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Se alejaron los tres, recogiéndose los faldones de sus tres túnicas blancas. Mariam supo que ya no podría alcanzarlos.

En medio de la tormenta que desde ese momento la arrastraba, la joven madre no sabía a qué dios encomendarse, aunque excluía, de entrada, el de Sittai. ¿Debía llevarse a su hijo lejos de allí, hacia Media, su patria de origen? ¿Pero en qué casa viviría? Su padre había muerto y sus hermanos se habían repartido sus posesiones. Pensando con sensatez, ella no podía abandonar su propiedad, sus tierras, sus sirvientes, renunciar a toda esperanza de recuperar a su esposo, para ir a vagar por los caminos en busca de aquel o aquella que tuviera a bien acogerla. ¿Qué hacer, entonces? ¿Amamantar a su hijo, esperando que un padre imprevisible viniera a arrebatárselo para siempre?

Esos tiempos de angustia para Mariam eran también tiempos de desolación para Mesopotamia. Sin embargo, aquel año se había hablado de paz entre romanos y partos. El emperador Caracalla había pedido, incluso, la mano de la hija de Altaban, quien había aceptado. Debían unirse en una ceremonia en Ctesifonte, en el templo de Mitra, la única divinidad venerada con igual devoción por los dos soberanos. La ciudad se disponía, pues, a festejar la paz y la boda.

Así pues, Caracalla llegó un día, vestido con su larga blusa gala, estrechamente vigilado por sus pretorianos y seguido por sus falanges. Pero apenas habían cruzado el puente de Seleucia cuando resonó un grito entre sus filas. Era la señal convenida para que cada romano se lanzara, blandiendo el sable, sobre el parto más cercano. Los hijos de la nobleza, adornados con afeites y enfundados en sus trajes de gala, fueron masacrados; entre ellos había varios miembros del clan Kamsaragán al cual pertenecía Mariam. Luego, les llegó el turno a los ciudadanos, hombres, mujeres y niños, que se habían congregado para ser testigos de ese memorable encuentro. Los romanos saquearon e incendiaron palacios y templos, el de Nabu el primero, como para cumplir el funesto oráculo de la estatua.

Dicen que fue entonces cuando Artabán y los jefes de las siete grandes familias reunieron a sus tropas en el parque de Aspanabr, a fin de repeler a los invasores. Pero ¿para qué? No se trataba de una invasión, era un simple golpe de mano, muy del estilo de Caracalla. Al cabo de una hora, los romanos abandonaron la ciudad para ir a reunirse con el grueso de sus tropas que estaban acampadas en el exterior de las murallas, alrededor del desfiladero de Mahozé. Los Inmortales, el cuerpo de élite, hubiera querido lanzarse en su persecución, pero Artabán los contuvo, temiendo una emboscada, persuadido de que la acción de Caracalla no tenía otro objetivo que excitar al ejército parto para que saliera de la ciudad y terminara aniquilado.

Al cabo de tres días, decepcionados, sin duda, porque el enfrentamiento no había tenido lugar, los romanos comenzaron su venganza. Durante semanas y meses, en el transcurso del primer año de la vida de Mani, el huracán Caracalla devastó Mesopotamia, destrozando los sarcófagos de los antiguos reyes, quemando los campos de trigo, arrancando las vides y decapitando campesinos y palmeras.

Fue un milagro que Mani se salvara. Las tropas romanas habían llegado a los límites del pueblo y Mariam se había encerrado en la casa con su hijo, con Utakim, con sus sirvientes y algunos campesinos esclavos. Esperaban lo inevitable, pero lo inevitable se alejó. Un día corrió el rumor, propagado no se sabe cómo a través de las desiertas callejuelas: Caracalla había muerto, asesinado en Harrán, al norte de Mesopotamia, por sus propios soldados. De Roma a Ctesifonte, el crimen fue acogido sin desbordamientos de tristeza.

A lo largo de aquel año de tormenta, Pattig no volvió jamás a pisar la tierra de Mardino, nunca fue a buscar noticias. Sólo reapareció mucho más tarde, cuando Mani acababa de cumplir cuatro años. Como la vez anterior, se presentó con dos «hermanos» guardianes y, como la vez anterior, permaneció al otro lado de la verja.

– ¡Utakim! He venido a buscar a mi hijo.

La sirvienta no se mostró acogedora. Apoyada en la puerta, le habló de lejos, desde la otra punta del pequeño patio, con la voz potente de la gente de campo.

– Mariam está dándole el pecho. Puedes esperar fuera, a menos que quieras entrar para verlos.

Sólo de pensar en encontrarse ante su mujer medio desnuda, Pattig enrojeció y dirigió hacia sus compañeros una mirada forzada, como para disculparse, intentando disimular.

– No voy a entrar, Utakim, no vale la pena. ¿Crees que va a amamantarle durante mucho tiempo?

– Tu mujer acaba de ponerle al pecho y cuando éste se agote le dará el otro. Tardará un rato.

– No estoy hablando sólo de hoy -se impacientó Pattig-. El niño está entrando en su cuarto año y quiero saber cuánto tiempo más le va a alimentar así.

– ¡Ven a preguntárselo, entra! En este momento no puede levantarse, pero nada le impide hablarte.

– No he venido para entrar en esta casa. ¿No podrías responderme tú misma? ¡También tú amamantaste en tu juventud!

– He visto amamantar a decenas de madres y no he conocido dos que sean iguales. Algunas tienen tan poca leche que su hijo deja el pecho sin haberse saciado; otras amamantan durante años cuatro niños a la vez. Mariam es de formas generosas, sus senos son grandes y de una blancura resplandeciente. No se le va a agotar la leche tan pronto.

– ¡Pero algún día habrá que destetar al niño!

– Tienes razón, señor, no sería bueno para él mamar demasiado tiempo; habrá que destetarle antes del Noruz.

– ¿Del próximo Noruz? ¡Pero si la fiesta acaba de pasar! ¡Tendré que esperar todavía un año!

– Es posible que Mani esté destetado antes, pero ¿para qué hacer diez viajes inútiles? Si vienes para el Noruz, el niño estará vestido para partir y sus cosas preparadas. Prometido.

Cuando Pattig apenas se había alejado, internándose por el camino alto a la sombra de los almendros de ramas nevadas de pétalos, los «hermanos» le abrumaron a críticas:

– Muy ingenuo debes de ser para dejarte engañar así por esa vieja bruja descalza. Hemos soportado dos largas jornadas a pleno sol, tenemos ante nosotros otras dos de regreso y tú dejas que te despidan con unas cuantas palabras melosas. ¿Qué dirá mar Sittai, nuestro padre? Aun cuando hubiéramos tenido que esperar, deberías al menos haber insistido para ver al niño. ¡Aunque sólo fuera para asegurarte de que aún está aquí!

Demasiado afectado para mantenerse firme en cualquier decisión, Pattig consintió en volver sobre sus pasos. En el pequeño patio, en el mismo lugar donde Utakim había estado apoyada, Mariam estaba sentada sobre una losa, con un tupido abanico de menta fresca entre las manos, del que separaba las briznas muertas.

Los «hermanos» se reían sarcásticamente cada vez más. Pattig se sentía humillado.

– Así que Utakim se ha burlado de mí.

Mariam enrojeció.

– Estaba amamantando a tu hijo. Acaba de terminar.

– Cuando llegué, acababa de empezar y había para largo; apenas he vuelto la espalda y ya ha acabado, tú has cogido esa menta y has expurgado la mitad. ¿Podría al menos ver a mi hijo?

Mariam se apresuró a llamar a Mani y éste hizo irrupción en el marco de la puerta, donde se quedó inmóvil, observando y dejándose observar. Ciertamente, en su rostro se podían descubrir los rasgos finos, esbozados, tan propios de los rostros de niños. Sin embargo, lo primero que se veía en él eran las cejas, anchas y negras, que se juntaban y se arqueaban para formar, por encima de la nariz, como una tercera ceja; luego, la mirada, franca, directa, pero rebosante de emociones contenidas y de infinitas preguntas.