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Amin Maalouf

Los Jardines De Luz

Título originaclass="underline" Les jardins de lumiére

Traductora: María Concepción García-Lomas

La piedra que desecharon los constructores es ahora la piedra angular.

Salmos

Prólogo

Al contrario que el Nilo, que se puede descender llevado por la corriente o remontar a vela, el Tigris es un río de sentido único. En Mesopotamia, los vientos corren, como las aguas, de la montaña hacia el mar, nunca hacia tierra adentro, hasta tal punto que las barcas, a la ida, deben cargar con asnos y mulas que puedan remolcarlas a la vuelta por los secos caminos, como bamboleantes y azarados cascarones, hasta su lugar de atraque.

En el extremo norte, donde nace, el Tigris indómito corre entre las rocas y sólo algunos barqueros armenios se atreven a navegarlo, con los ojos clavados en las efervescencias de las pérfidas aguas. Extraña arteria en la que los navegantes no se cruzan, no se adelantan, no intercambian saludos ni consignas. De ahí esa impresión embriagadora de navegar solo, sin demonio protector, sin otra escolta que las palmeras de las orillas.

Luego, al llegar a la ciudad de Ctesifonte, metrópoli del país de Babel y residencia de los reyes partos, el Tigris se calma, la gente puede acercarse a él sin respeto, ya no es más que un gigantesco brazo fluido que se puede cruzar de una orilla a otra en unos serones redondos de fondo plano en los que se amontonan hombres y mercancías y que se hunden hasta la borda y a veces giran como trompos sin que por ello naufraguen, vulgares cestos de junco trenzado que despojan al río del Diluvio de su imponente aspecto. Es entonces tan manso que pueden chapotear en él unas siniestras parejas abrazadas: pellejos de animales decapitados, vaciados, recosidos y luego inflados, a los que se aferran cuerpo a cuerpo los nadadores, como para una danza de supervivencia.

La historia de Mani comienza al alba de la era cristiana, menos de dos siglos después de la muerte de Jesús. A las orillas del Tigris han quedado rezagados multitud de dioses. Algunos emergieron del Diluvio y de las primeras escrituras, otros vinieron con los conquistadores o con los mercaderes. En Ctesifonte, pocos fíeles reservan sus plegarias para un único ídolo, sino que van de templo en templo dependiendo de las celebraciones. Se acude al sacrificio de Mitra para merecer una parte del festín; luego, a la hora de la siesta, se busca un rincón de sombra en los jardines de Istar y, al final del día, se va a merodear por los alrededores del santuario de Nanai para acechar la llegada de las caravanas; es junto a la Gran Diosa donde los viajeros encuentran refugio para pasar la noche. Los sacerdotes los reciben, les ofrecen agua perfumada y luego les invitan a inclinarse ante la estatua de su bienhechora. Aquellos que vienen de lejos pueden dar a Nanai el nombre de una divinidad familiar; los griegos la llaman a veces Afrodita, los persas Anahíta, los egipcios Isis, los romanos Venus, y los árabes Allat; para todos es madre nutricia y su seno generoso huele a la cálida tierra roja regada por el río eterno.

No lejos de allí, sobre una colina que domina el puente de Seleucia, se yergue el templo de Nabu. Dios del conocimiento, dios de lo escrito, vela por las ciencias ocultas y visibles. Su emblema es un estilete, sus sacerdotes son médicos y astrólogos y sus fieles depositan a sus pies tablillas, libros o pergaminos que él acepta más gustoso que cualquier otra ofrenda. En los gloriosos días de Babilonia, el nombre de este dios precedía al de los soberanos, que por eso se llamaban Nabonasar, Nabopolasar, Nabucodonosor… Hoy, sólo los letrados frecuentan el templo de Nabu, el pueblo prefiere venerarle a distancia; cuando la gente pasa por delante de su pórtico para acudir ante otras divinidades, apresura el paso lanzando furtivas y temerosas miradas hacia el santuario, ya que Nabu, dios de los escribas, es también el escriba de los dioses, el único encargado de inscribir en el libro de la eternidad los hechos pasados y venideros. Algunos ancianos, al bordear la pared ocre del templo, se tapan el rostro precipitadamente. Quizá Nabu haya olvidado que están aún en este mundo, ¿por qué recordárselo?

Los letrados se ríen de los temores de la multitud. Ellos, que aman la sabiduría más que el poder o la riqueza, más incluso que la felicidad, se jactan de venerar a Nabu más que a cualquier otro dios. El miércoles, día consagrado a su ídolo, se reúnen en el recinto del templo. Copistas, negociantes o funcionarios reales forman pequeños corros animados y locuaces que deambulan, cada uno según sus costumbres. Unos toman la avenida central y rodean el santuario para desembocar en el estanque oval donde nadan los peces sagrados. Otros prefieren la avenida lateral, más umbría, que lleva al cercado donde están encerrados los animales para el sacrificio. De ordinario, gacelas, corderos, pavos reales y cabritos andan sueltos por los jardines; sólo permanecen encerrados algunos toros y dos lobos cautivos; pero la víspera de las ceremonias, los esclavos que dependen del templo reúnen a los animales para dejar libres las avenidas y prevenir la caza furtiva.

Entre los paseantes del miércoles, se reconoce fácilmente a Pattig. Unas piernas enfundadas en un pantalón con forma de tubo, plisado a la moda persa, unos brazos delgados que revolotean bajo una capa de brocado y, coronando esta silueta endeble, envuelta en colores vivos, una cabeza que parece robada a una estatua de gigante: barba oscura abundante, rizada como un racimo de uvas, y cabellera espesa y esponjada, sujeta en la frente por una banda de sarga bordada con la insignia de su casta, la de los guerreros, que es sólo una reliquia, ya que Pattig no ejerce ya ni la guerra ni la caza. En sus ojos se ha apagado toda violencia y sus labios están constantemente agitados por un temblor, como si una pregunta, contenida durante mucho tiempo, se dispusiera a brotar.

Aunque apenas tiene dieciocho años, este hijo de la alta nobleza parta estaría rodeado de una gran consideración si su mirada no trasluciera un candor infantil que le despoja de toda majestad. ¡Cómo no recibir con sonrisas condescendientes a aquel que irrumpe ante un desconocido y se presenta en estos términos: «Soy un buscador de la verdad»!

Precisamente con estas palabras se ha dirigido Pattig, este miércoles, a un personaje totalmente vestido de blanco que se mantiene apartado, inclinado sobre el estanque oval, y que lleva en la mano un largo bastón nudoso, rematado por una empuñadura colocada de través que golpetea con un movimiento protector.

– Buscador de la verdad -repite el hombre sin burla aparente-. ¡Cómo no serlo en este siglo en el que tanta devoción se codea con tanta incredulidad!

El joven parto se siente en terreno amigo.

– Mi nombre es Pattig. Soy originario de Ecbatana.

– Y yo soy Sittai, de Palmira.

– Tus ropas no son las de la gente de tu ciudad.

– Tus palabras no son las de la gente de tu casta.

El hombre ha acompañado su réplica con un gesto de irritación. Pattig, que no ha notado nada, prosigue:

– ¡Palmira! ¿Es verdad que han erigido allí un santuario sin estatua, consagrado «al dios desconocido»?

El otro deja transcurrir un largo rato antes de responder con evidente desgana:

– Eso dicen.

– ¡Así que jamás has visitado ese lugar! Sin duda hace mucho tiempo que abandonaste tu ciudad.

Pero el palmireno se contenta con un carraspeo. Sus rasgos se han endurecido y mira a lo lejos como para divisar a un amigo que se hubiera retrasado. Pattig no insiste. Susurra una palabra de despedida y se une al corro más próximo sin dejar de vigilar al hombre con el rabillo del ojo.

Aquel que se ha identificado como Sittai permanece en el mismo lugar, solo, jugueteando con su bastón. Cuando le ofrecen una copa de vino, la toma, aspira su perfume y hace ademán de llevársela a los labios, pero Pattig observa que en cuanto el sirviente se aleja, derrama la bebida al pie de un árbol hasta la última gota; cuando le presentan una brocheta de langostas asadas, la actitud es la misma: comienza por rechazarla y, puesto que insisten, toma una y pronto la deja caer por detrás de él, hundiéndola luego en el suelo de un taconazo antes de inclinarse sobre el estanque para enjuagarse los dedos.