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Al parecer, ese año los Pueblos del Carro lo habían hecho más que bien en las Llanuras de las Mil Estacas. Según las informaciones que recogimos, alrededor del setenta por ciento de las muchachas turianas habían salido como esclavas de la Guerra del Amor. Por lo que sabía, otros años la balanza se había inclinado hacia el otro lado, lo que hacía todavía más apasionante la competición. También oímos que Hereena había caído en manos de un oficial turiano que participaba en representación de la Casa de Saphrar. Después del combate, y a cambio de una suma, había cedido a la muchacha. Se daba por supuesto que iba a convertirse en otra de las bailarinas del mercader. “Un poco de perfume y sedas no le irán mal a esa chica” había dicho Kamchak. Se me hacía muy extraño pensar en ella, después de haberla visto tan arrogante e insolente a lomos de su kaiila, convertida ahora en una esclava perfumada y envuelta en seda para placer de los turianos. Era una lástima, en mi opinión, pero por lo menos había un hombre entre los carros que se alegraría: el joven Harold. Él, que todavía no tenía la Cicatriz del Coraje, a quien Hereena había escarnecido tanto, debía estar contento de que ella, tan despreciativa y de mal carácter, estuviese ahora cubierta de brazaletes, ajorcas y campanillas tras las altas y gruesas murallas de los jardines del placer turianos.

Kamchak había dado media vuelta para dirigirse de nuevo al carro de esclavos.

Decidimos apostar para ver quién iba a pagar la segunda botella.

—¿Qué te parece el vuelo de los pájaros? —preguntó Kamchak.

—De acuerdo —dije—, pero elijo primero yo.

—Muy bien.

Naturalmente, sabía que era primavera, y en ese hemisferio lo normal sería que la mayoría de las aves, si estaban en migración, fueran hacia el sur.

—Sur —dije.

—Norte —dijo Kamchak.

Esperamos alrededor de un minuto, y entonces pudimos ver algunas aves, unas gaviotas de río..., que volaban hacia el norte.

—Son gaviotas del Vosk —dijo Kamchak—. En primavera, cuando el hielo del Vosk se derrite, vuelan hacia el norte.

No tuve más remedio que buscar en mi bolsillo algunas monedas para Paga.

—Las primeras migraciones hacia el sur de los milanos de la pradera —me explicó Kamchak— ya han pasado. En cuanto a las migraciones del hurlit de los bosques y del gim cornudo, no tienen lugar hasta pasada la primavera. En este tiempo solamente viajan las gaviotas del Vosk.

Mientras cantábamos canciones tuchuks nos las arreglamos para volver a nuestro carro.

Elizabeth había cocinado la carne, pero evidentemente la había tenido mucho rato al fuego.

—La carne está demasiado hecha —dijo Kamchak.

—Los dos están asquerosamente borrachos —dijo Aphris de Turia.

La miré y pensé que ambas eran unas bellas mujeres.

—No, lo que estamos es gloriosamente ebrios —dije yo para corregirla.

Kamchak inspeccionaba de cerca a las chicas inclinándose hacia delante. Bizqueaba un poco.

Yo pestañeé unas cuantas veces.

—¿Ocurre algo? —preguntó Elizabeth Cardwell.

Había notado que tenia un verdugón bastante ancho a un lado de su cara, que su pelo estaba revuelto y que en el lado izquierdo del rostro tenía cinco largos arañazos.

—No —respondí.

El aspecto de Aphris de Turia era más lamentable todavía. Era evidente que había perdido más de un mechón de cabello. En el brazo izquierdo tenía marcas de mordeduras y su ojo derecho estaba hinchado y empezaba a amoratarse.

—Sí, la carne está demasiado hecha —refunfuñó Kamchak.

Un amo no debe interesarse por las disputas entre sus esclavas, pues son algo que ha de quedar por debajo de su atención. Naturalmente, Kamchak no habría aprobado que una de las dos hubiese resultado mutilada, desfigurada o tuerta. Pero mientras las cosas no llegasen a este extremo, preocuparse estaba fuera de lugar.

—¿Están satisfechos los boskos? —preguntó Kamchak.

—Sí —respondió Elizabeth con firmeza.

—¿Están satisfechos los boskos? —volvió a preguntar Kamchak mirando a Aphris.

Ella levantó los ojos bruscamente, y vimos que estaban arrasados por las lágrimas. Dirigió una mirada furiosa a Elizabeth y respondió:

—Sí, están satisfechos.

—Bien, bien —dijo Kamchak. Apuntó entonces con el dedo al pedazo de carne y dijo—: Está demasiado hecha.

—Habéis llegado con horas de retraso —dijo Elizabeth.

—Sí, horas —insistió Aphris.

—La carne está demasiado hecha —repitió Kamchak.

—Bien, asaré un pedazo de carne fresca —dijo Elizabeth levantándose para hacerlo. Aphris no hizo más que sorberse la nariz.

Una vez que la carne estuvo lista, Kamchak comió a placer y se bebió una jarra de leche de bosko entera. Yo hice lo mismo, aunque de tanto Paga que había tragado la leche no me sentó demasiado bien.

Kamchak, tal y como hacía a menudo, estaba sentado sobre lo que parecía una piedra de color gris de ángulos rectos y esquinas redondeadas. La primera vez que había reparado en ese objeto se hallaba junto a otros muchos trastos en la esquina de nuestro carro. Habría que decir que entre esos muchos trastos había algunas cajas de joyas y varios baúles cargados con discotarns de oro. En cuanto a la piedra, había pensado que era eso: una piedra, y no le di más importancia hasta que un día Kamchak me dijo que le echara un vistazo y me la envió desde el otro lado de la estancia de una patada. Naturalmente, me sorprendió que no lo fuera. Parecía un objeto hecho con cuero, de superficie granulada y extraordinariamente ligero. Me recordó algo a esas piedras caídas, dispersas, que había visto alguna vez en ciertas áreas abandonadas del santuario de los Reyes Sacerdotes. Nadie habría distinguido el objeto de nuestro carro colocado entre esas piedras.

—¿Qué te parece? —me había preguntado Kamchak en aquella ocasión.

—Interesante.

—Sí, lo es —afirmó alargando las manos para que le devolviese el objeto—. Lo tengo desde hace algún tiempo. Me lo dieron dos viajeros.

—¡Ah! —dije yo.

Ahora, Kamchak acababa su pedazo de carne recién asada y su jarra de leche. Cuando así lo hubo hecho, se sacudió la cabeza y se frotó la nariz. Después miró a la señorita Cardwell y le dijo:

—Tenchika y Dina ya no están con nosotros. Puedes volver a dormir en el interior del carro.

Elizabeth le miró con agradecimiento. Deduje que dormir bajo el carro debía ser algo duro.

—Gracias —dijo.

—Creía que era tu amo —remarcó Aphris.

—Amo —añadió dirigiendo una mirada fulminante a Aphris, que sonreía.

Empezaba a entender por qué siempre hay problemas cuando en los carros va más de una chica. De todos modos, Dina y Tenchika no se habían peleado demasiado entre ellas, y eso quizás se debiese a que el corazón de Tenchika estaba en otra parte, concretamente en el carro de Albrecht de los kassars.

—¿Quiénes eran Tenchika y Dina? —preguntó Aphris de Turia.

—Esclavas, unas muchachas turianas —dijo Kamchak.

—Las vendieron —añadió Elizabeth.

—¡Ah! —dijo Aphris. Y volviéndose a Kamchak preguntó—: Supongo que no tendré la fortuna de que me vendas, ¿no es así?

—Pagarían bastante por ella —dijo Elizabeth con esperanza.

—Desde luego, más que por una esclava bárbara —dijo Aphris.

—No te preocupes, querida Aphris —repuso Kamchak—. Cuando haya acabado contigo la tarea que voy a emprender, te pondré a subasta en el carro público de esclavos.

—Estaré esperando con deleite ese día.

—Aunque por otro lado, quizás no sería mala idea echarte a las kaiilas.

Al oír lo que Kamchak decía, la turiana no pudo evitar echarse a temblar, y bajó la mirada.

—Dudo que sirvas para algo más que para alimentar a las kaiilas —dijo Kamchak.

Aphris le miró, desafiante.

Elizabeth aplaudía y reía.

—¿Y tú por qué aplaudes, estúpida bárbara? —dijo Kamchak—. ¡Si ni siquiera sabes danzar!