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Miré de nuevo hacia el valle que teníamos ante nosotros y vi que estaba enteramente cubierto de lápidas. Y se me ocurrió que estábamos acercándonos al cementerio donde Brodsky se había citado con la señorita Collins. Cuando lo alcancé y me puse a su lado, en efecto, oí que Brodsky decía:

– En la tumba de Per Gustavsson. Hemos quedado allí. Por nada especial. Me ha dicho que conocía la tumba, eso es todo. La esperaré allí. No me importa esperar un poco.

Habíamos bajado por entre la alta hierba, pero ahora llegamos a un sendero; a medida que avanzábamos ladera abajo iba viendo con más y más nitidez el cementerio. Era un lugar tranquilo, recoleto. Las lápidas se hallaban dispuestas en ordenadas hileras a lo largo del fondo del valle, y algunas de ellas se encaramaban sobre las laderas de hierba que ascendían a ambos costados. En un momento dado reparé en que estaba teniendo lugar un entierro; podía divisar las oscuras figuras de los deudos, unos treinta, todos agrupados bajo el sol, a nuestra izquierda.

– Espero que vaya bien -dije-. Me refiero a su cita con la señorita Collins.

Brodsky sacudió la cabeza.

– Esta mañana me he sentido bien. Pensaba que, si hablábamos, las cosas podrían arreglarse. Pero ahora…, no sé. Puede que ese hombre, su amigo de usted, el que estaba en el apartamento de la señorita Collins esta mañana, puede que tenga razón. Tal vez ella nunca pueda perdonarme. Tal vez fui demasiado lejos y jamás pueda perdonarme.

– Estoy seguro de que no tiene que ser tan pesimista -dije-. Sucediera lo que sucediera entonces, ahora pertenece al pasado. Si ustedes dos pudieran…

– Todos estos años, señor Ryder -dijo-, hundido en lo más hondo… Nunca lo acepté. Nunca acepté lo que decían de mí entonces. Nunca creí que fuera… ese don nadie. Puede que con la cabeza sí, que racionalmente aceptara lo que decían de mí. Pero no con el corazón. Con el corazón jamás creí que fuera cierto. Ni un solo instante, jamás en todos estos años. Siempre fui capaz de escuchar… De escuchar música. Así que sabía que era mejor, que era mejor de lo que decían. Pero entonces, bueno, ella empezó a dudarlo. ¿Quién puede reprochárselo? No le reprocho haberme dejado. No, en absoluto. Pero le reprocho que no haya sabido sacar partido. Oh, sí, ¡debería haber sacado partido de su situación! Hice que me odiara, ¿se imagina lo que tuvo que costarme hacerlo? Le di la libertad, ¿y qué ha hecho ella? Nada. Ni siquiera se ha marchado de esta ciudad. No ha hecho más que perder el tiempo. Con esa gente débil e inútil con la que se pasa el día hablando. ¡Si llego a saber que sólo haría eso! Es algo muy doloroso, señor Ryder, apartar de ti a alguien a quien amas. ¿Cree que lo habría hecho…? ¿Cree que me habría convertido en ese ser horrible si hubiera sabido que ella iba a hacer lo que ha hecho? ¡Esa gente débil e infeliz con la que se pasa el día hablando! Hubo un tiempo en que ella… tenía las más altas metas. Iba a hacer grandes cosas. Ése era entonces su pensamiento. Y, ya ve, lo ha echado todo a perder. Ni siquiera se ha marchado de la ciudad. ¿Le parece extraño que le chillara de vez en cuando? Si eso era todo lo que iba a hacer, ¿por qué no lo dijo entonces? ¿Se cree que es una broma, una gran broma, ser un borracho y un mendigo? La gente piensa, de acuerdo, es un borracho, no le importa nada de nada… No es verdad. A veces todo se ve claro, muy claro, y entonces…, ¿se imagina lo horrible que es entonces, señor Ryder? Ella nunca se dio cuenta, nunca se dio cuenta de la oportunidad que le brindaba. Ni siquiera se ha marchado de la ciudad. No hace más que hablar, hablar con esa gente débil… Sí, le grité, ¿se me puede censurar por ello? Lo merecía, se merecía todo lo que le dije, hasta el último de aquellos sucios insultos, se lo merecía…

– Señor Brodsky, por favor, por favor… Ésta no es la mejor forma de prepararse para una cita de tal importancia…

– ¿Se cree que me gustaba hacerlo? ¿Que lo hice por diversión? No tenía por qué hacerlo. Mire, cuando quiero dejar de beber, puedo hacerlo. ¿Se cree que fue una broma? ¿Que lo que hice fue una broma?

– Señor Brodsky, no quiero entrometerme. Pero seguramente ha llegado el momento de dejar de lado para siempre tales pensamientos. Seguramente todas esas diferencias, todos esos malentendidos…, seguro que ha llegado el momento de olvidarlos. Deben tratar de aprovechar al máximo la vida que les queda. Por favor, trate de calmarse. De nada le servirá ver a la señorita Collins en este estado; seguro que lo lamentará más tarde. De hecho, señor Brodsky, si me permite decirlo, ha dado usted en el clavo cuando, al hablarle esta mañana, ha puesto usted el acento en el futuro. Su idea de tener un animal es, a mi juicio, estupenda. Creo que debería seguir con esa idea, con ésa y con otras parecidas. No hay necesidad de volver sobre el pasado todo el tiempo. Y, por supuesto, ahora se abren para usted grandes perspectivas de futuro. Yo, por mi parte, voy a intentar todo lo que esté en mi mano esta noche para que esta ciudad le acepte…

– ¡Oh, sí, señor Ryder! -Su ánimo pareció cambiar repentinamente-. Sí, sí, sí. Esta noche, sí, esta noche trataré de… ¡Trataré de estar magnífico!

– Así está mejor, señor Brodsky.

– Esta noche no voy a transigir, no transigiré en absoluto. Sí, de acuerdo, me acosaron, tiré la toalla, huimos, vinimos a esta ciudad. Pero en el fondo de mi corazón nunca tiré la toalla totalmente. Sabía que no había tenido la oportunidad idónea. Y ahora, por fin, esta noche… He esperado tanto tiempo. No voy a transigir. La orquesta, los músicos no se lo van a creer, lo que voy a exigirles… Señor Ryder, le estoy muy agradecido. Usted ha sido para mí una inspiración. Hasta esta mañana tenía miedo. Miedo de esta noche, miedo de lo que podía suceder. Tendré que tener mucho cuidado, me decía a mí mismo. Hoffman, todos los demás, no hacían más que decirme que fuera con cuidado, poco a poco… Vaya despacio al principio, me decían. Vuelva a ganárselos poco a poco. Pero esta mañana he visto su fotografía en el periódico. En el periódico, el monumento Sattler. Y me he dicho, ¡eso es, eso es! ¡Ve hasta el final, hasta el final! ¡No te arredres ante nada! La orquesta…, ¡no se lo van a creer! Y la gente, la gente de esta ciudad, tampoco podrá creérselo. ¡Sí, ve hasta el final! Y ella va a verlo. Va a verme, va a ver quién soy realmente, quién he sido siempre… ¡El monumento Sattler, eso es!

Ahora el terreno era llano e íbamos caminando por la herbosa senda central del cementerio. De pronto me percaté de cierto movimiento a mi espalda, y al volverme y mirar por encima del hombro vi que uno de los deudos del entierro venía corriendo hacia nosotros haciéndonos apremiantes señas. Cuando se acercó vi que era un hombre moreno, achaparrado, de unos cincuenta años.

– Señor Ryder, qué honor… -dijo casi sin aliento al ver que me volvía-. Soy el hermano de la viuda. Mi hermana se alegraría tanto si fuera usted tan amable de unirse a nosotros…

Miré hacia donde nos indicaba y vi que estábamos bastante cerca de la comitiva del entierro. En efecto, la brisa nos traía claramente los desolados sollozos.

– Por aquí, por favor -dijo el hombre.

– Pero…, en un momento tan íntimo…

– No, no, por favor. Mi hermana…, todos nos sentiremos tan honrados… Por favor, por aquí.

Un tanto a regañadientes, me dispuse a seguirle. El terreno iba haciéndose más blando a medida que avanzábamos a través de las lápidas. Al principio me fue imposible ver a la viuda entre las filas de espaldas encorvadas y oscuras, pero al acercarnos al grupo alcancé a verla a la cabeza del mismo, inclinada sobre la fosa abierta. Daba muestras de una aflicción tan honda que parecía muy capaz de arrojarse sobre el ataúd. Tal vez en previsión de tal eventualidad, un caballero de avanzada edad y pelo blanco la retenía con fuerza por brazo y hombro. A su espalda, los presentes lloraban al parecer movidos por un dolor genuino, pero por encima del llanto general seguían siendo claramente perceptibles los angustiados gemidos de la viuda: lentos, exhaustos aunque sorprendentemente estentóreos, como los que cabría esperar de alguien sometido a una tortura continuada. Al oírlos sentí un deseo súbito de darme la vuelta y alejarme, pero el hombre achaparrado me estaba haciendo gestos para que me acercara a la fosa. Cuando vio que no me movía, me susurró en tono nada discreto:

– Señor Ryder, por favor.

Algunos de los deudos se volvieron para mirarnos.

– Señor Ryder, por aquí.

El hombre achaparrado me cogió del brazo y empezamos a abrirnos paso entre los presentes, algunos de los cuales se volvían para mirarme. Oí, como mínimo, dos voces que decían: «Es el señor Ryder…» Cuando llegamos al pie de la fosa, los sollozos habían amainado en gran medida, y pude sentir multitud de ojos clavados en mi espalda. Adopté una actitud de sereno respeto, penosamente consciente de lo informal de mi atuendo: chaqueta verde clara, sin corbata… La camisa, además, era de un alegre estampado de tonos anaranjados y amarillos. Mientras el hombre achaparrado trataba de atraer la atención de la viuda, me abotoné rápidamente la chaqueta.

– Eva -decía el hombre achaparrado con voz suave-. Eva…

El caballero del pelo blanco se volvió para mirarnos, pero la viuda no dio señales de haber oído. Siguió sumida en su angustia, gimiendo ruidosa y rítmicamente junto a la fosa. Su hermano se volvió y me miró con patente embarazo.