Cuando Kamchak echó a un lado las pieles para levantarse, Elizabeth no pudo evitar retroceder, hasta que el poste se lo impidió.
Kamchak me miró.
—¿Cómo está la pequeña salvaje esta mañana?
—Hambrienta.
—Estupendo.
Miró detenidamente a la chica, que seguía asustada con la espalda empujando el poste del carro y que agarraba con sus manos esposadas la piel de larl rojo con la que se cubría.
Esa chica era diferente a todo lo que antes había poseído el guerrero. Era su primera salvaje, y no sabía muy bien cómo actuar con ella. De hecho, estaba acostumbrado a chicas que ya saben por su cultura que convertirse en esclavas es una posibilidad muy real, aunque quizás no conciban la esclavitud tan abyecta que se da entre los tuchuks. La muchacha goreana está acostumbrada a la esclavitud, incluso cuando es una muchacha libre. Quizás disponga ella misma de uno o más esclavos, y sabe que es más débil que los hombres, y lo que ello puede significar. Sabe que las ciudades caen, y que a veces se producen asaltos a las caravanas, y sabe que si un guerrero es lo suficientemente fuerte puede capturarla incluso en sus propias habitaciones, y que se la puede llevar, atada y encapuchada, a lomos de un tarn volando por encima de las murallas de su propia ciudad. Así, aunque nunca la esclavicen, está familiarizada con las tareas de una esclava, con lo que de ellas se espera, con lo que les está permitido y con lo que no. Por otra parte, afortunada o desafortunadamente, la muchacha goreana se educa en la idea de que es muy importante saber cómo complacer a un hombre. De esta manera, incluso las mujeres que nunca serán esclavas, sino compañeras libres, aprenden a preparar y servir platos exóticos, a cuidar el equipo de un hombre, a bailar las danzas del amor de su ciudad, etcétera. Como es natural, Elizabeth Cardwell lo ignoraba absolutamente todo en estas materias, y yo me veía obligado a coincidir con lo que pensaba Kamchak: era una pequeña salvaje. Aunque, eso sí, una pequeña salvaje bellísima.
Kamchak chasqueó los dedos y señaló al suelo. Elizabeth se arrodilló ante él agarrando la piel que la cubría, y puso la cabeza entre sus pies.
Era una esclava.
Para mi sorpresa, y sin darme ninguna razón que explicase su manera de obrar, Kamchak no quiso vestir de Kajira a Elizabeth Cardwell, lo que provocó la irritación de otras esclavas del campamento. Pero no solamente no la vistió, sino que además no la marcó con hierro candente, ni le fijó en la nariz el anillo de las mujeres tuchuks, y ni siquiera, incomprensiblemente, le puso el collar turiano. Eso sí, no le permitió trenzarse el pelo, ni adornárselo. Debía llevarlo suelto, y al fin y al cabo con esta imposición era suficiente para que en los carros se reconociese en ella a una esclava.
Para que se vistiera le permitió confeccionarse tan bien como le fuera posible un vestido sin mangas con la piel del larl rojo. No es que cosiera demasiado bien, y me divertía oírla maldecir desde el rincón en el que estaba atada a la anilla de esclava ahora ya tan sólo por medio de un collar y una cadena. De vez en cuando se clavaba la aguja de hueso, al emerger ésta después de atravesar el cuero. Otras veces enmarañaba el hilo, o hacía puntadas demasiado cortas, que arrugaban y estropeaban el cuero, o demasiado largas, con lo que quedaba al descubierto lo que eventualmente la prenda tenía que cubrir. Saqué la conclusión de que las chicas como Elizabeth Cardwell, tan acostumbradas a comprar ropas ya confeccionadas por las máquinas de la Tierra, no tenían los conocimientos adecuados para ciertas tareas de la casa. Y eso que, como bien se veía, saber coser podía resultar muy útil en según qué momentos.
Finalmente, acabó de confeccionar su prenda, y Kamchak la libró de las cadenas para que pudiese levantarse y probársela.
Había algo que no me pareció sorprendente, aunque sí gracioso, y era que el vestido se alargaba bastantes centímetros por debajo de la rodilla, y su borde inferior no estaba a más de diez centímetros del tobillo. Kamchak le echó un vistazo y enseguida sacó la quiva para acortar la falda considerablemente, de manera que la piel de larl se convirtió en una prenda bastante más breve incluso que el encantador vestido amarillo que llevaba cuando la capturaron.
—¡Pero si lo había cortado a la altura de los vestidos de cuero de las mujeres tuchuks! —se atrevió a protestar.
Se lo traduje a Kamchak.
—Sí, pero tú eres una esclava.
Traduje su respuesta, y Elizabeth bajó la cabeza, derrotada.
La señorita Cardwell tenía unas piernas delgadas y bonitas, y Kamchak, como hombre, deseaba verlas. Además, aparte de ser un hombre, era su dueño y por tanto podía hacer con ella lo que se le antojara. Si es necesario, debo admitir que no me disgustaba su acción, y que la vista de la bonita señorita Cardwell yendo y viniendo por el carro me resultaba bastante inspiradora.
Kamchak le ordenó que caminara hacia adelante y hacia atrás una o dos veces, y le hizo algunas ácidas críticas. Después, para sorpresa de ella y también mía, no volvió a encadenarla, sino que le dijo que podía caminar libremente por el campamento, y que solamente debía preocuparse en volver antes de que oscureciera y soltasen a los eslines pastores. Elizabeth bajó la cabeza tímidamente, y con una sonrisa corrió al exterior. A mí también me satisfacía mucho verla en libertad.
—¿Te gusta esta chica? —le pregunté.
—Solamente es una pequeña salvaje —me respondió riendo. Y luego, mirándome, añadió—: A quien deseo es a Aphris de Turia, a nadie más.
No sabía quién podía ser.
Creo que se puede decir que en general Kamchak trataba a su pequeña esclava salvaje bastante bien, sobre todo si consideramos que era un tuchuk. Esto no quiere decir, por supuesto, que las cosas resultaran fáciles para ella, ni que no recibiera una buena paliza de vez en cuando, pero de todas maneras, y considerando lo que ocurre normalmente con las esclavas de los tuchuks, no creo que sea justo afirmar que Elizabeth sufría malos tratos. Quizá merezca la pena explicar lo que ocurrió una vez, como ejemplo. La chica había ido a buscar combustible para el fuego de excrementos, y volvió arrastrando el saco, que solamente había llenado a medias.
—Es todo lo que he podido encontrar —le dijo a Kamchak.
El guerrero, sin pensárselo dos veces, le metió la cabeza en el saco y luego lo cerró; hasta la mañana siguiente no lo desató. Elizabeth Cardwell nunca más trajo un saco de excrementos a medio llenar al carro de Kamchak de los tuchuks.
Y ahora el kassar, montado en su kaiila, mantenía la lanza bajo la barbilla de la chica que estaba arrodillada ante él y le miraba implorante. De pronto, el guerrero apartó la lanza y se echó a reír.
Yo respiré aliviado.
—¿Qué quieres a cambio de tu pequeña bárbara? —le preguntó el guerrero a Kamchak, después de haber llegado hasta su lado.
—No está en venta —dijo Kamchak.
—¿Apostarías algo por ella? —insistió el jinete.
Su nombre era Albrecht de los kassars, y formaba pareja con Conrad de los kassars en contra nuestra.
El corazón me dio un vuelco.
Los ojos de Kamchak se encendieron. Era un tuchuk.
—¿Cuáles son tus términos? —preguntó.
—Si yo gano la competición, me quedo con tu bárbara —dijo Albrecht. Y luego, señalando a dos muchachas de su propiedad que se hallaban a su izquierda, vestidas de pieles, añadió—: Si tú ganas te quedas con estas dos.
Esas esclavas no eran bárbaras, sino turianas. Ambas eran encantadoras, y sin duda alguna estaban plenamente capacitadas para complacer los gustos de los guerreros de los carros.
Conrad, al oír los términos del desafío propuesto por su amigo resopló burlonamente.
—¡No, Conrad! —gritó Albrecht—. ¡Te aseguro que hablo en serio!
—¡De acuerdo! —gritó Kamchak.
Teníamos a unos cuantos niños, hombres y esclavas como espectadores. Tan pronto como Kamchak mostró su acuerdo con la proposición de Albrecht, los niños y algunas esclavas corrieron hacia los carros gritando alegremente: