Al ver esto, las muchachas de los carros se burlaron ruidosamente.
Las damiselas de Turia empezaron a salir de sus palanquines una por una. Iban vestidas con sus mejores galas de sedas resplandecientes, aunque, eso sí, siempre con la Vestidura de Encubrimiento, ocultas tras el velo, orgullosas y erguidas. Parecían disgustadas al verse envueltas por todo el clamor y estruendo que se levantaba a su alrededor.
Los jueces empezaron a circular entre los turianos y las gentes de los Pueblos del Carro. Cada uno llevaba una lista en la mano.
Por lo que sabía, no bastaba con ser mujer para poder colocarse en una estaca, de la misma manera que un guerrero cualquiera no podía participar en estos juegos. Solamente se elegía a las más bellas, y entre éstas solamente se volvía a seleccionar a las aún más bellas.
Una muchacha puede proponer su participación, de la misma manera que lo había hecho Aphris de Turia, pero eso no garantizaba que la eligieran, pues los criterios de la Guerra del Amor son muy estrictos, y se aplican lo más objetivamente posible. Tan sólo las más bellas de entre las bellas pueden participar en esa dura competición.
—¡Primera estaca! —gritó uno de los jueces—. ¡Aphris de Turia!
—¡Sí! —gritó Kamchak, dándome una palmada tan fuerte en la espalda que por poco me hizo caer de la kaiila.
Yo estaba atónito. Esa muchacha turiana era realmente bella, pues la habían elegido para ocupar la primera estaca. Eso quería decir que muy posiblemente era la mujer más bella de Turia, o por lo menos de todas las turianas que ese año participaban en los juegos.
Aphris de Turia caminaba con desdén sobre las sedas que iban colocando bajo sus pies, vestida con sus telas blancas y doradas, precedida por un juez que la guiaba hasta la primera estaca del lado de los Pueblos del Carro. Las muchachas pertenecientes a los carros, por otro lado, se colocarían en las estacas más cercanas a Turia. De esta manera, las muchachas turianas podían ver su ciudad y sus guerreros, mientras que las muchachas de los Pueblos del Carro veían las llanuras y también a sus guerreros. Kamchak me había dicho que así las mujeres quedan alejadas de los suyos, con lo cual un turiano o una persona de los carros debería cruzar el espacio comprendido entre las dos filas de estacas para entrometerse en la competición, y eso haría que los jueces detectaran la maniobra enseguida.
Los jueces continuaban enunciando nombres, y las muchachas de Turia y de los Pueblos del Carro seguían adelantándose.
Vi que Hereena, la muchacha del Primer Carro, ocupaba la tercera estaca, y eso que en mi opinión, no era menos bella que las dos chicas kassar que la precedían.
Kamchak me explicó que en la parte superior derecha de la dentadura de Hereena existía un ligero hueco entre dos muelas.
Estaba muy claro que Hereena no estaba muy conforme con la decisión de los jueces. Mejor dicho, estaba furiosa.
—¡Yo, Hereena, pertenezco al Primer Carro! —gritaba—, ¡y soy superior a estas dos kaiilas kassars!
Pero el juez ya estaba cuatro estacas más allá.
La selección de las muchachas la llevan a cabo jueces de su propia ciudad, o de su propio pueblo. En Turia los encargados son los miembros de la Casta de los Médicos que han servido en las grandes casas de esclavos de Ar. Entre los carros, los encargados son los amos de los carros públicos de esclavos, que compran, venden y alquilan muchachas, con lo que sirven tanto a los guerreros como a los mercaderes de esclavos. Se podría decir que su servicio es algo semejante al de una agencia distribuidora. Por otro lado, los carros públicos de esclavos distribuyen también Paga. Son una mezcla, en fin, de mercado de esclavos y de taberna de Paga. No conozco ningún establecimiento que se parezca a éstos en Gor. Precisamente, Kamchak y yo habíamos visitado uno la última noche, y yo había pagado cuatro discotarns de cobre por una botella de Paga. Tuve que sacar a la fuerza a mi amigo de allí, pues había empezado a pujar por una pequeña esclava de Puerto Kar de la que se había quedado prendado.
Recorrí con la mirada ambas líneas de estacas. Las muchachas de los Pueblos del Carro se mantenían orgullosamente firmes ante sus puestos, muy seguras de que sus campeones, fuesen quienes fuesen, saldrían victoriosos y las devolverían a sus pueblos. Las mujeres de la ciudad de Turia también estaban colocadas frente a sus respectivas estacas, pero éstas fingían la más absoluta indiferencia.
Suponía que a pesar de su aparente falta de interés, los corazones de las muchachas turianas debían latir con rapidez. Para ellas, éste no podía ser un día cualquiera.
Las contemplé. Eran realmente unas espléndidas mujeres, a pesar del velo que les ocultaba la cara. Sabía que muchas llevaban bajo sus sedas el vergonzoso camisk turiano. Ésa sería quizás la única ocasión en que esa prenda odiosa iba a tocar su piel. La llevaban porque sabían que si su guerrero perdía las obligarían a abandonar la estaca con una prenda diferente a la que habían traído. No las soltarían como mujeres libres.
Sonreí al pensar en que Aphris de Turia, que mantenía esa actitud tan arrogante, quizás llevaba bajo las sedas blancas y doradas el camisk de una esclava. No creía que fuese así, porque ciertamente era una mujer demasiado orgullosa, demasiado segura de sí misma.
Kamchak estaba abriéndose paso entre la multitud con su kaiila, en dirección a la primera estaca.
Le seguí.
Se inclinó sobre su silla y dijo alegremente:
—¡Buenos días, mi querida Aphris! Ella se puso todavía más tiesa, y ni siquiera se dignó volverse para mirarlo.
—¿Estás preparado para morir, eslín? —le dijo.
—No —respondió Kamchak.
Oí la risa de la chica, parcialmente mitigada por el velo bordado de seda.
—Por lo que veo ya no llevas el collar —observó Kamchak.
Aphris levantó la cabeza y no respondió.
—Todavía tengo otro —aseguró Kamchak.
Ella se giró para mirarle, apretando los puños. Sus encantadores ojos almendrados, si hubiesen sido armas, habrían matado al tuchuk tan fulminantemente como un rayo.
—¡Con qué inmenso placer veré cómo te arrodillas en la arena para pedirle a Kamras que acabe contigo! —silbó con odio.
—Tal como te prometí, querida Aphris, esta noche la pasarás con la cabeza metida en el saco de estiércol.
—¡Eslín! —gritó ella—. ¡Eslín! ¡Eslín!
Kamchak lanzó una risotada e hizo girar a su kaiila.
—¿Están todas las mujeres frente a sus estacas? —preguntó un juez.
Desde la parte opuesta de las largas líneas, otros jueces dieron la confirmación:
—¡Sí, están frente a sus estacas!
—Entonces —gritó el primer juez—, asegurémoslas.
El primer juez estaba sobre una plataforma cercana al comienzo de las líneas de estacas. Este año le correspondía estar en el lado de los Pueblos del Carro.
Aphris de Turia, obedeciendo las órdenes de los jueces menores, se quitó con un gesto de enfado sus guantes de verro blanco y seda con bordados dorados, y los guardó en un pliegue de sus ropas.
—¡Las anillas de sujeción! —requirió el juez.
—No serán necesarias —respondió Aphris—. Permaneceré inmóvil en mi sitio hasta que maten a ese eslín.
—¡Pon tus muñecas en las anillas! —ordenó el juez—. De lo contrario, alguien lo hará por ti.
Furiosa, Aphris colocó sus muñecas junto la cabeza, en las anillas dispuestas a cada lado de la estaca. El juez las cerró con mano experta y se dirigió a la siguiente estaca.
Con disimulo, Aphris movió sus manos atrapadas por las anillas, intentando liberarlas de esa presa. Naturalmente, no pudo hacerlo. Me pareció verla temblar durante un segundo, al darse cuenta de que estaba atrapada, pero enseguida volvió a tranquilizarse en apariencia, y miraba a su alrededor como si se aburriera. La llave que abría las anillas colgaba de un gancho que tenía sobre la cabeza, a unos cinco centímetros.