestíbulo había una gran actividad, pero estaba tan preocupado por mi ensayo que no me molesté en mirar para cerciorarme. De hecho quizá me abrí paso indelicadamente entre algún grupo de huéspedes al acercarme al mostrador de recepción para hablarle al empleado.
– Disculpe -dije-, pero ¿hay alguien en el salón en este momento?
– ¿En el salón? Bueno, sí, señor Ryder. A los clientes les gusta ir al salón después del almuerzo, de modo que yo diría que…
– Necesito hablar con el señor Hoffman de inmediato. Es un asunto de la mayor urgencia.
– Sí, por supuesto, señor Ryder.
El recepcionista levantó un teléfono e intercambió unas cuantas palabras con alguien. Luego, colgando el auricular, dijo:
– El señor Hoffman no tardará mucho.
– Muy bien. Pero se trata de un asunto urgente.
Acababa de decir esto cuando sentí que alguien me tocaba en el hombro, y al volverme vi a Sophie a mi lado.
– Oh, hola… -le dije-. ¿Qué haces aquí?
– Estaba intentando entregar algo a… Ya sabes, a papá. -Soltó una risita tímida-. Pero está ocupado. Está en la sala de conciertos.
– Oh, el abrigo -dije, reparando en el paquete que llevaba en el brazo.
– Está refrescando, así que se lo he traído, pero ha tenido que irse a la sala de conciertos y todavía no ha vuelto. Llevamos casi media hora esperándole. Si no vuelve en unos minutos, tendremos que marcharnos.
Entrevi a Boris sentado en un sofá, al otro extremo del vestíbulo. No podía verlo bien porque un grupo de turistas ocupaba el centro del recinto y me impedía la visión de ese lado, pero pude ver que estaba absorto en el ajado «manual del hombre mañoso» que le había comprado en el cine. Sophie siguió mi mirada y volvió a reír.
– Está tan embobado con ese libro -dijo-. Cuando te fuiste anoche, estuvo mirándolo hasta que se fue a la cama. Y esta mañana lo ha vuelto a coger en cuanto se ha levantado. -Se rió de nuevo y volvió a mirar en dirección a Boris-. Fue una idea estupenda, comprarle ese libro…
– Me alegra que le guste tanto -dije, volviéndome hacia el mostrador de recepción.
Alcé la mano para interrogar al recepcionista sobre Hoffman, pero en ese preciso instante Sophie se acercó hacia mí y me dijo en un tono totalmente diferente:
– ¿Cuánto tiempo piensas seguir así? Le está disgustando de veras, ¿sabes?
La miré, sorprendido, pero ella continuó mirándome con expresión severa.
– Sé que las cosas no te están siendo nada fáciles -prosiguió-. Y que yo no te he servido de gran ayuda, me hago cargo. Pero el caso es que él está molesto y preocupado al respecto. ¿Cuánto tiempo piensas seguir así?
– No sé muy bien a qué te refieres.
– Mira, ya he dicho que me doy cuenta de que también es culpa mía. ¿De qué nos sirve hacer como que no sucede nada?
– ¿Hacer como que no sucede nada? Supongo que se trata de una sugerencia de la tal Kim, ¿me equivoco? El que me vengas ahora con todas esas acusaciones…
– La verdad es que Kim siempre me está aconsejando ser mucho más franca y abierta contigo. Pero ahora Kim no tiene nada que ver con esto. Lo saco a relucir porque…, porque no puedo soportar ver cómo se preocupa Boris…
Un tanto desconcertado, empecé a volverme hacia el recepcionista. Pero antes de que pudiera atraer su atención, Sophie dijo:
– Mira, no estoy acusándote de nada. Has sido muy comprensivo en todo. No podría pedirte que fueras más razonable. Ni siquiera has llegado a chillarme. Pero siempre he sabido que tiene que haber cierta ira, y que suele salir de este modo…
Solté una carcajada.
– Supongo que ésa es la psicología popular de la que soléis hablar Kim y tú, ¿no?
– Siempre lo he sabido -continuó Sophie, haciendo caso omiso de mi comentario-. Has sido muy comprensivo en todo, más de lo que nadie habría esperado nunca, hasta Kim admite eso. Pero la realidad ha ido siempre por otra parte. No podíamos seguir así, como si nada hubiera pasado. Estás lleno de cólera. ¿Quién puede reprochártelo? Siempre he sabido que tendría que salir por alguna parte. Pero nunca pensé que sería así. Pobre Boris. No sabe lo que ha hecho.
Volví a mirar hacia Boris. Seguía allí sentado, y parecía completamente absorto en el manual.
– Mira -dije-. Sigo sin entender muy bien de qué me hablas. Quizá te estés refiriendo al hecho de que Boris y yo, bueno, a que hayamos estado intentando acoplar un poco nuestro comportamiento mutuo. No hay duda de que, dadas las circunstancias, es lo correcto. Si he sido un poco distante con él recientemente, ha sido sencillamente porque no quiero que se llame a engaño sobre la verdadera naturaleza de nuestra actual vida en común. Tenemos que ser muy precavidos. Después de lo que ha pasado, ¿quién sabe lo que el futuro nos tiene deparado? Boris tiene que aprender a ser más fuerte, más independiente. Estoy seguro de que, a su modo, entiende tan bien como yo lo que estoy diciendo.
Sophie apartó la mirada, y durante unos instantes pareció reflexionar sobre algo. De nuevo me hallaba a punto de intentar atraer la atención del recepcionista cuando de pronto Sophie dijo:
– Por favor. Ven. Dile algo.
– ¿Que vaya? Bien, el problema es que tengo que ocuparme de algo con cierta urgencia, y en cuanto aparezca Hoffman…
– Por favor, sólo unas palabras. Supondrá tanto para él… Por favor.
Me miraba con intensidad. Cuando vio que me encogía de hombros, resignado, se volvió y empezó a cruzar el vestíbulo.
Boris alzó brevemente la mirada al ver que nos acercábamos, y volvió a enfrascarse en su manual con expresión seria. Pensé que Sophie iba a decirnos algo, pero al llegar al sofá de Boris vi con disgusto que se limitaba a dirigirme una mirada Preñada de intención y a pasar de largo hacia el revistero que había junto a los ventanales. Así que me encontré allí de pie, Junto al sofá, mientras el chico seguía con la lectura del libro. Al cabo acerqué un sillón y me senté frente a él.
Boris seguía leyendo sin dar muestras de haberse percatado de mi presencia. Luego, sin alzar la mirada, murmuró para sí mismo:
– Este libro es fantástico. Te enseña a hacer de todo. Me preguntaba cómo responder, pero entonces vi a Sophie, de espaldas a nosotros, fingiendo examinar una revista que acababa de coger del revistero. Sentí una súbita oleada de ira, y lamenté amargamente haberla seguido a través del vestíbulo. Se las había arreglado, me daba cuenta, para manipular las cosas de forma que, le dijera lo que le dijera yo ahora a Boris, ella podría tomarlo como un triunfo y una reivindicación. Volví a mirar su espalda, la ligera inclinación de hombros que estaba simulando para dar a entender su sumo interés por la revista que estaba hojeando, y sentí que la ira crecía en mi interior.
Boris pasó una página y siguió leyendo. Y luego, sin levantar la mirada, dijo en un susurro:
– Alicatar el cuarto de baño. Ahora no me costaría nada hacerlo.
En una mesita cercana había un montón de periódicos, y no vi razón alguna para no ponerme a leer como ellos. Cogí un periódico y lo abrí. Transcurrieron unos instantes en silencio. Al cabo, mientras echaba una ojeada a un artículo sobre la industria alemana del automóvil, oí que Boris me decía de pronto: