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stróficamente crueles. ¿Podría reprochárseme, señor, el que sintiera la tentación de salvarme? No habría dicho jamás una mentira absoluta. No, señor, ni siquiera para salvarme. Pero era un momento tan difícil… Cuando ahora pienso en ello siento que me recorre el cuerpo un escalofrío; lo estoy sintiendo ahora mismo, mientras se lo cuento. «¿Pero dónde compones música?» «No, no hay piano», dije en tono alegre. «No hay nada. Ni papel pautado, ni nada de nada. He decidido dejar de escribir música dos años.» Eso es lo que le dije. Fue muy rápido. Lo dije sin la menor muestra externa de pesar o vacilación. Incluso le llegué a dar la fecha exacta en la que volvería a componer. Pero de momento no, no estaba componiendo. ¿Qué podía decir, señor? ¿Qué esperaba que hiciera? ¿Que mirara a aquella mujer, a aquella mujer a la que amaba con toda mi alma, que tan sólo unos días antes había accedido a casarse conmigo, y me resignara a que todo se acabara? ¿Que le dijera: «Oh, querida, todo ha sido un malentendido. Como es lógico, te libero de toda obligación. Por favor, separémonos en este instante…»? No podía hacerlo, señor. Puede que piense usted que fui deshonesto. Sería muy duro de su parte. En cualquier caso, ¿sabe?, en aquel momento de mi vida lo que dije no fue totalmente mentira. Porque el caso es que pensaba seriamente aprender a tocar un instrumento, y sí, deseaba también probar fortuna en la composición. Así que no se trataba de una mentira absoluta. No fui sincero, es cierto, lo admito. Pero ¿qué otra cosa habría podido hacer? No podía dejar que se fuera. Así que le dije que había tomado la decisión de dejar de componer durante dos años completos. Y recuerdo que, a fin de clarificar mi mente y mis emociones, o por alguna otra razón semejante, seguí hablando un buen rato del asunto. Ella me escuchaba, se lo creía todo, asentía con su bella, inteligente cabeza en señal de comprender y secundar todas las necedades que yo le estaba contando. Pero ¿qué podía hacer si no, señor? Y a partir de aquella mañana ya no volvió a mencionar jamás el tema de mis composiciones, nunca en todos estos años. Y dicho sea de paso, señor Ryder, porque veo que está usted a punto de preguntarlo…, créame, se lo aseguro: nunca jamás, ni antes de aquella mañana ni nunca durante nuestro noviazgo, durante nuestros paseos a la orilla del canal, durante nuestras citas en los cafés de Herrengasse, nunca, nunca, intencionadamente, le induje a pensar que componía música. Que estaba perpetuamente enamorado de la música, que era el alimento cotidiano de mi espíritu, que la oía en mi corazón cada mañana al despertar…, eso sí, eso sí lo dejé entrever porque era verdad. Pero nunca la engañé deliberadamente, señor. Oh, no, nunca. Fue un terrible malentendido, simplemente. Ella, viniendo de la familia que venía, inevitablemente dio por descontado… Quién sabe, señor. Pero hasta aquella mañana en mi cuarto, yo nunca había pronunciado una palabra que indujera a presumir tal cosa. Bien, como digo, señor Ryder, ella no volvió a mencionar el asunto, ni una vez siquiera. Nos casamos a su debido tiempo, compramos un pequeño apartamento en Friedrich Square, encontré un buen empleo en el Ambassadors. Comenzamos nuestra vida juntos, y durante un tiempo fuimos razonablemente felices. Claro que yo jamás olvidé…, jamás olvidé aquel malentendido. Pero no me preocupaba tanto como tal vez cabría imaginar. Porque, como ya he dicho, en aquel tiempo…, bueno, tenía pensado seriamente…, cuando llegara el momento, cuando se me presentara la ocasión de hacerlo, aprender a tocar un instrumento. Tal vez el violín. Tenía ciertos planes, ya sabe, siempre se hacen planes cuando se es joven, cuando no eres consciente aún de lo limitado que es el tiempo, cuando no eres consciente de que en torno a ti existe una coraza, una dura coraza que te impide… salir… al exterior… -De pronto soltó ambas manos del volante e hizo ademán de empujar hacia arriba una invisible cúpula que lo rodeaba. Su gesto expresaba más cansancio que cólera, y al instante siguiente volvió a dejar caer las manos sobre el volante. Y prosiguió con un suspiro-: No, no sabía nada de eso en aquel tiempo. Entonces seguía albergando la esperanza de que con el tiempo llegaría a ser la clase de persona que ella creía que era. De verdad, señor, yo creía que lograría llegar a ser tal persona precisamente gracias a ella, a su presencia, a su influencia… Y el primer año de nuestro matrimonio, señor Ryder, como digo, fue razonablemente feliz. Compramos aquel apartamento, una vivienda adecuada a nuestras necesidades. Había días en que me daba por pensar que se había dado cuenta del malentendido y que ya no le importaba. No sé, en aquel tiempo me venían a la mente todo tipo de pensamientos. Luego, cuando llegó el día, la fecha que he mencionado, transcurridos los dos años, cuando se suponía que debía volver a componer, no pasó nada. La observé atentamente, pero no dijo nada. La veía callada, pero era normal en ella: siempre estaba callada. No dijo nada, no hizo nada extraño. Pero supongo que fue por aquellas fechas, cumplidos ya los dos años, cuando se instaló la tensión en nuestras vidas. Era una suerte de tensión de baja intensidad, una tensión que parecía estar siempre presente, y por mucho que hubiéramos pasado felizmente una velada, la tensión seguía allí… Yo solía planear pequeñas sorpresas, como llevarla a cenar a sus restaurantes preferidos. O regalarle flores, o los perfumes que le gustaban. Sí, me afanaba por agasajarla. Pero siempre estaba aquella tensión… Durante bastante tiempo me las ingenié para no darle importancia. Me decía a mí mismo que era fruto de mi imaginación. Supongo que me negaba a admitir que era real y que crecía por momentos. Y no tomé plena conciencia de que había estado allí todo aquel tiempo hasta el día en que se esfumó. Sí, se esfumó y entonces caí en la cuenta de a qué se había debido. Fue una tarde, llevábamos casados unos tres años, yo volvía del trabajo y le traía un pequeño presente, un libro de poesía que sabía que quería. No lo había dicho explícitamente, pero yo lo había adivinado. Entré en el apartamento y la encontré mirando la plaza. A aquella hora de la tarde la gente volvía del trabajo. Era un apartamento ruidoso, pero eso no te parece tan grave cuando eres relativamente joven. Le tendí el libro. «Un pequeño regalo», le dije. Ella siguió mirando por la ventana. Estaba arrodillada sobre el sofá, con los brazos cruzados sobre el respaldo y la cabeza apoyada sobre ellos, mirando… Entonces se volvió y cogió el libro como con infinito cansancio, y sin decir una palabra siguió mirando la plaza. Yo me quedé en medio de la sala, a la espera de que me dijera algo, una palabra de agradecimiento por el regalo. Quizá no se encontraba bien. Seguí de pie, esperando, un tanto preocupado. Al final se volvió y me miró. No de forma poco amable, oh, no, pero me miró…, me miró con una mirada especial. La mirada de alguien que ve confirmado con sus propios ojos lo que ha estado pensando. Sí, así es como fue, y yo supe que al fin ella había visto en mi interior. Y fue entonces cuando caí en la cuenta, cuando caí en la cuenta de a qué se había debido la tensión. Yo había estado esperando, durante todo aquel tiempo había estado esperando ese momento. Y, ¿sabe?, podrá parecer extraño, pero para mí supuso un enorme alivio. Al final, al final ella había visto en mi interior. ¡Oh, qué maravilloso alivio! Me sentí tan liberado. De hecho exclamé: «¡Aja!», y sonreí. A ella debió de parecerle extraño, y yo enseguida conseguí tranquilizarme. Me di cuenta de inmediato…, oh, sí, el sentimiento de liberación fue tremendamente fugaz, me di cuenta de inmediato de los nuevos dragones contra los que tendría que luchar, y al instante siguiente fui ya todo cautela. Vi que tendría que esforzarme el doble, el triple si quería retenerla. Pero, ¿sabe?, seguía pensando que si trabajaba duro, si me esforzaba lo bastante, a pesar de que ella se había dado cuenta, si me esforzaba lo bastante aún lograría recuperarla. ¡Necio de mí! ¿Sabe?, durante varios años después de aquel día seguí creyéndolo, creía de veras que lo estaba consiguiendo. Oh, mantenía los ojos siempre abiertos. Hacía todo lo que estaba en mi mano para complacerla. Y nunca me sentía satisfecho. Me daba cuenta de que sus gustos, sus preferencias cambiarían con el tiempo, así que observaba cada matiz de su conducta, listo para anticiparme a cualquier cambio. Oh, sí, aunque sea yo quien lo diga, señor Ryder, durante aquellos años desempeñé a la perfección mi papel de marido. Si un compositor que le había gustado mucho, por ejemplo, empezaba a agradarle menos, me daba cuenta inmediatamente, antes incluso de que el cambio se hubiera instalado en su conciencia. Y la vez siguiente que tal compositor salía a relucir, yo decía rápidamente, mientras ella quizá vacilaba antes de expresar sus dudas, yo decía rápidamente: «Claro que ya no es lo que era. Por favor, no nos molestemos en ir a ese concierto esta noche. Te aburrirías.» Y me sentía recompensado por la inconfundible expresión de alivio que veía en su semblante. Oh, sí, me mantenía extremadamente atento, y, como digo, señor, creía de verdad que acabaría consiguiéndolo. Me engañaba. La amaba tanto, que me engañaba a mí mismo y seguía creyendo que la recuperaba poco a poco. Me pasé unos cuantos años creyendo firmemente que lo lograría. Y de pronto todo cambió, todo cambió en una noche. Vi cuán inevitable era todo, cómo mis enormes esfuerzos no habían servido de nada. Lo vi todo en una noche, señor. Habíamos sido invitados a la casa del señor Fischer; organizaba una pequeña recepción en honor de Jan Piotrowsky, después de su concierto. En aquella época empezaban a invitarnos a ese tipo de actos; yo iba ganándome cierto respeto en la ciudad gracias a mi fina apreciación de las artes. Bien, el caso es que estábamos en casa del señor Fischer, en su magnífico salón. No era una reunión multitudinaria, cuarenta personas como mucho. Una velada bastante apacible. No sé si conoce usted a Piotrowsky, señor. Resultó ser una persona sumamente agradable, extraordinariamente ducho en hacer que todo el mundo se sintiera a gusto. La conversación se desarrollaba con fluidez, y todos nos estábamos divirtiendo. En un momento dado fui a la mesa del bufé, y estaba sirviéndome unas cosas en el plato cuando me di cuenta de que el señor Piotrowsky estaba a mi lado. Yo era aún bastante joven entonces, no tenía mucha experiencia en celebridades, y sí, he de admitir que estaba un poco nervioso. Pero el señor Piotrowsky me sonrió amablemente y me preguntó si me estaba divirtiendo, e hizo que enseguida me sintiera cómodo. Y entonces dijo: «Acabo de charlar un rato con su encantadora esposa. Me ha estado hablando de su gran amor por Baudelaire. He tenido que confesarle que no conocía demasiado la obra de Baudelaire, y ella, con razón, me ha reprendido por mi deplorable ignorancia al respecto. Oh, me ha hecho sentirme totalmente avergonzado. Me propongo remediar en breve tal ignorancia. ¡La pasión de su esposa por ese poeta es absolutamente contagiosa!» Yo asentí y dije: «Sí, por supuesto. Siempre ha adorado a Baudelaire.» «Y con qué pasión», dijo Piotrowsky. «Me ha hecho sentirme totalmente avergonzado.» Y eso fue todo. No hablamos más. Pero ¿se da cuenta, señor Ryder? Lo que digo es lo siguiente: ¡yo no conocía en absoluto su pasión por Baudelaire! ¡No tenía ni la menor idea! ¿Entiende lo que le estoy diciendo? ¡Nunca me había dicho que sintiera tal pasión! Y cuando Piotrowsky me lo dijo, algo empezó a encajar. De repente vi con claridad algo que no había querido ver a lo largo de los años. Me refiero a que ella siempre me había ocultado ciertas partes de sí misma. Las había preservado, como si el contacto con mi tosquedad hubiera podido contaminarlas. Como digo, señor, yo quizá lo había sospechado siempre. El que hubiera toda una parte de sí misma que preservaba de mí. ¿Quién podía reprochárselo? Una mujer de tal sensibilidad, educada en una familia como la suya… No había dudado en confesárselo abiertamente a Piotrowsky, pero jamás de los jamases, en todos los años que llevábamos juntos, había dejado siquiera entrever su pasión por Baudelaire conmigo. Durante los minutos que siguieron estuve vagando por el salón, hablando con los invitados sin apenas saber lo que decía, diciendo frivolidades, trastornado interiormente. Luego miré a través del salón y la vi, vi a mi esposa, riendo alegremente en un sofá, al lado de Piotrowsky. No es que estuviera coqueteando, ¿sabe? Oh, no, mi mujer ha sido siempre muy puntillosa en lo referente a la decencia. Pero se reía con una espontaneidad que no le había visto desde nuestros viejos paseos a la orilla del canal, en la época anterior a nuestro matrimonio: es decir, antes de que se hubiera dado cuenta. Era un sofá largo, y en él había otras dos personas, y varias más sentadas en el suelo para poder estar cerca de Piotrowsky. Pero Piotrowsky acababa de decirle algo a mi mujer, y ella reía gozosamente. Pero no era sólo aquella risa, señor Ryder, lo que me resultaba especialmente elocuente. Yo estaba de pie, observándola desde el otro extremo del salón, y sucedió lo siguiente: Piotrowsky, hasta el momento, había estado sentado en el borde del sofá, con las manos juntas en torno a una rodilla, sí, como lo oye, y al reírse y dirigir un comentario a mi mujer hizo ademán de recostarse contra el respaldo del sofá. Y en el momento en que empezaba a hacerlo, mi mujer, muy rápida, muy diestramente, cogió un cojín de su espalda y lo puso en el punto del respaldo donde se recostaba ya Piotrowsky, de forma que la cabeza de éste, al llegar al respaldo del sofá, descansó sobre el cojín. Lo hizo muy rápidamente, casi instintivamente, con un gesto muy airoso. Y cuando lo vi sentí que se me rompía el corazón. Fue un movimiento tan lleno de natural respeto, de deseo de solicitud, de agradar en los pequeños detalles. Aquel mínimo acto revelaba todo un reino interior que ella me mantenía terminantemente vedado. Y entonces caí en la cuenta de lo engañado que había estado. Caí en la cuenta de lo que a partir de entonces he sabido y jamás he vuelto a poner en duda. Me refiero, señor, a que algún día me dejaría. Tarde o temprano. Era sólo cuestión de tiempo. Lo he sabido desde aquella noche.