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William Ireland experimentó extrañísimas sensaciones al entrar en la casa en la que se suponía que había nacido William Shakespeare, detenerse en una estancia que habría recorrido miles de veces y ver en la cara del carnicero algunas facciones de la ilustre familia. Lo más misterioso fue que una vez en su interior no percibió nada, no experimentó una presencia conocida y le pareció una situación carente de encanto. Lo achacó a su ineptitud. Con toda seguridad, una persona más sensible habría florecido en esa atmósfera evocadora. Un espíritu más sutil se habría conmovido, como si oyese un trompetazo. Él no reparó en nada, ya que la casa le pareció vacía.

– Señor Ireland, ¿está al tanto de los últimos descubrimientos? El testamento del padre estaba escondido tras una viga del tejado de esta casa. Apareció en el desván, donde guardo mis viejas bateas.

William miró hacia arriba y reparó en los ganchos para colgar las piezas de carne que aún había en las vigas transversales del salón.

– Se refiere al testamento papista de John Shakespeare, ¿no? -Samuel Ireland bajó ligeramente la voz al pronunciar la palabra «papista».

– Desde luego.

– En ese caso, es probable que existan algunas dudas, ¿no es verdad, señor Hart? ¿Cabe la posibilidad de que lo haya falsificado un fanático?

– Nuestro amigo, el señor Malone, considera que es auténtico. Se publicará en la Gentleman's Magazine.

William notó un ligero rubor en el carnicero y preguntó a su progenitor:

– Padre, ¿por qué habría de ser una falsificación?

– William, hay quienes prefieren reivindicar como suyo al padre del bardo.

– Me temo que soy demasiado simple. -Ralph Hart ofreció otra taza de té a los visitantes-. Creo en lo que veo.

William Ireland rió.

– Pues yo veo lo que creo -añadió.

El joven se percató de que su padre lo observaba con extrañeza. Había metido la pata y se avergonzó. Haría lo que hiciera falta con tal de satisfacer a su padre. Experimentó la sensación de que, en algún sentido, lo había decepcionado y que debía compensarlo. No sabía con qué lo había desilusionado. Más bien se trataba de un fracaso general. Trabajaba en el negocio de su padre y lo había acompañado en varias expediciones librescas. En varias ocasiones había descubierto que su padre lo miraba sorprendido, tal como había hecho en el salón de la casa del señor Hart, como si acabara de descubrir que formaba parte de aquel hogar. William Ireland no había conocido a su madre. En cierta ocasión, Samuel le explicó que había muerto cuando era muy pequeño, pero no añadió nada más. Se trataba de un tema que no abordaban. Hacía muchos años que Rosa Porting compartía el lecho de su padre, pero William no la trataba con afecto ni intimidad. Reservaba todo el cariño para su padre.

***

– Padre, ¿el documento es genuino? ¿Es auténtico?

Estudiaban el pequeño pergamino y contemplaban la firma garabateada.

– Se trata de una auténtica escritura de la época. No cabe la menor duda.

– En ese caso, si estás convencido, te ruego que la aceptes como el regalo de un hijo a su padre.

– Will, ¿no quieres nada a cambio? Coge la llave y retira el libro que más te apetezca.

– No, padre. No aceptaré nada porque, si lo hiciera, mancillaría la pureza del regalo.

– Que quede claro que no está a la venta. -A William ni se le había pasado por la cabeza la idea de vender el documento-. Deberías volver a la tienda de antigüedades, rebuscar en los rincones y evocar sus misterios.

Oyeron a Rosa Ponting bajar la escalera.

– Muchachos, ¿qué estáis tramando? Estoy segura de que seré la última en enterarme.

La mujer tenía por costumbre considerar que Samuel Ireland todavía era un «muchacho».

El librero la miró con desconfianza cuando entró en el local.

– Querida, no tramamos nada.

William no soportaba verla entre los libros y los pergaminos.

– Padre, debo entregar Pandosto antes de que se haga demasiado tarde.

El joven ya había explicado a su padre la compra realizada por Charles Lamb.

– William, ¿dejas la casa a estas horas? -preguntó Rosa, y se tocó la nariz-. Espero que esa mujer merezca tanto esfuerzo.

El joven había envuelto el volumen en áspero papel de estraza; en ese momento lo retiró del estante y lo cogió como si le sirviera de escudo para defenderse de Rosa, abandonó la librería a toda velocidad y dio las buenas noches sin dirigirse a nadie en particular.

***

Laystall Street estaba bastante cerca de la librería de Holborn Passage, por lo que pocos minutos después Mary Lamb le abrió la puerta.

– Tengo una cita con el señor Lamb. -William pensó que se había expresado con demasiado ímpetu y retrocedió un paso-. Le ruego que disculpe mi entrometimiento.

– ¿Se refiere a Charles? No está en casa.

La cara de la muchacha permanecía en sombras, ya que la lámpara de aceite estaba encendida a sus espaldas, pero William se sintió atraído por la dulzura de su voz.

– Le traigo un libro. -De manera impulsiva el joven se lo ofreció-. Lo compró esta mañana.

– ¿Qué libro es?

– Pandosto.

– ¿Se refiere al Pandosto de Greene? Por favor, pase. -William titubeó en el umbral-. Mis padres me acompañan en el salón.

El joven la siguió por el pasillo y reparó en el brillante tono broncíneo de su melena alborotada. Llegaron a una estancia pequeña y demasiado caldeada y William advirtió que un matrimonio mayor lo miraba con expresión de sorpresa. El hombre comía una tostada y tenía el mentón manchado de mantequilla.

– Me llamo Ireland, William Henry Ireland -se presentó.

El matrimonio no dijo nada y lo observó boquiabierto, como si acabase de llegar del Sahara o de las inmensidades antárticas.

– Papá, el señor Ireland ha traído un libro para Charles.

El señor Lamb lo saludó moviendo la tostada y rió. La señora Lamb no se mostró tan encantada. Le desagradaban las sorpresas, sobre todo si se trataba de un joven pelirrojo que se presentaba con libros a las ocho de la noche.

– Señor Ireland, Charles no se encuentra en casa. Está ocupado.

– A pesar de todo, me pidió que trajera este libro.

– Déjeme verlo -solicitó Mary, quien cogió el paquete y lo abrió.

– Señorita, la clave está en la inscripción.

Mary abrió el libro por el frontispicio y repitió mudamente las palabras. En ese instante, William reparó en las cicatrices que surcaban su rostro, ya que la luz de la vela resaltó los hoyuelos y los surcos de sus mejillas. El joven desvió la mirada y fingió que estudiaba las miniaturas y los camafeos colgados en las paredes de la pequeña estancia.

– Vaya, señor Ireland, se trata de un tesoro. Mamá, en el pasado este libro fue propiedad de William Shakespeare.

– Mary, eso ocurrió hace mucho tiempo. -Así fue como William se enteró de que la muchacha se llamaba Mary-. Me gustaría saber por qué tu hermano compra cosas como ésta cuando apenas tiene dinero para adquirir unas botas -se lamentó la señora Lamb antes de volverse hacia la tostada que estaba a punto de quemarse.

– Señor Ireland, ¿mi hermano se comprometió a pagarle esta noche?

Mary habló con tono bajo para que su madre no la oyese y durante unos segundos se creó la complicidad entre ellos.

– No es mucho…

– ¿Cuánto?

– Sólo dejó a deber dos guineas, ya que ha abonado una.

– Señor Ireland, ¿me disculpa un momento?

Cuando Mary abandonó la estancia, la señora Lamb observó con más detalle a William.

– Señor Ireland, ¿Charles le ha comprado este libro? Por favor, señor Lamb, regresa junto al fuego.

El señor Lamb se había acercado a William y le limpiaba el polvo y algunos restos que llevaba en la chaqueta.