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Me encaminé hacia el carro de Kamchak, pensando en la velada que íbamos a pasar esa noche.

La muchacha de Puerto Kar que Kamchak y yo habíamos visto en el carro público de esclavos cuando fuimos a comprar vino la noche anterior a los juegos de la Guerra del Amor, iba a bailar esa noche la danza de la cadena. Recordaba que si yo no hubiese estado allí, Kamchak habría comprado a esa chica. El guerrero se había quedado prendado de ella, y debo decir que lo mismo me ocurría a mí.

Cerca del carro de esclavos ya habían levantado un recinto cerrado por cortinas. El propietario del carro permitiría la entrada a cambio de una suma. Esa clase de arreglos me irritaban bastante, pues la danza de la cadena, o la del látigo, o la danza del amor de una esclava a la que se le acaba de imponer el collar, o la danza de la marca, se celebran normalmente al aire libre, a la luz de una fogata, y cualquiera que lo desee puede acudir a tan delicioso espectáculo. Y en primavera, a consecuencia de los ataques a las caravanas, rara es la noche en que uno no puede asistir a una o más danzas. Deduje por esta razón que si hacían pagar por ver a la chica de Puerto Kar era porque garantizaban un soberbio espectáculo. Kamchak, que era un hombre a quien le costaba lo suyo soltar un discotarn, habla recibido aparentemente informaciones confidenciales al respecto. Yo había resuelto no apostar con él para decidir quién pagaba las entradas.

Cuando llegué al carro de Kamchak vi que habían atendido a los boskos debidamente, aunque todavía era pronto. Además, en un fuego exterior hervía una cazuela, y también noté que el saco de estiércol estaba lleno.

Subí de un salto las escaleras y entré en el carro.

Allí encontré a las dos muchachas. Aphris estaba arrodillada detrás de Elizabeth y le peinaba el pelo.

Recordé que Kamchak había ordenado que le diese cada día mil pasadas. La piel de larl que vestía Elizabeth también estaba acabada de cepillar.

Por lo visto, las dos muchachas habían aprovechado su ida al riachuelo que se hallaba a unos cuatro pasangs para lavarse, además de recoger agua.

Parecían bastante alborotadas. Era posible que Kamchak les permitiese ir a algún lugar.

Aphris de Turia vestía el collar y las campanillas; es decir, alrededor del cuello llevaba el collar turiano, y en cada tobillo y muñeca una doble fila de campanillas, que también colgaban del collar. Oía cómo las movía mientras le cepillaba el pelo a Elizabeth. Aparte de esto, Aphris solamente llevaba varias cadenas de diamantes que había puesto en torno al collar, y algunas colgaban de él, como las campanillas.

—¡Saludos, amo! —me dijeron ambas al verme entrar.

—Saludos —respondí—. ¿Dónde está Kamchak?

—Ahora viene —dijo Aphris.

—Soy yo quien debe hablarle —dijo Elizabeth girando la cabeza para mirar a su compañera—. ¿Olvidas que soy la primera de este carro?

El peine de Aphris dio un estirón de la cabellera de Elizabeth, y ésta gritó.

—No eres más que una bárbara —dijo Aphris dulcemente.

—¡Péiname, esclava! —dijo Elizabeth volviendo a girarse.

—Con mucho gusto, esclava —dijo Aphris continuando su trabajo.

—Por lo que veo, estáis de buen humor —dije.

Y así era en realidad. Ambas parecían excitadas y felices, a pesar de sus disputas.

—El amo —dijo Aphris— nos llevará esta noche a presenciar una danza de la cadena. La de una chica de Puerto Kar.

Eso me sorprendió bastante.

—Quizás no debería presenciar un espectáculo así —dijo Elizabeth—. Supongo que sentiré lástima por la pobre chica.

—Puedes quedarte en el carro, si quieres —dijo Aphris.

—Si la ves, estoy seguro de que no sentirás compasión por ella —comenté.

No quise ser demasiado claro con Elizabeth y decirle que nadie siente compasión por una muchacha de Puerto Kar. Tales muchachas son famosas en todo Gor debido a su carácter felino, nervioso, violento y soberbio que las hace ser magníficas bailarinas.

No entendía que Kamchak quisiera llevar a las chicas de nuestro carro, pues lo más probable era que el propietario del carro de esclavos también nos hiciera pagar por su entrada.

—¡Ho! —gritó Kamchak al irrumpir atronadoramente en el carro—. ¡Carne!

Elizabeth y Aphris se levantaron para atender la marmita que estaba sobre el fuego exterior.

Kamchak se sentó con las piernas cruzadas sobre la alfombra, junto a la parrilla de cobre.

Me miró con perspicacia y sacó un tóspit de la bolsa que colgaba de su faja. Me lanzó el fruto y dijo:

—¿Par o impar?

Había decidido no apostar con Kamchak, pero también había que tener en cuenta que ésa era una ocasión para vengarme, y no podía desdeñarla. Habitualmente, el juego consiste en adivinar el número de semillas que tiene un tóspit, pues casi siempre forman un número impar si se trata de un tóspit común. Pero cuando entra en juego el tóspit de rabo largo, mucho más escaso y de apariencia idéntica al tóspit común, la cosa se complica, porque dicha fruta contiene habitualmente un número par de semillas. En el caso que nos ocupaba pude ver que, quizás por accidente, el rabo del tóspit que me había lanzado Kamchak se había desprendido, con lo cual deduje que debía tratarse del exótico tóspit de rabo largo.

—Par.

Kamchak me miró, como si mi respuesta le apenase.

—Pero si los tóspits tienen casi siempre un número impar de...

—Par —repetí.

—De acuerdo. Venga, cómete el tóspit y compruébalo.

—¿Y por qué tengo que comérmelo yo? —pregunté, pensando en lo amargo que era ese fruto—. ¿Por qué no te lo comes tú, que eres quien al fin y al cabo ha propuesto la apuesta?

—Soy un tuchuk, y puedo verme tentado a tragar las semillas que no me convengan.

Así que mordí el tóspit con resignación. Era realmente amargo.

—Además —dijo Kamchak—, los tóspits no me preocupan demasiado.

—No, claro, eso no me sorprende.

—Son demasiado amargos.

—Sí, también eso es verdad.

Acabé de morder aquel fruto y, como era de esperar, tenía siete semillas.

—La mayoría de los tóspits —me informó Kamchak— tienen un número impar de semillas.

—Ya lo sé.

—Y entonces, ¿por qué has elegido par?

—Suponía —dije refunfuñando— que habías encontrado un tóspit de rabo largo.

—¿Un tóspit de rabo largo? Hasta finales de verano no se encuentran.

—¡Vaya!

—Como has perdido —dijo Kamchak—, creo que lo más justo será que pagues la entrada al espectáculo.

—Ya.

—Las esclavas también vendrán.

—¡Oh, claro! ¡Naturalmente!

Saqué unas cuantas monedas de mi bolsa y se las entregué a él, que se las metió en un pliegue de su faja. Mientras tanto, lancé significativamente miradas a los baúles de discotarns de oro y a los cofrecillos de joyas que se amontonaban en un rincón.

—Aquí están las esclavas —dijo Kamchak.

Elizabeth y Aphris entraron. Entre las dos llevaban una marmita que dejaron sobre la parrilla en el centro del carro.

—¡Venga, pídeselo! —dijo Elizabeth en tono imperioso— ¡Pídeselo, esclava!

Aphris parecía asustada, confundida.

—¡Carne! —gritó Kamchak.

Con lo cual nos pusimos a comer, y ellas lo hicieron con nosotros. Mientras nos dedicamos a esta tarea no hubo tiempo para otros entretenimientos, pero una vez acabamos, Elizabeth volvió a apremiar a Aphris:

—¡Pídeselo!

Aphris bajó la cabeza.

—Una de tus esclavas —dijo Elizabeth mirando a Kamchak— desea pedirte algo.