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– Cuando cierres los ojos por última vez, volverán a abrirse inmediatamente, sin que tú lo hayas querido. Y tu primer instante será de incredulidad, cualquiera que haya podido ser tu fe. En el más firme de los creyentes subsiste la duda y en el más obcecado de los descreídos habita la esperanza no confesada. Frente al Más Allá, los hombres no hacen más que interpretar papeles, su creencia común está inscrita en la fatiga de sus cuerpos.

Esperaron a que recuperara con dificultad el aliento, pero él prosiguió:

– A continuación viene la prueba.

Alguien a su alrededor había murmurado la palabra «juicio» y Mani se sobresaltó como si le hubieran ofendido.

– ¿Qué juicio? ¡Cuando cierras los ojos, la sentencia ha sido ya pronunciada! ¡Por tus propios labios!

Todo su rostro se había animado, así como las palmas de sus manos, sus dedos, su garganta, su busto.

– Pasado el instante de incredulidad, cada uno vuelve a sus pequeños defectos, a sus costumbres, y se opera la selección entre los seres humanos sin necesidad de tribunal. El que ha vivido para la dominación sufrirá porque ya no se le obedece; el que ha vivido en la apariencia, pierde toda apariencia; el que ha vivido para la posesión, ya no posee nada, su mano se cierra en el vacío. Lo que era de él, pertenece desde ese momento a los demás. Vagará para siempre por los lugares donde transcurrió su vida terrenal, como un perro atado a su correa. Un mendigo ignorado allí donde fue amo.

«Los Jardines de Luz pertenecen a aquellos que han vivido con desprendimiento.»

Guardó silencio. Sus ojos se cerraron. Luego, como si prosiguiera su sermón para sí mismo, comenzó de nuevo a mover los labios en un rostro iluminado. De cuando en cuando, un fragmento de frase sin coherencia se escapaba de ellos.

«… el sol no te herirá más los ojos… tú que sabes contemplar la felicidad de los demás… todos los perfumes de la amante… esa mujer no envejecerá… allí encontrarás todos los libros… y los que nadie ha escrito… aprenderás las edades del universo… te irás hacia el Egipto del Más Allá…»

Sus discípulos se inclinaban sobre él para recoger esas frases. Todos codiciaban el instante que él había comenzado a vivir.

El vigésimo día ordenó a sus fieles que partieran. Todos los hombres y todas las mujeres jóvenes, aquellos sobre quienes podía abatirse la persecución.

Se produjo entonces aquel sublime alboroto. Se propaló una consigna sin que nadie supiera jamás qué boca la había susurrado. No fue la del hijo de Babel, ya que él sólo había murmurado: «Alejaos, dispersaos, dejad pasar el torrente de la venganza, más tarde os volveréis a levantar». Pero los adeptos propagaron otra muy diferente: «¡Hay que escribir el nombre de Mani por todas partes!».

Escribir con carbón, con tiza, pero más que eso, grabar. Grabar profundamente, en la madera, en el hierro, en la piedra, las letras corrosivas. En los mojones de las encrucijadas, en las murallas de las ciudades, en todos los edificios del Imperio, las prisiones, los palacios, los cuarteles, en todos los lugares de culto, innumerables manos trazaron, cada una en su lengua, el nombre de Mani. Con fervor, para que nadie lo pudiera borrar.

Así se manifestó la inmensa rabia de la gente de paz. Contra su siglo y contra los milenios venideros; contra las divinidades celosas y las espadas absueltas; contra los cuatro imperios, las cuatro castas, las razas, la sangre; contra los magos avariciosos y los soberanos verdugos.

Contra la muerte. Contra las cadenas. Contra las cadenas de Mani.

* * *

La vigésima sexta mañana acabó el último acto de su pasión. Sus discípulos hablarían pronto de suplicio, de martirio, de crucifixión; Mani habría dicho simplemente «mi destierro».

Sólo le velaban ya unas mujeres de cabellos grises. Sobrecogidas, mudas, abrumadas, inmersas ya en el duelo que se aproximaba. Mani no conseguía ya moverse y respiraba ruidosamente, pero la mirada sobrevivía.

Sus ojos se cruzaron con los de Denagh. Ésta comprendió y fue a murmurar algo al oído de las mujeres, que se incorporaron e intentaron serenarse.

Entre ellas se encontraba una discípula a la que llamaban la hija de Atimar. Con voz dulce, se puso a cantar las palabras aprendidas.

Noble Sol que prodiga el calor y con el mismo gesto pródigo, la sombra que nos protege. Sol que hace madurar los racimos y los cuerpos para la fiesta y luego se retira para que podamos celebrarla. Sol que cierra los ojos a nuestros excesos, a nuestras locuras de mortales y que está allí al día siguiente con el mismo talante y la misma generosidad. No espera de nosotras gratitud ni sumisión. Noble es nuestro Sol cuando sale y noble cuando se pone…

La hija de Atimar estaba pronunciando estas palabras cuando Mani cesó de sufrir. Denagh, que era la que estaba más cerca de él, le cerró los ojos. Luego, puso sobre sus labios un último beso de vida. Las otras mujeres la imitaron.

Era el año 584 de los astrónomos de Babel, el cuarto día del mes de Addar para la era cristiana, el dos de marzo del año 274, un lunes.

Desde entonces, la pasión de Mani se confunde con la nuestra.

Epílogo

El monarca se negó a que el cuerpo de Mani fuera entregado a los suyos, por miedo a que su sepultura se convirtiera en un lugar de peregrinación; ordenó también que antes de hacer desaparecer su cadáver, lo embalsamaran y, desnudo para que se le reconociera por su pierna torcida, lo colgaran a la entrada de Beth-Lapat, a fin de aportar a todos la prueba de su muerte.

Pero el lienzo de muralla se convirtió en lugar de peregrinación, gigantesca lápida sepulcral de la que era imposible arrancar la sombra del Mensajero. Y para desafiar a la muerte, los fieles se juraron no llamarle ya de otro modo que «Mani-Hayy», Mani el Vivo, términos que se volvieron inseparables en sus relatos y en sus oraciones, hasta tal punto que los griegos sólo oían una única palabra que transcribieron como «Manichaios». Otros decían «Maniqueas» o también «Maniqueo».

¿Deformaron su nombre?

¡Si no fuera más que eso!

De sus libros, objetos de arte y de fervor, de su fe generosa, de su búsqueda apasionada, de su mensaje de armonía entre los hombres, la naturaleza y la divinidad no queda ya nada.

De su religión de belleza, de su sutil religión del claroscuro sólo hemos conservado estas palabras: «maniqueo», «maniqueísmo», que en nuestras bocas se han convertido en insultos. Y es que todos los inquisidores de Roma y de Persia se aliaron para desfigurar a Mani, para destruirle. ¿En qué era tan peligroso para tener que perseguirle así hasta en nuestra memoria?

«He venido del país de Babel -decía-, para hacer resonar un grito en todo el mundo.»

Su grito se oyó durante mil años. En Egipto se le llamaba «el apóstol de Jesús»; en China le denominaban «el Buda de Luz»; su esperanza florecía al borde de los tres océanos. Pero pronto llegó el odio, el ensañamiento. Los príncipes de este mundo le maldijeron, para ellos se convirtió en «el demonio mentiroso», «el recipiente rebosante de Mal» y, en su furor, también le llamaban «el maníaco»; su voz era «un pérfido encantamiento»; su mensaje, «la innoble superstición», «la pestilente herejía». Luego, las hogueras cumplieron su cometido, consumiendo en un mismo fuego tenebroso sus escritos, sus iconos, a los más perfectos de sus discípulos y a aquellas altivas mujeres que se negaban a escupir sobre su nombre.

Este libro está dedicado a Mani. He querido contar su vida, o lo que aún puede adivinarse de ella después de tantos siglos de mentira y de olvido.