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– No es exactamente así. -Distraído por las atenciones del señor Lamb, William titubeó-. Acordamos…

– En ese caso, le agradeceré que al salir se lo lleve de nuevo.

– ¡Claro que no! -Mary entró apresuradamente-. Mamá, se trata de un libro sagrado. Shakespeare en persona pasó sus páginas. Señor Ireland, ¿le apetece acompañarnos un rato? -Mary se acercó al joven y depositó en su mano dos monedas de una guinea-. ¿Quiere tomar algo?

– Estoy segura de que el señor Ireland tiene cosas más importantes a las que dedicar su tiempo.

Aunque la señora Lamb no tenía por costumbre ser hospitalaria, las estentóreas carcajadas de su marido parecieron inclinar la balanza en su contra.

– Mamá, en el salón hay oporto y el señor Ireland es nuestro invitado.

William ya no podía dejar de quedarse y, por si eso fuera poco, una extraña tranquilidad lo embargaba en presencia de Mary. Percibió que ésta se hallaba al margen de las convenciones. También era la hermana de Charles Lamb, acaso otra vía para llegar a conocerlo.

– Charles fue muy hábil al encontrar el libro. Pensándolo bien, debería decir que lo fue al dar con usted.

– Suele pasar por allí a menudo. -En varias ocasiones había visto que Charles examinaba los volúmenes expuestos en el escaparate-. Esta mañana entró por primera vez.

– ¡Entonces usted trabaja en la librería de Holborn Passage! Charles suele hablar de ella. No se imagina cuánto lo envidio por estar entre libros. Mamá, el señor Ireland posee una librería.

– Mi padre es el dueño…

– ¿El negocio es próspero? -De pronto la señora Lamb se mostró interesada.

– Prosperar es tomar esposa.

– ¡Venga, señor Lamb, ya está bien! ¿Se trata de una vieja empresa?

– Hace muchos años que mi padre creó el negocio.

Mary Lamb volvió las páginas de Pandosto, se dirigió a William y comentó:

– Éste es un libro para las frías noches de invierno.

– Exacto, señorita Lamb, sobre todo cuando el mundo queda excluido.

Mary permaneció cabizbaja.

– Quizá se trata del mismo libro que el poeta leyó antes de escribir Cuento de invierno.

– Lo leyó como un niño contempla la playa en busca de conchas bonitas.

Asombrada, Mary levantó la cabeza.

– ¿Shakespeare siempre le ha gustado?

– Claro que sí. Solía recitarlo incluso de pequeño. Me enseñó mi padre.

William evocó las noches en las que se encaramaba a una mesa y con voz clara y serena interpretaba los monólogos de Hamlet y de Lear. Los amigos de Samuel Ireland lo habían considerado una especie de niño prodigio.

– Charles y yo también interpretábamos esos papeles. -Mientras sus padres se ocupaban del fuego casi apagado, Mary le contó que con su hermano representaban a Beatriz y Benedicto, de Mucho ruido y pocas nueces; a Rosalinda y Orlando, de Como gustéis, y a Ofelia y Hamlet. Conocían los textos de memoria e incorporaban los actos y actitudes que consideraban apropiados a los personajes. En el papel de Ofelia, Mary se daba la vuelta y lloraba; en tanto Hamlet, Charles daba pataditas en el suelo y fruncía el entrecejo. Para Mary, esas escenas eran más reales y serias que cuanto acontecía en su día a día-. Creo que, para Charles, más bien formaban parte de un juego. Me temo que he hablado demasiado.

– En absoluto. Lo que dice me interesa sobremanera. Señorita Lamb, quizá le agrade saber que he encontrado su firma.

– ¿Qué quiere decir?

– Me refiero a la rúbrica de Shakespeare. Se trata de una vieja escritura del reinado de Jacobo. Mi padre la ha autentificado.

– ¿Tiene la certeza de que se trata de su letra?

– No cabe la menor duda. -William se dio cuenta de que las cicatrices de su rostro eran un tono más claras que su piel sana-. La encontré en una tienda de antigüedades de Grosvenor Square.

– Poseer semejante tesoro…

– Con frecuencia he pensado que en algún lugar tiene que existir un depósito con los papeles de Shakespeare. El contenido de su estudio y de su biblioteca ha desaparecido y no figura en su testamento, pero su familia tuvo que haberlo venerado.

– Por descontado.

– Ellos lo debieron conservar.

– ¿En Stratford?

– Señorita Lamb, ¿quién sabe dónde?

William tuvo la sensación de que entre ambos se creaba cierta intimidad. No supo de dónde había surgido; fue como si hubiese descendido sobre ellos. El padre de Mary comenzó a cantar una vieja canción.

– A menudo me he preguntado cómo era Shakespeare…, quiero decir en vida -añadió Mary con voz tan alta como se atrevió a emplear.

– Sin duda estaba muy sano.

– Eso es incuestionable, gozaba de excelente salud.

– Supongo que fue un hombre abierto, generoso y honrado.

– Caminaba con paso vivo y no había fuerza capaz de retenerlo.

– Desde luego. Lo llevaba dentro de sí… -William elevó el tono de voz, pero enseguida se amilanó-. Señorita Lamb, como acaba de sugerir, él no era un vulgar mortal.

De repente, William tuvo la sensación de que la estancia se hacía más pequeña y se sintió muy próximo a Mary, a sus padres e incluso a las miniaturas colgadas de las paredes.

– Por otro lado, comprendió con claridad lo que significa ser una persona corriente, ¿no le parece, señor Ireland?

– Lo comprendió todo.

– En sus obras aparecen seres normales y corrientes como amas, presos y ciudadanos, seres corrientes hasta la genialidad. -William reparó en la soledad de Mary incluso mientras ésta hablaba; estaba imbuida de tanto fervor porque sin duda no lo manifestaba a menudo-. Piense en el ama de Julieta. Es la esencia de todas las amas que han existido y existirán.

– Para no hablar del portero de Macbeth.

– Sí, claro, lo había olvidado. Deberíamos hacer una lista de los personajes corrientes de Shakespeare. -Ese «deberíamos» le resultó conocido y Mary se dirigió de inmediato a su madre-: Mamá, ¿dónde se ha metido Charles?

– Supongo que donde no debería estar.

La mujer retomó la costura con un satisfactorio suspiro de disgusto. Su marido dormitaba junto al fuego mortecino.

– Señor Ireland, ¿puedo tocar para usted? Así le demostraré una cosa. -Mary se acercó al pequeño piano colocado en el hueco contiguo a la chimenea y levantó la tapa. Cuando la música comenzó a sonar, pareció que sus dedos apenas rozaban las teclas, si bien las notas de Clementi inundaron el salón. Siguió tocando durante un minuto y por último se volvió hacia William-. ¿No le parece bonita esta música? Es elevada, pero carece de significado concreto. Es lo mismo que pienso de Shakespeare. Es estrictamente expresivo. Emplea el blanco y el negro, y eso es todo.

El joven Ireland se dio cuenta de que, si en ese momento se le hubiesen llenado los ojos de lágrimas, no habría sabido a qué se debía.

– Por favor, toque un poco más.

La música se elevó por encima de los padres de Mary sin despertar la menor reacción, pero a William lo entusiasmó. En la librería no había instrumentos de música, por lo que sólo conocía las tonadas de los alegres parques y las tabernas. Eso era algo totalmente distinto y procedía de otra esfera; además, confirmó sus percepciones sobre Mary.

En ese instante, llamaron a la puerta. Mary abandonó el piano a toda velocidad y se dirigió a la entrada. El señor Lamb se despertó y preguntó a su esposa:

– ¿Cuántos sacos quedan por llevar al molino?

De pronto William se sintió como un desconocido, con la sensación de haberse convertido en una visita inoportuna. Oyó voces en la entrada.

– Querida, he perdido las llaves.

– ¿Qué te ha pasado?

– Me atizaron.

– ¿Te atizaron?