Выбрать главу

La muchacha le miró, con ojos llorosos.

—Sí, querida Aphris, esa noche decidí que te quería para mí, que tenías que convertirte en mi esclava.

Un escalofrío recorrió el cuerpo de Aphris de Turia. Luego, bajó la cabeza.

Las carcajadas de Kamchak de los tuchuks resonaron por toda la llanura.

Había esperado mucho tiempo para poder reír así, para poder contemplar a su bella enemiga en esa situación: vencida, encadenada y humillada, convertida en una esclava.

Poco después, Kamchak alcanzaba la llave que colgaba encima de la cabeza de Aphris de Turia y abría las anillas de sujeción. Cuando hubo hecho esto, condujo a la chica, que no ofrecía ninguna resistencia, al lado de su kaiila.

Allí, junto a las patas del animal, la hizo arrodillarse.

—Tu nombre es Aphris de Turia —le dijo, otorgándole ese nombre.

—Mi nombre es Aphris de Turia —repitió ella, aceptando ese nombre de las manos del guerrero.

—Sométete —ordenó Kamchak.

Temblorosa, Aphris se arrodilló, bajó la cabeza y extendió los brazos con las muñecas cruzadas. Kamchak las anudó con una correa resistente.

Aphris levantó la cabeza y preguntó débilmente:

—¿Me atarás ahora sobre tu silla?

—No —respondió Kamchak—, no tenemos ninguna prisa.

—No comprendo.

En aquel momento, Kamchak estaba atando una correa alrededor de su cuello, cuyo extremo opuesto sujetó después en la silla de su kaiila.

—Correrás a mi lado —le dijo a la chica.

Aphris le miró, atónita. No podía creer lo que había oído.

Elizabeth Cardwell, desatada, ya se había colocado en el otro lado de la kaiila de Kamchak, junto al estribo derecho. Después, Kamchak, sus dos mujeres y yo, abandonamos las llanuras de las Mil Estacas y emprendimos el camino de regreso al campamento de los tuchuks.

A nuestras espaldas podíamos oír aún el estruendo de los combates, y los gritos de la multitud.

Unas dos horas más tarde llegamos a los carros de los tuchuks, y empezamos a avanzar abriéndonos paso entre los niños y los cazos humeantes. A nuestro lado corrían las esclavas del campamento, que se burlaban del premio que Kamchak arrastraba atado al lado izquierdo de su montura. Las mujeres libres, levantando la vista de sus ollas y cazos, miraban con envidia a la nueva mujer turiana que llegaba al campamento.

—¡Estaba en la primera estaca! —gritó Kamchak a las esclavas, que no dejaban de reír—. ¿Tú qué estaca ocupaste?

De pronto, hizo girar a su kaiila, como si fuese a lanzarse contra ellas, y las chicas empezaron a correr riendo y gritando.

Pero enseguida, como una bandada de pájaros, volvieron a agruparse para seguirnos.

—¡Primera estaca! —le gritó a un guerrero señalando con el pulgar a Aphris, que se tambaleaba y jadeaba mientras corría.

El guerrero se rió, y Kamchak no fue menos:

—¡Es cierto! —repetía una y otra vez entre carcajadas y palmadas en la silla—. ¡Es cierto!

Era realmente difícil pensar que aquella muchacha en tan lamentable estado que corría junto a la kaiila de Kamchak podía haber ocupado la primera estaca. Apenas podía mantenerse en pie, y jadeaba. Tenía el cuerpo brillante por el sudor, las piernas negras por el polvo que se les había adherido, el pelo enredado y sucio, los pies ensangrentados, lo mismo que los tobillos, y las pantorrillas repletas de los rasguños rojos de los reneles. Cuando Kamchak llegó a su carro, la pobre chica, temblorosa, buscando más aire para sus pulmones, cayó exhausta sobre la hierba; todo el cuerpo le temblaba después del terrible sufrimiento que para ella había significado aquella carrera. Era de suponer que lo más fastidioso que Aphris de Turia había hecho hasta ese momento debía haber sido entrar y salir de sus baños perfumados. Por otro lado, me alegré al comprobar que Elizabeth Cardwell corría bien, que respiraba acompasadamente y apenas exteriorizaba signos de fatiga. En el tiempo que llevaba entre los carros se había acostumbrado a esta forma de ejercicio, y eso era muy digno de admiración. Aparentemente, la vida al aire libre y el ejercicio le habían resultado beneficiosos. Tenía muy buen aspecto, parecía saludable y optimista. ¿Cuántas chicas de su oficio de Nueva York habrían podido cabalgar como ella al lado del estribo de un guerrero tuchuk?

Kamchak bajó de la silla de su kaiila dando un resoplido.

—¡Arriba, arriba! —gritó alegremente levantando a la exhausta Aphris para obligarla a arrodillarse—. ¡Hay mucho trabajo que hacer, muchacha!

Aphris le miró, aturdida. Todavía llevaba la correa sujeta al cuello, y las muñecas atadas.

—Hay que limpiar a los boskos —le dijo Kamchak—, y hay que sacarles brillo en los cuernos y en los cascos. También tienes que ir a buscar forraje, y recoger el estiércol. Luego podrás limpiar el carro y engrasar las ruedas, y traer agua del riachuelo que corre unos cuantos pasangs más allá, y cortar la carne que hay que cocinar para la cena. ¡Venga, venga! ¡Date prisa, perezosa!

Una vez dicho esto Kamchak se echó hacia atrás y se rió de su broma tuchuk, dándose palmadas en los muslos.

Elizabeth Cardwell desató la correa del cuello de Aphris y también la de las muñecas.

—Ven conmigo —dijo dulcemente—. Te enseñaré lo que hay que hacer.

Aphris se levantó, vacilante, todavía aturdida. Volvió los ojos hacia Elizabeth, en quien parecía reparar por primera vez.

—¡Ese acento! —dijo Aphris lentamente y mirándola como aterrorizada—. ¡Eres una extranjera!

—Como verás —dijo Kamchak—, se viste con una piel de larl, y no lleva collar, ni anillo de nariz, ni ha sido marcada con hierro candente... No como tú, que pronto lucirás todos estos atributos.

Aphris temblaba, y sus ojos reflejaban una actitud implorante.

—¿No sospechas, querida Aphris, por qué razón esta extranjera no lleva ni anillo, ni collar, ni va marcada, aun siendo una esclava?

—¿Por qué? —preguntó Aphris, asustada.

—Porque de esta manera en mi carro habrá siempre alguien superior a ti —respondió Kamchak.

Ya me había preguntado muchas veces por qué Kamchak no había tratado a Elizabeth de la misma manera que a las demás muchachas esclavizadas por los tuchuks.

—Porque así —continuó Kamchak— podrás desempeñar, entre otras muchas tareas, las propias de una esclava sierva de una mujer.

Eso hizo que Aphris reaccionara inmediatamente: se puso en pie, como espoleada por un rayo y gritó:

—¡No! ¡Yo, Aphris de Turia, no voy a hacerlo!

—Sí, lo harás —dijo Kamchak.

—¡Servir a una bárbara! ¡Nunca!

—¡Sí! —rugió Kamchak echando atrás la cabeza para reírse a carcajadas—. ¡Sí! ¡Aphris de Turia, en mi carro, será la sirviente esclava de una bárbara!

La turiana cerró los puños, rabiosa.

—¡Y haré que la noticia corra! —añadió—. ¡Haré que llegue a Turia!

Aphris de Turia temblaba de rabia ante él.

—Por favor —dijo Elizabeth—, ven conmigo.

Intentó tomarle el brazo para arrastrarla, pero Aphris huyó con arrogancia de su contacto. No deseaba sentir la mano de Elizabeth sobre su piel. Finalmente, con la cabeza muy alta, se dignó a acompañarla, y ambas empezaron a caminar.

—Si no trabaja bien —dijo Kamchak alegremente—, dale una buena paliza.

Aphris se volvió para mirarle con los puños cerrados.

—Mi querida Aphris, enseguida aprenderás quién es el verdadero amo aquí.

—¿Tan pobre es un tuchuk —preguntó Aphris— que ni siquiera puede vestir a una miserable esclava?

—En mi carro hay varios diamantes —dijo—. Puedes llevarlos, si quieres. Pero hasta que yo no lo diga, no podrás ponerte encima nada más.

Aphris, con la cabeza levantada, furiosa, se volvió y siguió a Elizabeth Cardwell. Juntas desaparecieron.

Los siguientes en abandonar el carro fuimos Kamchak y yo, y nos pusimos a vagabundear. De hecho, lo que hicimos fue acudir a uno de los carros de esclavos para comprar una botella de Paga que liquidamos entre paseo y paseo.