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Por lo que sabía, los presagios no habían sido favorables en más de cien años. Sospechaba que eso podía ser debido a las hostilidades y discusiones entre los diferentes pueblos. Mientras la gente no desease realmente esa unión, mientras continuasen atraídos por su autonomía, mientras siguiesen alimentando viejos agravios y cantando las glorias de la venganza, mientras considerasen a todos los demás seres de otros pueblos o del suyo propio como inferiores, mientras todo esto sucediese, no se darían las condiciones para hacer posible una confederación seria, una “unión de todos los carros”, como reza el dicho. Bajo tales condiciones no era sorprendente que los presagios tendiesen a ser desfavorables. ¿Acaso pueden existir peores auspicios? Los arúspices leyendo en la sangre del bosko y en los hígados del verro, no debían desconocer estos, llamémosles así, presagios más graves, de mayor peso que los otros. Como es natural, no sería beneficioso para Turia o para las demás ciudades más lejanas, cualquiera que fuese de las ciudades libres del tranquilo hemisferio norte de Gor, que los pueblos del sur se unieran bajo un único estandarte. Si eso ocurriese quizás guiarían a sus manadas hacia los campos más exuberantes que sus secas llanuras, hacia los verdes valles del Cartius oriental, por ejemplo, o incluso hacia las orillas del Vosk. Poco estaría a salvo si los Pueblos del Carro avanzasen. Se decía que mil años antes habían llevado la devastación hasta las mismas murallas de Ar y de Ko-ro-ba.

Era evidente que el jinete me había visto, y guiaba su montura sin vacilaciones hacia mí.

Ahora también podía distinguir, aunque centenares de metros me separasen de ellos, a tres jinetes más que se acercaban. Uno de ellos iniciaba un rodeo para aproximarse a mí por detrás.

La montura de los Pueblos del Carro, desconocida en el hemisferio norte de Gor, es la terrorífica pero bella kaiila. Se trata de una criatura de tacto muy suave; arrogante y graciosa, de largo cuello y elegante andar. Es carnívora, vivípara y sin duda mamífera, aunque los cachorros no se crían. Tan pronto como nacen se revela su carácter violento y basta con que puedan sostenerse sobre sus patas para que salgan a cazar instintivamente. La misma madre, al sentir que va a dar a luz, pare al cachorro cerca de una presa. Supongo que cuando nace un cachorro de kaiila en cautividad deben proporcionarle un verro o un prisionero para que satisfaga sus instintos. Esas criaturas, una vez saciadas, no tocan comida alguna durante días.

La kaiila es un animal extremadamente ágil que puede superar con facilidad al tharlarión alto, más lento y pesado. También requiere menos alimento que el tarn. Una kaiila, puede cubrir una distancia de más de seiscientos pasangs en un solo día de cabalgada.

Tiene dos grandes ojos a cada lado de la cabeza provistos de un triple párpado, lo que probablemente constituya una adaptación al medio en el que a menudo se producen arrasadoras tormentas de viento y polvo. Esta adaptación, que más detalladamente consiste en un tercer párpado transparente, permite a este animal moverse según su propia voluntad en circunstancias que obligarían a otros animales de la llanura a retroceder o, como en el caso del eslín, a enterrarse bajo tierra. En estas condiciones la kaiila se hace más peligrosa, y parece saberlo porque suele aprovechar esas tormentas para cazar.

Ahora el jinete hizo detenerse a su kaiila.

Se mantenía inmóvil, esperando a los demás.

Podía oír el ruido blando de las pisadas de una kaiila en la hierba, a mi derecha.

Allí se había detenido el segundo jinete. Su vestimenta era muy semejante a la del primer hombre, pero éste no se cubría la cara con una malla, sino que llevaba subida la máscara. Su escudo estaba lacado de amarillo, y su arco era del mismo color. También él llevaba sobre el hombro una de esas finas lanzas. Era un negro. “Kataii”, me dije a mí mismo.

El tercer jinete también había tomado posición después de detener bruscamente a su montura y hacerla levantarse sobre las patas traseras. El animal resoplaba contra el freno y estiraba el cuello hacia mí mientras continuaba erguido. Podía ver su lengua larga y triangular entre las cuatro hileras de colmillos. Ese jinete también llevaba una máscara para protegerse contra el viento. Su escudo era rojo. El Pueblo Sangriento, los kassars.

Me volví, y no me sorprendió nada ver al cuarto jinete inmóvil sobre su montura, ya en posición. Sí, la kaiila se mueve con extrema rapidez. Ese hombre iba vestido con una capa de pieles blancas provista de capucha. Se cubría la cabeza también con amplias pieles blancas que no disimulaban la estructura cónica del casco de acero que había debajo. El cuero de su jubón era negro, y la hebilla del cinturón de oro. Su lanza estaba provista de un gancho para jinetes bajo la punta. Eso quería decir que acostumbraba a desmontar a sus oponentes.

Las kaiilas de esos hombres eran del mismo marrón cobrizo que las hierbas de la llanura, a excepción de la montura del que estaba frente a mí, que era de un negro sedoso y brillante, lo mismo que su escudo.

Alrededor del cuello del cuarto jinete brillaba un enorme collar de joyas tan ancho como mi mano. Deduje que se trataba de ostentación, pero más tarde pude aprender que ese collar de brillantes se lleva para provocar la envidia y acumular enemigos para animar al ataque y dejar que su dueño pueda probar su destreza con las armas. Así se da a entender que el dueño del collar no quiere perder el tiempo buscando enemigos. De todos modos, lo que sí supe enseguida era que se trataba de un paravaci, de un hombre perteneciente al Pueblo Rico, los más ricos de todos los habitantes de los carros.

—¡Tal! —grité levantando mi mano con la palma vuelta hacia dentro. Era el saludo goreano.

Los cuatro jinetes aprestaron sus lanzas como un solo hombre.

—¡Soy Tarl Cabot! —grité—. ¡Vengo en son de paz!

Las kaiilas estaban en tensión, parecían larls. Sus flancos temblaban y los enormes ojos no me perdían de vista ni por un momento. Vi que una de esas largas lenguas triangulares salía disparada para volver a esconderse en repetidas ocasiones. Sobre las cabezas de tan fiera expresión de esos animales, las largas orejas permanecían echadas hacia atrás.

—¿Habláis goreano? —pregunté.

Las lanzas bajaron como una sola. Los Pueblos del Carro no afianzan sus lanzas en el ristre, sino que las llevan en la mano derecha con facilidad debido a su escaso peso. Son flexibles, y se utilizan para clavar, y no para hacer las veces de ariete, como ocurría con las lanzas pesadas de la Edad Media europea. No es necesario decir que manejadas con habilidad pueden ser tan ligeras y rápidas como un sable. Son armas de color negro, y se obtienen de jóvenes árboles tem. Se pueden doblar casi por completo, como si se tratase de acero bien templado, sin que se rompan. Para retener el arma en un combate cuerpo a cuerpo se usa un pedazo de cuero de bosko que envuelve por dos veces la mano. Rara vez se emplea como arma arrojadiza.

—¡Vengo en son paz! —volví a gritar.

—¡Yo soy Tolnus, de los paravaci! —gritó el jinete que estaba detrás de mí. Tras lo cual se quitó el casco. Su melena quedó libre y ondeó por encima de la piel blanca del cuello de la capa. Yo permanecí quieto, con la mirada fija en esa cara.

—¡Y yo soy Conrad, de los kassars!

Ese grito procedía del hombre situado a mi izquierda, quien se descubrió la cara quitándose el casco y se echó a reír. ¿Serían elementos de la Tierra? Me preguntaba. ¿Serían hombres?

A mi derecha se oyó una estentórea risotada:

—¡Soy Hakimba, de los kataii! —rugió.

Se quitó el antifaz contra el viento con una mano. Su rostro de piel negra tenía la misma expresión que los demás.