– Lo siento.
Había pronunciado estas palabras en un tono un tanto agresivo, y al principio me pregunté si Sophie le había instado antes a hacerlo o le había hecho alguna seña mientras yo estaba leyendo. Pero cuando miré hacia Sophie vi que seguía de espaldas, y que al parecer no se había movido en absoluto. Luego Boris añadió:
– Siento haber sido egoísta. No volveré a serlo. No volveré a hablar nunca más sobre el Número Nueve. Ya soy demasiado mayor para esas cosas. Con este libro todo será muy fácil. Es fantástico. Pronto seré capaz de hacer cantidad de cosas. Voy a volver a hacer todo el cuarto de baño. Antes no me daba cuenta. Pero aquí te enseña cómo se hace, te lo enseña todo. No volveré a hablar nunca más del Número Nueve.
Era como si estuviera recitando algo memorizado y ensayado. Y, sin embargo, había algo en su voz que delataba una emoción, y sentí un intenso impulso de acercarme hacia él para confortarlo. Pero entonces vi cómo Sophie inclinaba los hombros junto al revistero, y recordé el enojo que sentía contra ella. Comprendí, además, que si permitía a Sophie manipular las cosas de la forma en que ahora empezaba a hacerlo, ninguno de nuestros intereses saldría bien parado a la larga.
Cerré el periódico y me levanté, y volví la cabeza para ver si Hoffinan había llegado ya al vestíbulo. Al hacerlo, Boris volvió a hablar, y percibí cierto timbre de pánico en su tono.
– Lo prometo. Prometo aprender a hacer todo esto. Será fácil.
La voz le temblaba un poco, pero cuando miré hacia él vi que sus ojos seguían fijos en la página del libro. Su cara, advertí, tenía un rubor extraño. Entonces percibí cierto movimiento en el vestíbulo y vi que Hoffman me hacía una seña con la mano desde la recepción.
– Tengo que irme -dije en voz alta en dirección a Sophie-. Tengo que hacer algo muy importante. Os veré en otro momento.
Boris volvió otra página, pero no alzó la mirada.
– Muy pronto -le dije a Sophie, que se había vuelto para mirarme-. Seguiremos hablando muy pronto. Pero ahora tengo que irme.
Hoffman se había adelantado hasta el centro del vestíbulo, y me aguardaba con aire inquieto.
– Siento haberle hecho esperar, señor Ryder -dijo-. Tenía que haber previsto que para asistir a una reunión de esta importancia aparecería usted con mucha antelación. Acabo de venir de la sala de conferencias, y puedo asegurarle, señor Ryder, que esta gente, estas damas y caballeros de a pie le están tan agradecidos, tan sumamente agradecidos de que haya usted aceptado entrevistarse con ellos personalmente. Agradecen tanto que usted, señor Ryder, sepa apreciar la importancia de oír de sus propios labios lo que han tenido que soportar…
Lo miré con expresión grave.
– Señor Hoffman, al parecer existe un malentendido. En este momento necesito ineludiblemente dos horas para ensayar. Dos horas de absoluto aislamiento. Debo, pues, rogarle que haga despejar el salón lo más rápido posible.
– Ah, sí, el salón -dijo, y se rió-. Lo siento, señor Ryder, pero creo que no le entiendo. Como sabe, el comité del Grupo Ciudadano de Ayuda Mutua le está esperando en la sala de conferencias en este momento…
– Señor Hoffman, no parece usted apreciar la urgencia de la situación. A causa de unos imprevistos sobrevenidos en cadena, no me ha sido posible tocar el piano en muchos días. Debo insistir en que se me permita disponer de uno lo más rápido posible.
– Ah, sí, señor Ryder. Por supuesto. Es perfectamente comprensible. Haré todo lo que pueda para prestarle la ayuda necesaria. Pero, en lo que concierne al salón, me temo que no está disponible en este momento. Verá, está tan lleno de huéspedes…
– Pues parecía no hallar impedimento alguno para dejarlo libre para el señor Brodsky…
– Ah, sí, tiene usted razón. Bien, si insiste usted en la necesidad de que sea el piano del salón en lugar de cualquier otro de los que hay en el hotel, pues muy bien, acataré de buen grado su preferencia. Entraré ahí dentro, personalmente, y rogaré a mis clientes que salgan del salón y lo dejen libre, sin reparar en si están a medio tomar un café o cualquier otra cosa… Sí, eso es lo que haré en última instancia. Pero, antes de recurrir a tal medida extrema, quizá sea usted tan amable de considerar otras opciones. Sepa, señor, que el piano del salón no es en ningún caso el mejor piano del hotel. De hecho, algunas de las notas bajas suenan un tanto oscuras.
– Señor Hoffman, si no ha de ser el del salón, dígame pues, por favor, cuál más tiene usted disponible. No tengo especial predilección por el del salón. Lo que necesito es un buen piano y total aislamiento.
– El de la sala de ensayos. Se ajusta mucho mejor a sus necesidades.
– Muy bien, pues. El de la sala de ensayos.
– Excelente.
Empezó a conducirme a través de vestíbulo. Al cabo de unos pasos, sin embargo, se detuvo y se inclinó hacia mí en ademán confidente.
– Debo entender, pues, señor Ryder, que necesitará la sala de ensayos inmediatamente después de que salga usted de la reunión de la que le hablo…
– Señor Hoffman, no quiero tener que volver a insistirle en la urgencia de la situación en que me encuentro…
– Oh, sí, sí, señor Ryder. Por supuesto, por supuesto. Le entiendo perfectamente. Así pues… necesita usted ensayar antes de la reunión. Sí, sí, le entiendo perfectamente. No hay ningún problema. Esa gente se avendrá muy gustosamente a esperar un poco. Bien, no hay ningún problema. Sígame, por favor.
Salimos del vestíbulo por una puerta situada a la izquierda del ascensor, en la que no había reparado hasta entonces, y al poco nos hallábamos recorriendo lo que parecía un pasillo de servicio. Las paredes carecían de decoración, y los tubos fluorescentes del techo conferían al conjunto un desnudo, severo aspecto. Pasamos ante una serie de grandes puertas correderas a través de las cuales nos llegaban diversos ruidos de cocina. Una de ellas estaba abierta, y entrevi un recinto fuertemente iluminado con latas metálicas apiladas en columnas sobre un banco de madera.
– Gran parte de lo que se servirá esta noche lo estamos preparando en el hotel -dijo Hoffman-. La cocina de la sala de conciertos, como imaginará, tiene una capacidad muy limitada.
Doblamos un recodo del pasillo y pasamos ante lo que supuse eran los cuartos de lavandería. Luego pasamos por una hilera de puertas, y a través de ellas nos llegaron los gritos de dos mujeres que discutían con inusitada virulencia. Hoffman, sin embargo, hizo como si no lo oyera y siguió andando en silencio. Luego le oí decir en voz baja:
– No, no, esos ciudadanos… Se sentirán agradecidos, de todas formas. Un pequeño retraso… No les importará en absoluto.
Finalmente se detuvo ante una puerta en la que no vi ninguna placa. Creí que Hoffman la abriría para invitarme a pasar, pero lo que hizo fue apartar la mirada de ella y retirarse hacia un lado.
– Aquí es, señor Ryder -dijo entre dientes, e hizo un gesto furtivo y rápido, por encima del hombro, en dirección a ella.
– Gracias, señor Hoffman -dije, y empujé la puerta.
Hoffman siguió allí, muy envarado, con la mirada aún apartada de la puerta.
– Le esperaré aquí -masculló.
– No tiene por qué hacerlo, señor Hoffman. Encontraré el camino de vuelta.
– Me quedaré aquí, señor. No se preocupe.
No quise enzarzarme en discusiones y me apresuré a pasar Por la puerta.
Entré en un recinto largo y estrecho, con suelo de baldosa gris. Las paredes estaban alicatadas con azulejos blancos hasta el techo. Me pareció ver a mi izquierda una hilera de fregaderos, pero estaba tan ansioso por sentarme al piano que no me fijé demasiado en tales detalles. En cualquier caso, los que inmediatamente atrajeron mi atención fueron tres cubículos que había a mi derecha. Tres cubículos contiguos, de madera, pintados de un desagradable color verde rana. Los de los extremos tenían cerradas las puertas, pero la puerta del cubículo central -que parecía algo más amplio que los otros- estaba entreabierta, y al mirar en su interior pude ver un piano con la tapa levantada. Me dispuse, sin más, a entrar en el cubículo, pero enseguida comprobé que se trataba de una tarea harto difícil. La puerta -que abría hacia dentro- no podía abrirse por completo porque se lo impedía el propio piano; para entrar hube de estrujarme contra un costado, y para cerrar la puerta tiré de ella despacio y la hice llegar -rozándome el pecho- hasta su jamba. Al final eché el pestillo, y acto seguido volví a pugnar con las estrecheces del cubículo y conseguí sacar la banqueta que había debajo del piano. Una vez sentado, sin embargo, me encontré razonablemente cómodo, y cuando hice correr mis dedos por el teclado vi que, pese al color desvaído de sus teclas y a su aspecto exterior ajado, el piano poseía una tonalidad delicada y suave, y que había sido perfectamente afinado. Las condiciones acústicas del cubículo, además, no resultaban tan claustrofóbicas como uno habría imaginado.
Al constatar que la situación no era tan desesperada, una intensa sensación de alivio recorrió todo mi cuerpo, y entonces caí en la cuenta de cuán tenso había estado durante la pasada hora. Aspiré profundamente varias veces y me dispuse a dar comienzo al más crucial de los ensayos. Y entonces recordé que seguía sin decidir qué pieza tocaría aquella noche. Mi madre -sabía- juzgaría particularmente emocionante el movimiento central de Globestructures: Option II, de Yamanaka. Pero mi padre preferiría ciertamente Asbestos and Fibre, de Mullery. De hecho, era posible incluso que a mi padre no le gustara en absoluto Yamanaka. Me quedé unos instantes contemplando las teclas, tratando de decidirme, y al final la balanza se inclinó a favor de Mullery.