—¡Ahora! —volvió a exclamar Aphris, temblando de emoción.
A partir de aquel momento, los acontecimientos se desarrollaron muy rápidamente. Kamchak extrajo del estuche el objeto que en principio parecía destinado a embellecer el cuello de Aphris de Turia, pero que en realidad se trataba de algo muy diferente: era una anilla de metal, un collar turiano: un collar de esclava. Todos oímos el chasquido que indicaba inequívocamente que los dos extremos del collar se habían unido, cerrándose por detrás del cuello de aquella mujer; Aphris de Turia tenía ahora el cuello apresado con el acero de las esclavas. Kamchak la levantó entonces con ambas manos, hizo girar su cuerpo para tenerla frente a frente; cuando así fue, le arrancó de un solo movimiento el velo que le cubría la cara, y antes de que uno de los sorprendidos turianos pudiera hacer nada, obtuvo de los labios de la sorprendida Aphris de Turia un prolongado beso. Acto seguido, la lanzó por encima de la mesa, y Aphris quedó en pie sobre el mismo suelo en el que antes habían danzado las esclavas tuchuks para complacerla, por capricho suyo. En la mano de Kamchak apareció como por arte de magia una nueva quiva, que hizo desistir de sus propósitos a todos los que se habrían lanzado sobre él para vengar a la hija de su ciudad. Permanecí junto a Kamchak, preparado para defenderle a vida o muerte, pero la verdad es que estaba tan sorprendido como pudiera estarlo cualquier otra persona en esa estancia.
La chica cayó sobre sus rodillas, y tiró desesperadamente del collar. Sus delicados dedos, cubiertos por los guantes, se aferraban al metal y tiraban de él, como si fuese posible deshacerse de su presa por la simple fuerza bruta.
Kamchak la miraba.
—Bajo tus ropas blancas y doradas —dijo—, olía el cuerpo de una esclava.
—¡Eslín! ¡Eslín! ¡Eslín! —gritaba ella.
—¡Cúbrete con el velo! —ordenó Saphrar.
—¡Quítale ese collar inmediatamente! —gritó Kamras.
—Creo —dijo Kamchak muy sonriente— que he olvidado la llave.
—¡Que venga alguno de los trabajadores del Metal! —gritó Saphrar.
Por todas partes se levantaba el griterío:
—¡Matad a este eslín tuchuk!
—¡Torturadlo!
—¡Echadle en aceite de tharlarión!
—¡Las plantas parásitas!
—¡Que lo empalen!
—¡Las tenazas al rojo vivo!
Todo esto no parecía afectar a Kamchak, que se mantenía inmóvil. Pero nadie se abalanzó sobre él, porque tenía una quiva en la mano, y era nada menos que un tuchuk.
—¡Matadlo! —gritaba Aphris de Turia—. ¡Matadlo!
—¡Ponte el velo! —insistía Saphrar—. ¿Acaso no tienes vergüenza?
La muchacha intentó volver a cubrirse el rostro con el velo, pero solamente consiguió aguantarlo con las manos, pues Kamchak había desgarrado las pinzas que lo sujetaban ante la cara.
En los ojos de Aphris se mezclaban la furia y las lágrimas. Kamchak, un tuchuk, había contemplado su cara.
Aunque no pudiera confesar tal cosa, aprobaba el atrevimiento de Kamchak. La cara de Aphris merecía eso y más, incluso la muerte en las mazmorras de Turia. En ese momento, sus facciones, transformadas por la rabia, superaban en belleza a cualquiera de las esclavas que nos habían servido u ofrecido sus danzas.
—Supongo que recordarás —dijo Kamchak— que soy un embajador de los Pueblos del Carro, y que por ello tengo derecho a la hospitalidad de tu ciudad.
—¡Que lo empalen! —gritaron numerosas voces.
—¡Sólo ha sido una broma! —gritó Saphrar—. ¡Una broma! ¡Una broma tuchuk!
—¡Matadlo! —gritaba Aphris de Turia.
Pero nadie se atrevía a moverse contra aquel guerrero que blandía una quiva.
—Y ahora, gentil Aphris —susurró Saphrar—, lo que debes hacer es tranquilizarte. Muy pronto uno de los miembros de la Casta de los Trabajadores del Metal llegará para liberarte. Todo irá bien. Anda, retírate a tus habitaciones.
—¡No! ¡Quiero que maten al tuchuk!
—Eso es imposible, querida —dijo Saphrar lo más bajo que pudo.
—¡Te desafío! —dijo Kamras antes de escupir en el suelo, junto a las botas de Kamchak.
Por un instante, al ver cómo brillaban los ojos de mi amigo, temí que aceptara el reto del Campeón de Turia allí mismo. Pero en lugar de hacerlo se encogió de hombros y sonrió.
—¿Por qué razón debería luchar? —dijo.
Quien había contestado no parecía ser Kamchak.
—¡Eres un cobarde! —gritó Kamras.
Al oír eso, pensé si Kamras conocería lo que la palabra que se había atrevido a pronunciar significaba para un guerrero con el rostro atravesado por la Cicatriz del Coraje de los Pueblos del Carro.
Pero Kamchak solamente sonrió. Era asombroso.
—¿Por qué razón debería luchar? —volvió a preguntar.
—¿Qué quieres decir con eso? —preguntó Kamras.
—¿Cuál será mi recompensa si gano?
—¡Aphris de Turia! —gritó la muchacha.
Se alzaron gritos de horror y de protesta entre los hombres que llenaban la sala.
—¡Sí! —gritó ella—. Enfréntate a Kamras, el Campeón de Turia, y yo, Aphris de Turia, me pondré en la estaca en la Guerra del Amor.
Kamchak la miró fijamente.
—De acuerdo —dijo—. Lucharé.
En la sala se hizo el silencio.
Vi que Saphrar, que permanecía un poco oculto, cerraba los ojos y negaba con la cabeza.
—¡Astuto tuchuk! —le oí murmurar.
Sí, Kamchak era un tuchuk muy astuto. Por medio del orgullo íntimo de Aphris de Turia, de Kamras, y de los turianos ofendidos, había logrado llevar a la chica a la estaca de la Guerra del Amor por su propia voluntad. Y eso era algo que no habría podido obtener de Saphrar, el mercader, ni con la esfera dorada. La astucia tuchuk lo había resuelto todo a placer. Pero suponía, naturalmente, que Saphrar, tutor de Aphris de Turia, no iba a permitir que las cosas llegasen tan lejos.
—No, querida —le dijo a Aphris—, no debes esperar que se repare esta espantosa ofensa que acabas de sufrir. No debes ni pensar en los juegos. Lo que ahora te conviene es olvidar esta desagradable escena, y no torturarte pensando en lo que se va a decir de ti a partir de este día. A pesar de lo que te ha hecho este tuchuk, debes dejar que la gente murmure. No puedes hacer nada, sólo dejarlo escapar impunemente.
—¡Eso nunca! —gritó Aphris—. ¡Me pondré en la estaca, te lo aseguro! ¡Lo haré! ¡Lo haré!
—No, no puedo permitirlo. Es preferible que la gente se ría de Aphris de Turia, y quizás dentro de unos años lo habrán olvidado todo.
—¡Te pido que me permitas colocarme en la estaca! ¡Te lo ruego! —decía llorando la muchacha—. ¡Te lo ruego, Saphrar!
—Sólo faltan unos días para que alcances tu mayoría de edad. Entonces recibirás tus riquezas, y podrás actuar como quieras.
—¡Pero eso será después de los juegos! —gritó ella.
—Sí —dijo Saphrar con aire pensativo—, eso es verdad.
—¡Yo la defenderé! —dijo Kamras—. ¡No perderé!
—Sí, lo cierto es que nunca has perdido —dijo Saphrar.
—¡Permítelo! ¡Permítelo! —gritaron varias voces.
—Si no me das tu permiso —susurró Aphris—, mi honor quedará manchado para siempre.
—Si no le das tu permiso —dijo Kamras con aire sombrío—, nunca tendré oportunidad de cruzar mi acero con este eslín extranjero.
De pronto me di cuenta de que según el derecho civil goreano, las propiedades, títulos, haberes y bienes de una persona a quien se reduce a la condición de esclavo, pasan directamente a las manos del pariente varón más próximo, o del pariente más próximo de no existir tal varón, o a las arcas de la ciudad o, si ello es pertinente, a las del tutor. De este modo, si por alguna razón Aphris de Turia se convirtiera en la esclava de Kamchak, sus considerables riquezas se asignarían inmediatamente a Saphrar, mercader de Turia. Más aún: para evitar complicaciones legales y poder contar con los bienes al cien por cien, y así invertir y realizar otras operaciones, esa transferencia es asimétrica, pues si por alguna razón el poseedor original recobra la libertad, no tiene ya ningún derecho legal sobre los bienes transferidos.