Aphris miró a su alrededor.
Levantó la cabeza, y pude percibir la bonita línea de su nariz bajo el velo de seda blanca bordeado en oro. Olió un par de veces, ostensiblemente, y después dio dos palmadas con sus manos pequeñas y enguantadas. El mayordomo acudió rápidamente a su lado.
—Huelo a estiércol de bosko —dijo ella.
El mayordomo se mostró sorprendido, y luego horrorizado. Finalmente pareció comprender, y con lo que quería ser picardía dijo a modo de disculpa:
—Lo siento mucho, Dama Aphris, pero bajo las presentes circunstancias...
—¡Ah! —exclamó al mirar a su alrededor y fingir que veía a Kamchak por vez primera—. Ya veo. Aquí hay un tuchuk, claro.
Kamchak, aunque estaba sentado con las piernas cruzadas saltó por dos veces en los cojines, y dio un golpe tan fuerte sobre la mesa que traquetearon los platos de ambos lados. Se reía a carcajadas.
—¡Soberbio! —gritó.
—Por favor, Dama Aphris —dijo Saphrar resollando—, si quieres unirte a nosotros...
Aphris de Turia, muy satisfecha de sí misma, ocupó su sitio entre el mercader y Kamchak, sentándose sobre los talones, en la postura de la mujer libre goreana. También a la manera goreana, mantenía la espalda muy recta y la cabeza alta. Mirando a Kamchak dijo:
—Por lo visto nos conocíamos ya, ¿no es así?
—Sí, hace dos años —dijo Kamchak—, en la misma ciudad y en el mismo lugar. Quizás recuerdes que entonces me llamaste “eslín tuchuk”.
—Sí, creo que lo recuerdo —dijo Aphris con la actitud de quien hace un gran esfuerzo para que el pasado acuda a su mente.
—En aquella ocasión te traje un collar de diamantes de cinco vueltas, porque me habían dicho que eras muy bella.
—¡Ah, sí! ¡Ahora lo recuerdo! —dijo Aphris—. ¡Ese collar que di a una de mis esclavas!
Kamchak volvió a golpear la mesa. Lo encontraba graciosísimo.
—Fue entonces cuando me volviste la espalda y me llamaste eslín tuchuk.
—¡Sí, eso es! —dijo Aphris riéndose.
—Y fue entonces —dijo Kamchak sin que se le pasara la hilaridad— cuando juré que te convertiría en mi esclava.
Las risas de Aphris cesaron.
Saphrar se había quedado sin habla.
En toda la sala reinaba un profundo silencio.
Kamras, el Campeón de la Ciudad de Turia, se puso en pie y se dirigió a Saphrar, implorante:
—¡Deja que vaya a buscar mis armas!
Kamchak bebía Paga, y por su actitud parecía que no había oído lo que Kamras decía.
—¡No, no, no! —gritó Saphrar—. El tuchuk y su amigo son nuestros invitados, embajadores de los Pueblos del Carro, y no han venido aquí a luchar.
Kamras, confundido, volvió a sentarse, y Aphris de Turia se echó a reír.
—¡Traed perfumes! —ordenó al mayordomo.
Éste hizo avanzar a una esclava ataviada con el camisk que portaba una bandeja de exóticos perfumes turianos. Aphris escogió dos o tres de los frascos y se los puso bajo la nariz, para luego escanciar perfume sobre la mesa y los cojines. Sus acciones divertían sobremanera a los turianos, que se reían.
Kamchak mantenía la sonrisa, pero habían cesado sus estentóreas carcajadas.
—Como castigo por esto —dijo—, pasarás la primera noche con la cabeza metida en el saco de estiércol.
Aphris volvió a reírse, y los demás comensales la imitaron.
Kamras mantenía los puños apretados sobre la mesa.
—¿Y tú quién eres? —preguntó Aphris mirándome.
—Soy Tarl Cabot —respondí—, de la ciudad de Ko-ro-ba.
—Eso está muy al norte. Incluso más al norte que Ar.
—Así es.
—¿Y cómo es posible que un korobano se suba al apestoso carro de un eslín tuchuk?
—El carro no apesta —respondí—, y Kamchak de los tuchuks es mi amigo.
—Naturalmente, serás un proscrito.
Me encogí de hombros.
Ella rió, y luego se volvió a Saphrar para decirle:
—Quizás a nuestros invitados les apetecería un poco de distracción, ¿no crees?
Eso me sorprendió, pues durante la mayor parte de la velada se habían sucedido los espectáculos, y habíamos visto a malabaristas, acróbatas, tragafuegos, al mago que tanto había gustado a Kamchak, al hombre del eslín bailarín...
Saphrar había bajado la vista. Parecía contrariado.
—Sí, es posible —dijo.
Supuse que Saphrar seguiría irritado por las evasivas de Kamchak que evitaban llegar a un acuerdo sobre el asunto de la esfera dorada. No entendía qué motivaciones podía tener Kamchak..., a menos, claro está, que conociese la verdadera naturaleza de la esfera dorada, en cuyo caso sabría que no tenía precio. Pero deduje que no entendía su verdadero valor, pues había discutido con seriedad sobre el canje un poco antes. Lo que ocurría, aparentemente, era que por ese objeto quería más de lo que Saphrar le ofrecía, aunque se tratase de la mismísima Aphris de Turia.
Ella se volvió hacia mí. Señalando con un amplio gesto a las muchachas de las mesas y a sus acompañantes, preguntó:
—¿No son bellas las mujeres de Turia?
—Mucho —dije yo, pues era bien cierto que todas las presentes eran, cada una a su manera, hermosas.
Aphris se rió por alguna desconocida razón.
—En mi ciudad —dije—, las mujeres libres no permitirían nunca que un extranjero las viese sin velo.
La muchacha rió de nuevo y se volvió a Kamchak:
—¿Y tú, mi pintoresco pedazo de estiércol de bosko, qué opinas?
—Es bien sabido —respondió Kamchak encogiéndose de hombros— que las mujeres de Turia son unas desvergonzadas.
—¡Eso es mentira! —dijo indignada Aphris de Turia, con los ojos centelleantes por encima del borde dorado de su velo de seda.
—¡Pero si las estoy viendo! —dijo Kamchak extendiendo sus manos a ambos lados, sonriente.
—No, no las ves —dijo la muchacha.
Kamchak parecía confundido.
Con sorpresa, vi que Aphris daba dos palmadas, y que las mujeres que se hallaban hasta ese momento sentadas en las mesas se levantaban para colocarse frente a nosotros rápidamente. Los tambores y flautas resonaban, y de pronto la primera chica, con un gesto repentino y gracioso se quitó las prendas que la cubrían y las lanzó por encima de las cabezas de los invitados, que gritaban con deleite. Después quedó frente a nosotros con las rodillas flexionadas, respirando con profundidad, bellísima, con las manos levantadas por encima de la cabeza, preparada para danzar. Todas las demás hicieron lo mismo, y así, aquellas mujeres que yo había creído libres quedaron ante nosotros con sus collares de esclava, vestidas solamente con las diáfanas sedas escarlatas que llevan las bailarinas en Gor. Luego empezaron a danzar al ritmo de una música bárbara.
Kamchak estaba enfadado.
—¿Acaso creíais —preguntó con arrogancia Aphris de Turia— que se le iba a permitir a un tuchuk mirar la cara de una mujer libre de Turia?
Kamchak apretaba los puños por encima de la mesa. A ningún tuchuk le gusta que le tomen el pelo.
Kamras se reía ostentosamente, e incluso Saphrar ahogaba las carcajadas entre los cojines amarillos.
Sí, sabía que a ningún tuchuk le gustaba ser el blanco de una broma, y menos cuando se trataba de una broma turiana.
Pero Kamchak no decía nada. Alcanzó su copa de Paga y se la bebió mientras contemplaba a las bailarinas que se movían al ritmo de las melodías turianas.
—¿No son encantadoras? —dijo Aphris provocadoramente al cabo de un rato.
—En nuestros carros también puedes encontrar a muchachas tan encantadoras como éstas —dijo Kamchak.
—¿Ah, sí?
—Sí. Son esclavas turianas, como lo serás tú.
—Supongo que ya sabrás —dijo Aphris— que si no fueses un embajador de los Pueblos del Carro ya habría ordenado que te matasen.
—Una cosa —dijo Kamchak entre risas— es ordenar que maten a un tuchuk, y otra muy diferente conseguirlo.
—Estoy segura de que podría arreglar ambas cuestiones.