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La mujer disfrutaba con su cometido. De pequeña había ayudado a su madre en el puesto de frutas del mercado de Whitefriars y se había sumado con entusiasmo a la algarabía de voces que acompañaban el comercio diario, pregonando manzanas hasta quedarse ronca. Justo es decirlo: custodiaba con cuidado ejemplar la librería y los objetos expuestos. Conocía cada huella de las tablas de madera y reparaba de inmediato en si alguien intentaba subir la escalera o colarse detrás del mostrador. Si un visitante echaba el aliento sobre el cristal, Rosa giraba con brusquedad la cabeza y lo miraba de mala manera. No sentía interés ni curiosidad alguna por Shakespeare, pero se alegraba de que William aumentase de manera tan inesperada la fortuna familiar.

Por descontado, a ella no le cabía la menor duda de que formaban una familia. De hecho, Rosa se había casado en secreto con Samuel Ireland; los había unido, sin cumplidos, un capellán naval de Greenwich y sólo accedió a mudarse a Holborn Passage cuando se cumplió esa condición. La madre de William había muerto de parto y la comadrona se lo llevó a su hermana, que vivía en Godalming, y el pequeño vivió en el seno de esa familia hasta los tres años. William no recordaba nada de ello y su padre tampoco se tomó la molestia de iluminarle al respecto. Regresó a Holborn Passage poco después de su tercer cumpleaños y Rosa lo recibió con los brazos abiertos. El crío, por su parte, miró para otro lado y lloró. Eso sí, la librería pareció gustarle y, como comentó Rosa a su marido, «los libros le agradan más que las personas». Rosa se sintió zaherida y perpleja. William mostró un tajante desinterés ante sus muestras de afecto. A medida que el niño creció, Rosa le preguntaba por los acontecimientos cotidianos, pero William se limitaba a responder sucintamente, en ocasiones con un mero movimiento afirmativo o negativo de la cabeza. Jamás conversó con ella y, en las contadas ocasiones en las que estuvieron a solas, William se limitó a coger un libro o mirar por la ventana. Con el paso de los años nada cambió.

Un mes después de la inauguración del «Museo de Shakespeare», mientras estaban a la mesa del desayuno, Rosa comentó con su marido:

– Cabría pensar…, pásame las ciruelas…, cabría pensar que, en realidad, no vive aquí.

– Rosa, tiene anhelos de inmortalidad.

– ¿Y eso qué significa cuando está en casa?

– Shakespeare se le ha metido en la cabeza y a partir de ahora ya nada lo satisfará.

– Sammy, habla claro.

– Cree que aquí, con nosotros, no está en su sitio. Se encuentra en un nivel superior.

– Me figuro que con Mary Lamb. ¿Sabes que esta semana ha venido dos veces? Para ver a Shakespeare…, o eso dice ella.

– Rosa, se trata de una dama.

– ¿Yo no lo soy?

– De una joven dama.

– Y muy poco agraciada, si quieres que te dé mi opinión.

– Lo sé, pero William no es un joven al uso. Él ve su alma.

– Me gustaría saber qué tipo de gafas usa.

– La ha distinguido del resto. Considera que esa muchacha es su salvación.

– ¿De qué tiene que salvarlo?

– De nosotros. Cuidado, William ha vuelto.

Samuel oyó cómo su hijo introducía la llave en el cerrojo de la puerta de la librería.

***

En los últimos días Samuel había prestado atención a las idas y venidas de su hijo. La mañana anterior había salido de la tienda inmediatamente después de William. Lo había visto girar en la esquina de Holborn Passage y lo había seguido sin perder un instante. Supuso que se dirigía a casa de su benefactora, donde se encontraban los papeles shakespearianos. Samuel estaba deseoso de dar con la mecenas de su hijo e interrogarla. William caminaba hacia el sur por una de las estrechas calles que conducían directamente al Strand; su paso era vivo y decidido y serpenteó con habilidad los tenderetes, los vendedores ambulantes y los carros que siempre se apiñaban en las cercanías del Drury Lane. A Samuel le costó no perderlo de vista mientras a duras penas se abría paso entre la población itinerante del barrio, rodeaba las montañas de basura y de estiércol, se deslizaba entre los niños que jugaban en la calle y esquivaba las cestas y los barriles que acarreaban aquí y allá. De pronto, observó que William cruzaba el Strand y aprovechaba la aglomeración de carruajes parados en la calle para acortar distancias. De camino al Támesis, William se internó por Essex Street, pero enseguida giró a la izquierda y desapareció.

Samuel lo siguió tan rápido como pudo; aunque fornido, era un hombre veloz y flexible, en parte gracias a las múltiples clases que un maestro francés de baile le había impartido en Russell Square hasta que dominó el cotillón y la polonesa. William había recorrido Devereux Court en su totalidad cuando su padre alcanzó la esquina de Essex Street; Samuel se asomó por el enladrillado justo en el momento en el que su hijo abría el portón que daba acceso al Middle Temple. Al otro lado se extendía un gran patio abierto. ¿Podía arriesgarse a que su hijo lo viera? No es que apenas llamase la atención. Por otro lado, tampoco podía dar media vuelta, pues cabía la posibilidad de que los tesoros shakespearianos estuvieran guardados en cámaras del Middle Temple propiamente dicho.

Samuel abrió la puerta y echó un vistazo a su alrededor. Su hijo se hallaba de espaldas, junto a una fuente, por lo que se refugió en un portal adyacente para que no pudiese verlo. Samuel percibió el sonido del rocío del agua que caía en el cuenco de la fuente y el arrullo de las palomas congregadas a su alrededor. No tuvo que esperar mucho para saber a qué obedecía la presencia de William en el Middle Temple. Una mujer con chal y tocado pasó cabizbaja a su lado. Samuel reconoció de inmediato que se trataba de Mary Lamb. De modo que ése era su lugar de encuentro.

Lanzó otro vistazo desde su refugio. Los jóvenes estaban junto a la fuente y William señalaba el Middle Temple Hall. Aquel era el lugar en el que habían representado Noche de Reyes poco después de que Shakespeare escribiera su obra. Caminaron alrededor de la fuente y hablaron con voz queda. Samuel Ireland tomó la decisión de alejarse. Había visto lo suficiente como para saber que su hijo no se disponía a visitar a su benefactora; más bien estaba ocupado con una búsqueda de tipo más personal. La delicadeza o los remordimientos de conciencia lo llevaron a suspender su persecución. No quería ver a su hijo en pleno cortejo y coqueteo.

***

Mary y William giraron por Pump Court y se detuvieron a contemplar el antiguo reloj de sol con el emblema de piedra «El tiempo devora todas las cosas».

– Estoy convencido de que Shakespeare no tenía el menor deseo de parecerse a su padre -aseguró William-. Lo apreciaba, pero no quería ser como él.

– Me parece natural que no quisiera ser carnicero.

– No, a lo que me refiero es a que escapó del fracaso. Un fracaso alegre, pero fracaso de todos modos. Detestaba las deudas y la compasión ajena. -Cruzaron la plaza, con la iglesia redonda de los templarios a un costado-. Era lúcido y decidido, pletórico de energía.